W. H. Sheldon y su teoría de los temperamentos

DESPUÉS DE UN CUIDADOSO registro de rasgos frecuentes, fruto de centenares de encuestas personales y muy detalladas, Sheldon llegó a la conclusión de que los temperamentos humanos dependen de la combinación de tres modelos o tipos básicos de personas. Él pensaba que esto tenía un anclaje biológico y fisiológico, por lo que a cada uno de estos tres tipos correspondía una forma de ser incluso visible en la anatomía de cada persona.

Por lo cual, el factor genético pasaría a ser de primordial importancia a la hora de evaluar la posibilidad de desarrollo de un temperarmento particular. Los tres esquemas básicos coinciden más o menos con la hipocrática (clásica) teoría de los humores, que divide a los hombres y mujeres en: a) flemático + sanguíneo, b) colérico y c) melancólico.

Cada uno juzgue si el amigo Sheldon tenía o no razón; yo voy a incluir las imágenes prototípicas, simplemente porque tienen su gracia.

El primer temperamento son los sociables, comilones y dormilones. Aman la conversación. Cuando tienen cuitas que lamentar, se sientan y vacían el contenido de su alma, infinitamente. Si su mundo ideal pudiese representarse, sería una mesa bien abastecida con mucha gente cómoda y amable alrededor, en profunda confianza, y sin ningún reloj que marque las horas. Son lentos, deliberados, de maneras suaves, a menudo algo torpes e inertes, como si estuvieran a punto de dormirse, con sus párpados pesadamente moviéndose sobre sus ojos, por lo común enormes y transparentes. Prefieren las cosas elementales y sencillas. Suelen ser, en política y en moral, conservadores y «oficialistas»: están «donde calienta el sol» de las presencias mayoritarias -son factores «aglomerantes», típicos animales de rebaño.

Su mente da la sensación de estar parada como los relojes que ellos tienden a idealizar; sin tonicidad, sin «nervio», sin fuego ni pasión. El famoso Buda sentado sobre la Tierra ejemplifica bien esta forma de vida humana, cuya búsqueda se orienta al reposo, a la imperturbabilidad, a la comunión con la naturaleza (llamada la Madre Tierra), a la falta de inquietudes y de motivos que den lugar a la acción. Son chismosos, y derivan la percepción de los caracteres y de las sociedades de lo que la gente dice sobre ello. Acuden a buenas fuentes. Siempre saben orientarse sobre la importancia relativa de cada persona, y respetan a rajatabla los esquemas y el orden establecido. Son genuflexos, zalameros y obsecuentes ante los que ostentan cargos, riquezas y posición.

Aman la belleza, la armonía, la comodidad, todo lo «clásico». Son típicamente convencionales y poco amantes de los grandes innovaciones -son «continuistas», aman todo lo que se desliza con suavidad y fluidez. Tienen unas voces a menudo de gran potencia y hermoso timbre y ricos armónicos. Su edad preferida es la infancia, y su gran horror, la perspectiva del final de la vida.

Sheldon los llama «viscerotónicos» o endomórficos, porque la digestión es su mayor fuerza (tienden a engordar mucho, con los años). Son valientes, son del tipo de los que «hacen de las tripas corazón». En situaciones de crisis extrema, conservan el aplomo y la cabeza en su sitio; no entran en pánico ni se ponen en piloto automático ni se quedan estupefactos tratando de comprender lo que pasa. Su mente jamás emprende el vuelo, sino que reposa sobre los hechos concretos. Son grandes realistas.

El segundo temperamento son los belicosos, dominadores, generosos, candoros, ciclotímicos, hiperactivos, docentes, apóstoles, fogosos, ambiciosos y conquistadores. Aman la acción. Su mundo ideal es una batalla en la que el reposo da lugar inmediatamente a nuevos sobresaltos que permitan mostrar el vigor de su musculatura, turgente, poderosa, bien adaptada. De jóvenes tienen un físico espléndido, si bien tienden con los años a «entrar en carnes». Suelen ser puntuales, regulares, predecibles, un poco aburridos; su mente parece por momentos un catálogo de lugares comunes: tales son de convencionales y «normales».

Desde muy chicos, se los ve extrañamente maduros, aunque idealizan la juventud, y en realidad se sienten siempre de la misma edad, cercana a los 25 años en sus mentes. Los deportes, la competencia, la búsqueda de las miradas de los demás, la vanidad incoercible, una cierta falta de sentido de la vergüenza y del ridículo, son características de ellos y ellas. Se lanzan hacia todo lo que represente peligro y posibilidad de gloria. Como líderes (ellos son los líderes de todo rebaño) pueden ser despóticos e insensibles (no son crueles, porque son incapaces de ponerse en lugar del otro); raras veces son ineficaces.

Como políticos, pueden ser demagógicos; quieren ser aprobados por todo el mundo. Adoran la elocuencia, la pomposidad, todo lo grandilocuente, la oratoria... Algo muy típico de ellos (y ellas) es su voz: una voz siempre de larguísimo alcance. Incluso cuando susurran, el contenido de lo que dicen es percibido y comprendido a muchas decenas de metros de distancia. Es sencillo hacer una prueba, y prestar atención a las voces que se destacan siempre por encima de la media. Casi seguro que pertenece a un miembro de segunda componente dominante.

Su infierno es la insignificancia –por lo común, sienten que la gente no les da la importancia que ellos merecen-. Suelen soñar con un futuro en el que las estatuas en honor a ellos apenas permitan el paso de la posteridad. Con toda seriedad, quieren «dejar una huella» que sea perdurable. Su horror no es la muerte, sino la vejez que impide la acción.

Pueden ser idealistas durante su juventud; en general, tienden al pragmatismo. Dicen: «¡Las cosas se hacen así! ¡Y no malgastemos más tiempo en palabras! ¡Al grano!»

Comen mucho, y velozmente, como los perros -problemas: úlceras, apendicitis, hipertensión. Tienen malas defensas. Son los que llevan en su historial médico, el catálogo de todas las enfermedades infecciosas existentes.

Forman hábitos con excesiva rapidez: se envician enseguida (el hábito, así como los narcóticos y el fanatismo, cumplen el papel de inhibir cualquier reflexión -componente cerebral- que pueda interponerse ante la acción). Ante la sexualidad, proceden, al principio, con pasión: se entusiasman como los cazadores; cuando logran la «presa», el interés decae. Suelen ser obscenos y mal hablados. No reprimen en absoluto. Aman la desnudez y a veces incluso el exhibicionismo procaz.

En situaciones de crisis extrema, entran en shock, y semejan caballos desbocados. Su mente, de por sí nublada por la ansiedad y el apasionamiento, queda anulada a favor del componente puramente instintivo y muscular. El stress es característico de ellos, y su tendencia a arreglar los problemas mediante grandes inversiones de fuerza y energía: suelen irse de viaje, gastarse todo el dinero en pocas horas, pelearse y gritar, insultar a un cualquiera de la calle, hacer demostraciones ruidosas y desacompasadas… Tal es su forma de recuperar el equilibrio perdido.

Sheldon les da el nombre de «somatotónicos» o mesomórficos. Como en los perros guardianes o en los briosos corceles, su mayor fuerza está en su soma, en su cuerpo físico, por lo general esbelto y espléndido.

El tercer temperamento son los intelectuales puros. Son solitarios, inexpresivos, impredecibles, individualistas, amarretes (Shylock, de Shakespeare), amantes de la pobreza, hoscos, enemigos de la multitud (elitistas natos); abominan tanto de mandar como de sujetarse al mandato ajeno (rebeldes). Glorifican la creatividad y la originalidad. Anhelan pasar desapercibidos (suelen sentir que la gente los observa en demasía).

Su mente se vuelca por completo a las cosas o a los conceptos, y va progresivamente dejando de lado a las personas. Remonta un vuelo a veces demasiado alto. Se meten en complejidades enmarañadas de las que no salen sino después de mucho tiempo -detestan las cosas claras y sencillas; aborrecen la grandilocuencia, pues ellos son gente sensible y exquisita que saben captar las señales más tenues y reinterpretarlas con acierto. La oratoria y los actos públicos y multutudinarios, parecen a ellos un carnaval de la estupidez, el ruido y el embrutecimiento voluntario.

Sus amistades es raro que superen las dos personas. Tienen un pésimo sentido de la orientación con relación a la realidad, porque su corazón está próximo a sus fantasmagorías y deseos subjetivos, los cuales obstruyen su comprensión de lo real: y ni que hablemos de su comprensión de la gente común de la calle. Son rebeldes, revolucionarios natos, conspirativos, idealistas a tiempo completo, amantes de las causas perdidas, quijotescos, quimeristas, soñadores hasta la esquizofrenia, una caja de sorpresas hasta para sus familiares directos.

Eso sí: la valentía y las decisiones firmes no son su fuerte. Suelen demorar años en hacer lo que otros temperamentos liquidan en pocos minutos. Sus reacciones son extremadamente rápidas y virulentas (son intolerantes); pueden enfermar de amor hoy, y mañana ser fríos e insensibles con relación a la misma cosa. Su mente es un modelo de libertad espiritual (son curiosos hasta la insensatez), aunque también suelen estar martirizados, atravesados (como un San Sebastián) por las objeciones que le envía su propia polémica interna. Se avergüenzan con enorme facilidad y rapidez, y en tales circunstancias se los ve confusos, presa de la «fiebre del gamo»; viendo con demasiada agudeza la enorme cantidad de opciones que se les ofrece en cada situación, se quedan paralizados sin poder optar por ninguna.

El lema de ellos (y ellas) parece ser: «Nunca obres precipitadamente, antes de conocer perfectamente la situación; de hecho, si puedes postergar indefinidamente la respuesta de la decisión, ¡tanto mejor!»

Los caracteriza el famoso síndrome de Hamlet: exceso de conocimiento y de escrúpulos, carencia de decisión.

No son buenos ni como líderes ni como miembros del rebaño, sino más bien (cuando pueden) como gurúes y asesores de los demás temperamentos, siempre a título intelectual. Hipersensibles y alertas, compasivos aunque a veces también crueles, el fracaso les duele demasiado y tienen muy escasa energía y capacidad de reacción, por lo que rehuyen cuanto pueden el ver puestas a prueba sus ideas voladísimas sobre el acontecer del mundo.

Son impuntuales, poco madrugadores, comen poco y con escaso apetito, se acuestan tarde y duermen mal. Disponen de reservas energéticas escasas; una alegría o un dolor demasiado grande, los dejan exhaustos e inhabilitados para continuar la jornada.

La sexualidad es un azote, un dramático y vertiginoso pasaje del infierno y de la tortura de conciencia, al paraíso, para los atribulados que poseen este componente en alta medida. Aman, casi adoran la independencia intelectual; pero los afectos y los deseos son enemigos de la intelectualidad, «llevan a la gente a tomar decisiones idiotas». Son los favoritos del ascetismo y de la abstinencia absoluta (ejemplo, Brahms, Kierkegaard, o Borges…), como también los libertinos que solo pueden acreditar experticia en las artes amatorias. El tercero es el temperamento de mayor dotación sexual y sensual (las gruesas mujeres del segundo temperamento, lo saben bien, y raras veces dejan pasar un ejemplar de estos sin hacerse notar).

Su otra obsesión es la muerte y la disolución de la conciencia. Secreta, y a veces, públicamente, expresan su anhelo de morir -la muerte es vista como la redención final de los deseos que, cual olas furibundas, van a dar contra las frágiles defensas costeras interpuestas por la conciencia-. Edgar Allan Poe es un bonito ejemplar de esta manera de ser, en todo sentido… Son flacos, esmirriados, de aspecto inequívocamente juvenil, de estatura mediana o alta (las mujeres cerebrotónicas son pequeñísimas), algo encorvados, de nariz puntiaguda, mirada inquieta, «de pajarito», inquisitiva y turbia; sus voces son suaves y apagadas (pobres en armónicos, a veces chillonas), como si al hablar quisieran llegar únicamente al oído de quien tienen enfrente. Siempre están tensos, como si una catástrofe amenazara a la vuelta de la esquina. Pese a todo lo cual, son longevos y gozan de una excelente salud: suelen vivir más de 90 años. (El Papa Benedicto tiene componente cerebrotónico muy alto.)

Al afrontar un asunto que los supera (una muy buena o muy mala noticia), se retiran a su soledad húmeda y crepuscular, y rumian (con minuciosa crueldad o deleite) la cantidad de opciones que se les ofrecen a partir de ese momento…

Sheldon los llama «cerebrotónicos» o ectomórficos (son de nervios delicados y sensibles). Su mayor fuerza no reside en su cuerpo débil, reseco y encogido, ni en su carácter y temple del corazón, sino en sus mentes, a menudo brillantes.

Resumiendo:  

Primera componente, endomórfica. Finalidad de vida, la «comunión» con el rebaño, el reposo y la digestión. Edad ideal, la infancia. Temor: la muerte.

Segunda componente, mesomórfica, somatotonía. Finalidad de vida, la acción, la gloria, el sobresalir. Edad ideal, la juventud. Temor: la vejez y el anonimato (¡ay de los futbolistas retirados!: devienen amargados críticos de las nuevas generaciones).

Tercera componente, ectomórfica, cerebrotonía. Finalidad de vida, el conocimiento, la percepción y la comprensión. Edad ideal, la madurez tardía y la vejez. Temor: la enajenación, en general todos los peligros físicos, la acción.

Proceso de la Corona – D E F E N S A D E D E M Ó S T E N E S – Completa

1

COMIENZO ROGANDO a los dioses inmortales que os inspiren hacia mí, ¡oh atenienses!, las mismas disposiciones que siempre he sentido por vosotros y por la república, y que al mismo tiempo os persuadan, puesto que así lo pide vuestro interés, vuestra equidad y vuestra gloria, de que no debéis obligarme a que siga en mi defensa el orden trazado por mi adversario. Nada sería más injusto y más opuesto al juramento que habéis prestado de escuchar igualmente a las dos partes, lo cual no sólo significa que debéis ser imparciales en vuestro juicio, sino que también debéis permitir al acusado la elección de los medios que crea más oportunos para justificarse.

Esquines tiene en esta causa muchas ventajas sobre mí, de las cuales dos, sobre todo, ¡atenienses!, son muy importantes. Desde luego los peligros que corremos no son iguales, porque si él no gana su causa no pierde nada, y si yo me enajeno vuestra benevolencia… Pero no, no saldrá de mis labios ninguna palabra aciaga en los momentos en que comienzo a hablaros. La otra ventaja que le favorece consiste en que hay una propensión natural a escuchar con agrado las acusaciones y el vituperio, y a oír con disgusto a los que se ven obligados a hablar bien de sí mismos. Así, pues, Esquines tiene en su favor todo lo que le concilia el ánimo de la mayor parte de los hombres, y sólo me ha dejado lo que les enoja y ofende. Si en medio de los temores que me asaltan guardo silencio sobre los actos de mi vida pública, será incompleta mi justificación, y vosotros podréis creer que os habéis engañado al considerarme digno de recompensa.  Si me extiendo sobre lo que he hecho en servicio del Estado, tendré necesidad de hablar frecuentemente de mi persona. Procuraré hacerlo con toda la mesura que me sea posible, y lo que me vea obligado a decir, imputadlo, ¡oh atenienses!, al que me ha reducido a tener que defenderme.

 

2

Yo creo, jueces, que todos convendréis en que este debate es común a Ctesifonte y a mí, y en que no debo hacer, por conseguir una sentencia favorable, menos esfuerzos que él mismo. Ser despojado de todo es cosa triste y cruel, y más aún, el serlo por un enemigo; pero perder vuestra simpatía y vuestro afecto, es una desgracia tanto más sensible, cuanto que nada hay tan precioso como vuestra estimación. Puesto que tales son las garantías del combate, creo justo y os suplico que escuchéis mi defensa con la imparcialidad prescrita por las leyes que en otro tiempo estableció Solón, aconsejado por su amor hacia vosotros y hacia la democracia, y de las cuales creyó deber perpetuar el imperio grabándolas en tablas de piedra y por medio del juramento de vuestros tribunales. No quiero decir con esto que desconfiase de vosotros; pero veía que las inculpaciones y las calumnias del acusador alcanzarían irremediablemente al acusado, si cada uno de vosotros, fiel a los deberes que se impone como juez, no acogiese favorablemente al segundo orador, y escuchándole con ánimo imparcial, no llegase a pronunciar una sentencia justa.

Debiendo en este día dar cuenta de mi vida entera como particular y como hombre público, he invocado e invoco de nuevo a los Inmortales.

Sí, ante vosotros les pido que os inspiren hacia mí, en estos ataques de que soy objeto, una benevolencia tan completa como grande ha sido en todas ocasiones mi amor a la patria y a todos vosotros. ¡Ojalá os dicten también el decreto que reclaman el honor nacional y la conciencia de los ciudadanos!

Si Esquines se hubiese limitado al objeto de su acusación, mi primer cuidado sería justificar el decreto del Consejo; pero toda vez que la mitad de su discurso consiste en divagaciones y en imposturas contra mí, creo necesario y justo, ciudadanos de Atenas, responder primero a ellas brevemente, a fin de que ninguno de vosotros, extraviado por tales digresiones, pueda escucharme con desconfianza sobre la acusación misma. A sus invectivas y calumnias contra mi persona, he aquí la respuesta que doy; ved qué sencilla, pero al mismo tiempo qué sólida es. Si vosotros, entre quienes he vivido siempre, me consideráis tal como me ha pintado el acusador, imponedme silencio y no vaciléis en condenarme, aun cuando los actos de mi administración os parezcan un prodigio. Pero si me reputáis más digno y de mejor origen que a él; si, dicho sea con modestia, sabéis que mi familia no cede en honradez a ninguna otra, no lo creáis en lo demás que ha manifestado; porque indudablemente todo ha sido producto de su invención. Por mi parte sólo os pido que la bondad que siempre os habéis dignado dispensarme en otros muchos procesos, me la concedáis también en el presente.

 

3

Insidioso Esquines, ¿has podido tener la simpleza de pensar que, dejando a un lado mis actos políticos, atendería sólo a rechazar tus insultantes personalidades? No, no esperes que yo haga semejante locura. Tus mentiras, tus calumnias sobre mi administración, serán, por el contrario, el primer objeto de mi examen. En cuanto a las injurias de que has sido tan pródigo, más adelante, si se me quiere escuchar, me ocuparé de ellas.

Los crímenes de que me acusa son tan graves y numerosos, que las leyes castigan algunos con gran rigor y aun con la misma muerte; pero su agresión no tiene otra base que el odio más encarnizado, el insulto, la difamación, la invectiva, y todas las formas del ultraje. Si sus imputaciones y sus cargos fuesen verdaderos, Atenas no tendría bastantes suplicios para mí.

Sin duda que el derecho de hablar al pueblo no debe prohibirse a nadie; pero subir a la tribuna con un plan ordenado de envidiosa persecución, por los dioses, ¡oh atenienses!, que no es regular, ni democrático, ni justo. Cuando Esquines me vio cometer esos enormes crímenes de Estado que ha desenvuelto con su voz teatral, debió enseguida perseguirme legalmente. Si yo merecía, en su concepto, ser denunciado como traidor, ¿por qué no me denunció? ¿Por qué no hizo que se me formase un proceso según la forma acostumbrada en vuestros tribunales? Si las leyes eran violadas por mis decretos, ¿por qué no me acusó de infractor de las leyes? Ciertamente que el hombre capaz de perseguir a Ctesifonte por perjudicarme, no habría desperdiciado la ocasión, si hubiese creído que le era posible confundirme. ¿Me creía culpable ese calumniador de las prevaricaciones que ha enumerado o de cualquier otro crimen? Pues para todos los delitos tenemos leyes, procedimientos, justicia respectiva y castigos severos, que son las armas que debió usar contra mí. Si hubiese seguido esta marcha, la acusación actual correspondería a su conducta pasada[1]. Pero hoy vemos que, muy lejos de seguir la única senda recta y justa que se le ofrece, y largo tiempo después de haber callado en presencia de los hechos, viene a amontonar cargos, sarcasmos e invectivas, ¡viene a representar una comedia! Además, es a mí a quien acusa, y a Ctesifonte a quien denuncia ante el tribunal. En todas las partes de este proceso resalta el odio que me profesa; y no habiéndose atrevido nunca a atacarme de frente, ¡hoy también le veis empeñado en herir a otro de muerte civil! En medio de tantas razones como militan en favor de Ctesifonte, esta circunstancia constituye la que más le favorece; porque si nosotros dos teníamos que ocuparnos de nuestras querellas, es el colmo de la injusticia comprometer a un tercero en nuestra lucha.

Por aquí se puede ver que todas las imputaciones de Esquines carecen de justicia y de verdad. Pero, sin embargo, quiero examinarlas en detalle, y muy particularmente en lo que toca a las mentiras que ha proferido sobre la paz de mi embajada, para achacarme sus culpables manejos con Filócrates. Pero conviene y aun es necesario, ¡atenienses!, recordaros la situación de Grecia en aquella época, a fin de que consideréis cada acontecimiento en sus relaciones con las circunstancias.

 

4

Una vez encendida la guerra de la Fócida, no por mí, puesto que aún no había tomado parte en el gobierno, ¿cuáles eran vuestras disposiciones? Deseabais la salud de los focidenses, aunque culpables a vuestros ojos. Cualquier revés sobrevenido a los tebanos os hubiese alegrado, porque habían merecido vuestro resentimiento por el abuso que hicieron de su victoria en Leuctra. Todo el Peloponeso estaba dividido. Los enemigos de los lacedemonios eran allí muy débiles para que pudiesen vencerles, y los jefes que habían puesto al frente de las ciudades carecían de poder. Aquellos pueblos como los demás helenos estaban agitados por interminables discordias. Filipo, testigo de estos males que eran bien públicos, prodiga el oro a los traidores de cada país, irrita todos los pueblos, los lanza unos contra otros, y después se vale de estas faltas comunes y de las rivalidades despertadas para acrecentar su poder y avasallarlo todo. Debilitados por una guerra tan larga, los tebanos, entonces tan arrogantes y hoy tan desgraciados[2], se iban a ver forzosamente en la necesidad de recurrir a vosotros. Filipo, para impedir la coalición, ofrece a los tebanos un refuerzo, y a vosotros la paz. ¿Qué fue lo que le ayudó a hacernos caer, casi voluntariamente, en el lazo? ¿La cobardía o la ignorancia de los demás helenos? ¿Acaso ambas cosas juntas? Os veían hacer la guerra, guerra sin fin sostenida por los intereses de todos, como los hechos lo han demostrado; y sin embargo, ¡ellos no pagaban su contingente en hombres, en dinero ni en ninguna clase de socorros! Justamente irritados escuchasteis las proposiciones de Filipo.

La paz, acordada desde entonces, fue concluida por las circunstancias, y no por mí como ha dicho ese calumniador. Buscad la causa verdadera de nuestras desgracias presentes, y la encontraréis en las iniquidades de los hombres vendidos para hacer esta paz. En el examen y en la reseña detallada que esta investigación requiere, la verdad es el único objeto que me propongo: si entonces se cometieron faltas graves, yo soy completamente ajeno a ellas. El primero que habló de paz fue el cómico Aristodemo. Apareció enseguida el redactor del decreto, el hombre que mereció tantas alabanzas por su obra, y que fue Filócrates de Agnonto, tu cómplice, Esquines, y no el mío. ¡Oh! ¡Tú debiste ahogarte antes de proferir esa mentira! Los que apoyaron la proposición (y no examino aquí el motivo que los indujo a hacerlo) fueron Eúbulo y Cefisonte: Demóstenes no intervino en esto absolutamente para nada.

 

5

A pesar de los hechos tan bien establecidos, tan resplandecientes de verdad, lleva su desvergüenza hasta atreverse a asegurar que la paz fue obra mía, y que yo impedí a la República el ponerse de acuerdo con los demás helenos.  ¡Oh, el más…! ¿Pero dónde encontraré palabra bastante injuriosa para calificarte? Cuando, presente en Atenas, me veías perjudicarla tanto, apartándola de una alianza cuyas ventajas acabas de ensalzar teatralmente, ¿por qué no estalló tu indignación? ¿Por qué no viniste a ilustrar al pueblo y descubrirle esos crímenes de que hoy me acusas? Si para excluir a la Grecia del tratado me vendí a Filipo, debiste romper el silencio, protestar y demostrar mi traición. Nada hiciste, sin embargo, nadie te oyó levantar la voz; pero, ¿qué habría dicho, atenienses, aunque hubiese hablado? Entonces no enviasteis ninguna embajada a los helenos; hacía mucho tiempo que habían manifestado sus intenciones, y por consiguiente todo lo que el acusador dice sobre este punto es un tejido de imposturas. Además de esto, ofende a la república con sus calumnias. Habla de haber llamado los helenos a la guerra cuando mandabais comisionados a Filipo para concertar la paz; ¡esto habría sido convertirse en Euríbates, no en republicanos y hombres de honor! ¿Con qué designio habríais enviado entonces a los embajadores? ¿Con el de proponer la paz? Toda la Grecia gozaba de ella. ¿Con el de excitar a la guerra? Vosotros mismos deliberabais para terminarla. Es, pues, evidente, que yo no fui el instigador ni la causa de esta primera paz, y que todas las demás imputaciones de Esquines son falsas.

 

6

Terminadas las hostilidades, examinad aún qué partido tomamos el uno y el otro. Veréis cuál combatió sin descanso por Filipo, y cuál trabajó por vosotros sin más propósito que el bien de la patria. Miembro del Consejo, propuse un decreto ordenando a los embajadores que navegasen a toda vela, hacia el lugar donde supiesen que se encontraba Filipo, para recibir su juramento. El decreto se expidió, y sin embargo no quisieron obedecerlo, a pesar de que su cumplimiento era de una grande importancia, según podréis comprender en seguida. Un largo intervalo entre el tratado y el juramento favorecía los intereses del Príncipe, y uno corto era conveniente a los intereses de Atenas. ¿Sabéis por qué? Porque desde el día en que pensasteis, no ya en jurar la paz, sino el oír proposiciones para ella, abandonasteis todos vuestros preparativos de guerra, mientras que él aumentaba, por el contrario, la actividad de sus operaciones. Él discurría y discurría con acierto, que todo lo que hubiese arrebatado a la República antes de comprometerse por el juramento, podría conservarlo sin que nadie se atreviese a romper por esta causa los tratados. Yo penetré sus intenciones, ¡atenienses!, y propuse es decreto que ordenaba ir a buscarle a toda prisa y exigirle el juramento. De este modo la paz habría sido jurada, sin que los traces, vuestros aliados, hubiesen perdido las fortalezas de Serrhium, Mirthium y Egisque, que Esquines acaba de destruir[3]; sin que Filipo, después de haber invadido los puntos más importantes, se hubiese hecho dueño de toda esta comarca; sin que el aumento de sus rentas y de su ejército, le facilitase la ejecución de sus demás empresas. Esquines no ha dicho nada de ese decreto; pero al referirse a que opiné en el Consejo por que se admitiesen a vuestra audiencia los embajadores, me ha inculpado terriblemente. ¿Y qué otra cosa debí hacer? ¿Apartarlos de vuestra presencia? Habían venido expresamente para conferenciar con vosotros. ¿No hacer que el empresario les diese localidades en el teatro? ¡Por dos óbolos se las habrían proporcionado! ¿Debía acaso inclinarme a que se economizasen esas mezquindades, y después, como esos traidores, vender el Estado entero a Filipo?

Que se lea el decreto que ese hombre ha omitido, aunque lo conoce muy bien. (Lectura del decreto a que hace referencia el orador.)

 

7

Yo había redactado ese decreto mirando a nuestros intereses y no a los de Filipo. Nuestros leales embajadores pensaron de otro modo, y estuvieron tres meses completos en Macedonia, hasta que volvió el Príncipe conquistador de toda la Tracia.

Sin embargo, pudieron en diez días, ¿qué digo en diez días?, en tres o cuatro pudieron llegar al Helesponto y salvar las fortalezas, recibiendo el juramento de Filipo antes que las hubiese tomado. Estando nosotros presentes no habría tocado a ellas, a menos que no hubiese querido prestar el juramento, en cuyo caso le habríamos negado la paz, impidiendo que la tuviese al mismo tiempo que las plazas. Tal fue en esta embajada el primer golpe de habilidad dado por Filipo, la primer vileza convenida por esos traidores enemigos de los Dioses. Desde entonces, lo confieso, les declaré la guerra; ¡guerra sin tregua para hoy, para mañana y para siempre!

Pero ved en seguida una perfidia mayor aún. Dueño de la Tracia por la desobediencia de nuestros negociadores, Filipo jura la paz y les compra la prolongación de su permanencia en Macedonia, hasta que él tuviese terminados los preparativos de su expedición a la Fócida. De este modo, no recibiendo de vuestros diputados ninguna noticia de las intenciones que animaban al Monarca, vosotros no os embarcaríais para volver a las Termópilas y cerrarle el paso como anteriormente, ni podríais conocer sus designios hasta que ya fuese tarde para impedir que atravesara la garganta. Pero, a pesar de esto, Filipo se hallaba en una situación muy peligrosa, porque no obstante su prontitud en apoderarse de aquel punto, la nueva de sus movimientos podía induciros a socorrer a la Fócida antes de ser destruida, y arrebatarle su presa. Tanto le preocupaban estos temores, que separando a Esquines de sus compañeros, dio a este infame un aumento de salario para que os presentase los relatos y os diera los consejos que han producido tantos males.

 

 

        

8

Os pido, ciudadanos de Atenas, os suplico que recordéis en el curso de todo este debate, que si Esquines se hubiese ceñido al acto de la acusación, yo no me permitiría ninguna digresión; pero siendo así que no hay imputaciones ni calumnias de que no haya hecho uso, fuerza será responder en pocas palabras a cada uno de sus ataques. ¿Qué os decía entonces Esquines en aquellos discursos que después fueron tan funestos?

«Que la presencia de Filipo en las Termópilas no debía alarmaros. Permaneced tranquilos, añadía, y todo marchará conforme a vuestros deseos. Hasta dos o tres días sabréis que se ha hecho amigo de los pueblos contra los cuales marcha, y enemigo de los que ahora gozan su favor.. no son las palabras, seguía diciendo con énfasis, las que cimientan las amistades, sino la comunidad de interés; y todos sabéis que Filipo, la Fócida y Atenas están igualmente interesados en librarse de la estúpida arrogancia de los tebanos.» Muchos se dejaban seducir por este lenguaje, a causa de su odio secreto contra Tebas. Pero ¿qué sucedió muy pronto? Los infortunados focidenses fueron destruidos y sus ciudades arrasadas; y vosotros, confiados en la palabras de ese traidor, tuvísteis que abandonar los campos, ¡mientras que él recibía dinero! Pero aun hubo más: los enemigos declarados de Atenas, los tebanos y tesalios dieron gracias a Filipo. 

¿Se necesita probar todo esto? Pues que sean el decreto de Calístenes y la carta del Príncipe, y quedaréis completamente convencidos. –Lee.

 

(Lectura de un decreto prohibiendo a todos los atenienses que durante la noche permanecieran fuera de la ciudad; ordenando que se condujesen al Pireo y a los otros puntos todos los efectos de valor que fuesen transportables, y recomendando a los soldados que redoblasen su vigilancia.)

 

¡Oh atenienses!, ¿hicisteis la paz con la esperanza de que sucediera esto? ¿Son estas las promesas de ese mercenario? – Lee también la carta que poco después nos escribió Filipo.

 

(Lectura de una carta de Filipo en que participaba al Consejo la destrucción de las ciudades focidenses y la venta de sus habitantes, advirtiéndole que era inútil que la República pensara en socorrerles, y quejándose de la conducta irregular de los atenienses. Fundaba esta queja en que socorrer la Fócida era declarar la guerra a él, puesto que este país no se comprendía en los tratados.)

 

9

Ya loveis: en una carta dirigida a vosotros, Filipo hace a sus aliados esta declaración: «He obrado a despecho de Atenas y en daño suyo. Si, pues, sois sensatos, tebanos y tesalios, la consideraréis como enemigo y pondréis en mí toda vuestra confianza». He aquí, en otros términos, lo que quiere dar a entender. Con esta política redujo estos pueblos y les quitó todo sentimiento de previsión, hasta conducirse con ellos como un verdadero dueño. De aquí las calamidades por que hoy gimen los tebajos. Y el que ha trabajado de acuerdo con Filipo para inspirar tan fatal confianza; el que valiéndose de falsos relatos ha jugado con vosotros, es el mismo que al presente deplora los infortunios de Tebas y que los pinta de una manera lamentable; ¡él, que es el autor de esos desastres y de los que ha sufrido la Fócida, y de todas las desventuras de la Grecia! Sin duda, Esquines, lloras con el recuerdo de tales acontecimientos; sin duda te afliges por la suerte de los tebanos; ¡tú, que habiéndote hecho propietario en Beocia, cultivas los campos que ellos poseyeron! ¡Y yo, entretanto, dices que me alegro de su males; yo, a quien el destructor de Tebas se apresuró a señalar como una de sus víctimas![4] Pero he tocado un asunto del cual será mejor ocuparnos más adelante. Voy a probar que la venalidad y el crimen han causado nuestras desgracias actuales.

 

10

Cuando Filipo, por medio de las mentiras de los embajadores vendidos a él, engañó a Atenas y a la Fócida y destruyó las ciudades de ésta, ¿qué fue lo que sucedió? Los abyectos tesalios, los estúpidos tebanos admiraron al Príncipe, que era para ellos amigo, bienhechor y libertador, negándose a escuchar a quien pretendía desengañarles.   Vosotros, aunque indignados y llenos de desconfianza respetasteis la paz. ¿Qué podíais hacer estando solos? Los demás helenos, engañados como vosotros y con las esperanzas perdidas, acariciaban esta paz que, desde hacía tiempo, era también para ellos casi tan desfavorable como la guerra. Se explica esto observando que, cuando en sus correrías Filipo subyugaba a los ilirios y los tribalos y aun a algunas ciudades griegas; cuando acaudillaba bajo sus banderas grandes y numerosos ejércitos y corrompía a todos los Esquines que a favor de la paz viajaban por sus Estados, entonces mismo hacía una verdadera a todos los pueblos a quienes sus operaciones amenazaban. Si no lo conocieron, esa es otra cuestión que nada dice en contra mía, puesto que no he cesado de predicar, de protestar, tanto aquí como en os demás puntos a donde he sido enviado. Pero las Repúblicas se hallaban invadidas de un mal general; ministros y magistrados estaban sobornados y vendidos; los ciudadanos y los pueblos carecían de previsión o se dejaban engañar a la luz del día por no salir de su indolente reposo. Un extraño contagio lo penetraba todo; cada uno imaginaba por sí solo podría salvarse de la tempestad, y que en medio del peligro común encontraría un puerto de refugio. En pago de esta incuria profunda e intempestiva, los pueblos han ganado la servidumbre; y los jefes que creyeron venderlo todo menos ellos mismos, han conocido al fin que fueron los primeros en venderse. En lugar de los títulos de huéspedes y amigos que recibían con el dinero, hoy resuenan en sus oídos los de aduladores e impíos, y otros muchos no menos propios de sus maldades. Jamás se enriquece a un traidor por favorecer sus intereses; sucede, al contrario, que una vez aprovechada su deslealtad, se le olvida y desprecia; y ciertamente que si las cosas no sucedieran de este modo, nadie sería tan feliz como los traidores. Pero no, es imposible que se les estime; antes bien, el ambicioso que llega a dominar favorecido por ellos, se convierte en el tirano de los que le han prestado su ayuda, y conociendo entonces la perversidad de tales hombres, sólo tiene para ellos odio, desconfianza y vejaciones. Consultad los hechos que, conservados por el tiempo, pueden siempre consultarse por los sabios. Lastenes fue llamado el amigo de Filipo hasta que entregó a Olinto; Timolao, hasta la ruina de Tebas, y Eudicos y Simos de Larisa, hasta que concluyeron de someterle la Tesalia. Pero muy pronto, perseguidos, infamados, agobiados de males, han huido errantes por toda la tierra. ¿Qué ha encontrado Aristrato en Siciona? ¿Qué ha encontrado Perilaos en Megara? ¡Sólo aborrecimiento y desprecio! De todo esto se deduce claramente que tú, Esquines, y tus infames cómplices, debéis vuestros suntuosos banquetes al ciudadano más celoso por la patria, al más elocuente para combatir la traición; y que si todavía vivís, si todavía se os paga, es por esta multitud que lucha contra vuestras maquinaciones. Abandonados a vosotros mismos, hace mucho tiempo que estaríais perdidos.

 

11

Mucho podría decir aún sobre esta época; ¿pero no he dicho ya demasiado? La culpa, en todo caso, será de ese hombre; él ha derramado sobre mí la repugnante hez de sus traiciones y sus crímenes, y me obliga a purificarme ante unos jueces más jóvenes que los acontecimientos. Quizá os habré fatigado, puesto que antes de que yo pronunciase una palabra ya conocíais hasta dónde llegó entonces su venalidad. ¡Esto es lo que él confunde, la hospitalidad y la amistad! Dice que le vitupero el ser huésped de Alejandro. ¡Yo vituperarte la amistad de Alejandro! ¿Cuándo la has adquirido? ¿Con qué títulos? No, yo no puedo llamarte ni el amigo de Filipo ni el huésped de Alejandro, no soy tan insensato. ¿Cuándo has visto que los segadores y las demás gentes que ganan un salario se llamen los amigos y los huéspedes de quien les paga? Mercenario de Filipo primero; mercenario de Alejandro ahora, así es como te designo y como te designan todos los que me escuchan. ¿Lo pones en duda? Pues pregúntales…, o más bien, yo les preguntaré por ti. Decidme, ciudadanos de Atenas, ¿es Esquines el huésped de Alejandro, o es su mercenario?… Ya oyes la respuesta.

Quiero, sin embargo, justificarme sobre la acusación misma y exponeros mi conducta. Que Esquines oiga, aunque no lo ignora, por qué acciones declaro merecer la recompensa propuesta en el decreto, y otras mayores aún. – Toma y lee el acta de acusación.

 

(Lectura de una acusación de Esquines contra Ctesifonte, por haber propuesto este conceder una corona de oro a Demóstenes, en la solemnidad de las grandes Dionisíacas, para recompensarle su virtud, su lealtad y su celo por Atenas y por toda la Grecia. El acusador negaba los merecimientos de Demóstenes y fundaba su acusación en que las leyes prohíben: 1° Insertar falsedades en las actas públicas. 2° Coronar a un ciudadano responsable de cuentas no rendidas aún. 3° Proceder al acto de la coronación en las fiestas citadas, y en la escena, durante las tragedias nuevas. – Pedía una multa de cincuenta talentos.)

 

12

He aquí, ¡oh atenienses!, lo que Esquines ataca en el decreto, he aquí por donde espero establecer claramente la regularidad de mi defensa. Seguiré el mismo orden que el acusador, y cada punto será discutido sin ninguna omisión voluntaria. El decreto dice que no ceso de prestar mis servicios al pueblo con mis actos y mis palabras; alaba el interés que me inspira, y mi afán por proporcionarle todas las ventajas que me son posibles; por consiguiente estas son cosas que pertenecen a mi vida pública. Examinadla, pues, y encontraréis la verdad o la mentira que encierran las palabras de Ctesifonte. Este mismo examen decidirá si es justo concederme la corona, y si merezco que la ceremonia de la proclamación se haga en el teatro, sin que haya necesidad de añadir: después de la rendición de cuentas. También creo deber citaros las leyes que autorizan el decreto de Ctesifonte. Tal es, ¡oh atenienses!, el plan de mi defensa. Entro, pues, a ocuparme de mis actos oficiales; pero no creáis que me extravío del objeto de esta causa, aunque haga referencia a mis discursos y a lo que he hecho por la Grecia. Considerar falso el decreto que atribuye a mis acciones y mis palabras un fin patriótico, es obligarme a hacer una reseña completa de mi conducta pública. Debo observar también que entre las diversas gestiones del Gobierno, yo me he ocupado con preferencia de los asuntos generales de la Grecia, y que a este punto deben referirse mis pruebas.

Dejemos a un lado las usurpaciones hechas y conservadas por Filipo antes que yo apareciese en la tribuna y tomase parte en el gobierno, puesto que nada de lo que entonces aconteció puede inculpárseme. En cuanto a la resistencia que se le opuso desde aquella época en adelante, la recordaré sin ninguna omisión, después de algunas consideraciones preliminares.

Filipo contaba, ¡atenienses!, con una ventaja inmensa. En todos los Estados helenos había traidores disgustos a venderse, multitud de hombres enemigos de los dioses, de que no hay ejemplo en la historia del pasado. De todos ellos, como de auxiliares, se servía el Macedonio. Todos los pueblos griegos se hallaban agitados por la discordia: él procuró aumentar sus disensiones, en unas partes valiéndose de la mentira, en otras de las dádivas y de los demás medios de corrupción; de este modo hizo jirones todos los Estados helenos, cuyo único interés consistía en impedir que se engrandeciese. Mientras se desgarraban en luchas intestinas, sin ver la tempestad que se extendía cada vez más amenazadora, examinemos, ciudadanos de Atenas, la actitud que debía tomar la República, y tened en cuenta que yo fui quien aconsejé lo que entonces se ejecutó.

 

13

Dime, Esquines, ¿debía Atenas desmentir su valor y su grandeza, y mezclarse a los tesalios y dolopos para conquistar a Filipo el imperio de la Grecia, para destruir la gloria y los derechos de nuestros antepasados? ¿O era necesario que, sin cometer una infamia tan evidente, se mantuviera en la indiferencia a la vista de las desgracias largo tiempo presentidas, que cada vez se hacían más inevitables? Que responda mi despiadado acusador: ¿qué partido cree que debía haber tomado la República?  ¿El partido que conducía a la ruina y a la deshonra de la Grecia, que fue el que tomaron los tesalios y sus vecinos? ¿El de permanecer neutrales aguardando los sucesos favorables para aprovecharlos, como hicieron los de Arcadia, Argos y Mesena? La mayor parte de estos pueblos, o todos mejor dicho, han sufrido más que nosotros.  Aún cuando Filipo vencedor se hubiese vuelto enseguida y terminado las hostilidades, sin insultar a ninguno de los aliados de dichos pueblos ni a ninguno de los demás helenos, habría, sin embargo, graves cargos que dirigir contra los que no se hubiesen opuesto a sus empresas. Pero si vemos que privó a todos igualmente de dignidad, de poder, de libertad, y destruyó las formas democráticas dondequiera que le fue posible, ¿no habrá que conceder que las resoluciones aconsejadas por mí, fueron las más útiles y honrosas?

Di, Esquines, ¿qué debía hacer la República, viendo que Filipo se abría un ancho camino para llegar a la soberanía de Grecia? ¿Qué proposiciones, qué decretos debía presentar yo, que era consejero del pueblo, y sobre todo consejero del pueblo de Atenas? ¿Qué conducta debí seguir cuando estaba persuadido de que siempre mi patria había luchado por la preeminencia, el honor y la gloria, y de que por una noble emulación había sacrificado en beneficio de todo el resto de Grecia, más hombres y más dinero que toda la Grecia junta para atender a su propia defensa? ¿Qué debí hacer cuando veía a Filipo, nuestro antagonista, animado por el afán de dominar, hasta el punto de que después de haber perdido un ojo, de tener rota una clavícula, y una mano y una pierna estropeadas, todavía ofrecía voluntariamente a la fortuna la parte que prefiriese de su cuerpo, siempre que le dejase vivir glorioso con el resto? ¿Quién se hubiera atrevido a decir que un bárbaro, nacido en Pella, pueblo entonces sojuzgado y desconocido, debía tener un alma bastante grande para aspirar al imperio de la Grecia, ni siquiera para concebir este pensamiento? ¿Quién se habría atrevido a creer que vosotros, atenienses, vosotros, a quienes cada día se ofrecen en la tribuna y en el teatro recuerdos de las virtudes de vuestros padres, habíais de ser tan pusilánimes que corrieseis a entregar a Filipo la Grecia encadenada? No, semejante lenguaje no era posible. Sólo quedaba, pues, irremediablemente, que oponer vuestra justa resistencia a sus injustas empresas. Así lo hicisteis desde el principio por conveniencia y por honor, y declaro que a ello os induje con mis decretos y mis consejos mientras tomé parte en el gobierno.

 

14

¿Qué otra cosa debí hacer? Yo te lo pregunto de nuevo. Imposible era olvidar a Anfípolis, Pidna, Potidea, el Haloneso, Serrhium y Moriscos conquistadas, a Peparetos saqueada, y otros muchos atentados cometidos contra la República; pero quiero suponer que los ignorase. Tú decías que al hablar de estos hechos, mis palabras habían atraído a Atenas la enemistad de Filipo, siendo así que todos los decretos de entonces fueron de Eúbulo, Aristofón y Diófito, y no míos; ¿escuchas, orador desvergonzado, lo que estoy diciendo? No me ocuparé de este particular. Pero yo quiero que se me diga: el que se apropiaba la Eubea y la convertía en un baluarte para inquietar al Ática; el que ponía sus manos en Megara, arrasaba a Pormos, tomaba a Oreos, instalaba como tiranos, en este último a Filístides y en Eretria a Clitarco; el que dominaba el Helesponto, asediaba a Bizancio y destruía las ciudades griegas y llevaba cautivos sus habitantes; el autor de estas agresiones, repito, ¿no violaba la justicia y los tratados? ¿No alteraba la paz establecida? ¿Y no era necesario que algún pueblo de la Grecia se levantase a detenerle? Si se niega esta necesidad, si la Grecia debía ser, como se ha dicho, una presa sin defensa, abandonada a la rapiña, aun existiendo todavía dignos atenienses, concedo que nos hemos agitado inútilmente, yo al daros mis consejos y vosotros al seguirlos, y pido que todas las faltas y todas las culpas recaigan sobre mí sólo. Pero si, muy por el contrario, era necesario oponer una barrera, ¿a qué otro pueblo sino al pueblo de Atenas correspondía presentarse el primero? Al conseguir esto dirigí entonces todos mis esfuerzos. Viendo que Filipo corrompía todos los hombres influyentes, me hice su adversario, y me ocupé siempre en descubrir sus designios, en aconsejar a los pueblos que no se sometiesen al yugo de un Macedonio.

 

15

En cuanto a la paz, Esquines, él fue quien la rompió apresando nuestras naves, y de ningún modo Atenas. Que se busquen los decretos y su carta y que se lean sucesivamente. El examen de estos documentos dará a conocer cuál es la culpa y quién es el culpable. – Lee.

 

(Lectura de un decreto, referente a veinte naves ateniense cargadas de trigo, que habían sido apresadas en el Helesponto por un capitán de Filipo: en dicho decreto se proponía el envío de embajadores a Macedonia para pedir cuentas de este atentado. Si había sido cometido por orden del Príncipe, los enviados escribirían al pueblo para que adoptase el partido que le pareciera más conveniente.)

 

Este decreto es de Eúbulo, y no mío. Después se presentaron sucesivamente los de Aristofón, Hegesipo, otro del mismo Aristofón, el de Filócrates, el de Ctesifonte y todos los demás, sin que ni uno solo hubiese sido propuesto por mí. – Lee.

 

(Lectura de un decreto que ordenaba, según acuerdo del pueblo, elegir tres diputados para que fuesen a reclamar a Filipo la devolución de los buques que había apresado.)

 

Por mi parte, cito estos decretos: a tu vez, Esquines, produce aquel de que me he valido para encender la guerra. ¡Es imposible! De otro modo, sería el primer documento que habríais presentado. Ni el mismo Filipo me imputa nada sobre la guerra, siendo así que dirige cargos contra otros. Que se lea su carta.

 

 (Lectura de una carta de Filipo en que decía al Senado y al pueblo de Atenas que los buques apresados no llevaban el trigo a Lemnos, como se había supuesto, sino que iban a socorrer a Selimbria, asediada entonces por las tropas macedonias, y que el jefe del convoy había recibido esta orden de algunos magistrados de Atenas y de otros particulares, que deseaban un motivo para renovar la guerra. Añadía que entregaba los buques suplicando el castigo de los culpables, y prometiendo por su parte la fiel observancia de los tratados.)

 

 

 

16

Aquí no hace mención de Demóstenes; ninguna queja dirige contra él. ¿Por qué, pues, cuando Filipo acusa a otros se calla sobre mis acciones? Porque designarme habría sido recordar sus injusticias, por mí descubiertas y por mí combatidas. Se dirige al Peloponeso, y al instante propongo una diputación para enviarla al Peloponeso; toca a la Eubea y propongo otra para la Eubea; establece dos tiranos en Oreos y Eretria, y pido para estas ciudades, no una embajada, sino un ejército que las socorra; y últimamente, hago marchar todas aquellas escuadras que marcharon sobre el Quersoneso, Bizancio y los demás aliados. De aquí las magníficas recompensas, los elogios, las coronas, los multiplicados honores, las solemnes acciones de gracias que os dispensó su reconocimiento. Entre las ciudades atacadas, las que dieron oído a vuestros consejos se salvaron, y las negligentes recordaron con frecuencia vuestras predicciones, viendo en vosotros, no sólo amigos sinceros sino también profundos políticos o verdaderos oráculos, puesto que todo sucedió como habíais pronosticado.

¿Qué no habría dado Filístides por poseer a Oreos, Clitarco por poseer a Eretria, y el mismo Filipo por poseer otras dos ciudades contra vosotros, por encubrir sus pérfidas maniobras y ocultarlas las huellas que podían revelarlas a todas las miradas? Nadie ignora esto, y tú Esquines, en cuya casa se alojaban los enviados de Clitarco y de Filístides; tú, que eras el agente de ambos, lo ignoras mucho menos que los demás. ¡Unos hombres que Atenas había perseguido como enemigos, unos portadores de inicuos y perniciosos consejos, gozaban sin embargo de tu amistad! ¡Tú, pues, no has hecho otra cosa que proferir mentiras, vil difamador! ¡Y dices que mientras que me pagaron permanecí mudo, y que así que gasté el dinero comencé a gritar! ¡Tú te conduces de otra manera, gritas cuando tienes las manos llenas, y gritarás siempre si nuestros jueces no te ahogan bajo el peso de tu infamia!

 

17

Atenienses, vosotros me coronasteis entonces por mis servicios; Aristónico redactó el decreto en los mismos términos que ofrece hoy el de ctesifonte, y la corona fue proclamada en el teatro, como ahora se propone por segunda vez. Esquines, que se hallaba presente, no protestó ni acusó al autor del decreto. – Tómalo, procede a su lectura.

 

(Lectura de un decreto en el cual Aristónico propone al Consejo y al pueblo de Atenas, que se conceda a Demóstenes una corona de oro, en recompensa de sus servicios, y que el acto de la coronación se verifique en el teatro, en la época de las fiestas Dionisíacas y en el día de las tragedias nuevas.)

 

¡Y bien! ¿Quién de vosotros ha visto que ese decreto haya ocasionado a Atenas la vergüenza, los sarcasmos, la irrisión que ese hombre predice a la ciudad si accedéis a coronarme? Cuando las acciones son recientes y generalmente conocidas, se recompensa el bien y se castiga el mal. Pero ya veis que merecí entonces el reconocimiento público, lejos de ser vituperado o castigado. Así es que hasta este tiempo por lo menos, mi administración fue constantemente declarada por todos como saludable a la patria. Atestiguo esto con mis discursos y mis decretos, que prevalecieron siempre en vuestras deliberaciones; con la ejecución de estos mismos decretos; con las coronas que proporcionaron a la República, a todos vosotros y a mí mismo, y con los sacrificios y las pompas religiosas verificadas para celebrar aquellos favorables acontecimientos.

Rechazado Filipo de la Eubea por vuestras armas, y dicho sea para tormento de ciertos envidiosos, por mi política y mis decretos, meditó contra Atenas un nuevo plan de ataque. Como veía que consumíamos más trigo extranjero que cualquiera otro pueblo, concibe el pensamiento de hacerse dueño de las vías de comunicación; pasa enseguida a la Tracia y pide a los Bizantinos, sus aliados, que se le unan para hacernos la guerra. Rehúsan diciendo, fundadamente, que no había tal condición en su alianza. Entonces rodea la ciudad de trincheras, dirige a ella sus máquinas y la asedia. Lo que debimos hacer en estas circunstancias, no lo preguntaré, porque todos lo vemos claramente. ¿Pero quién socorrió y salvó a los bizantinos? ¿Quién libró el Helesponto de la dominación extranjera? ¡Vosotros, ciudadanos de Atenas!, y cuando digo vosotros, quiero decir la República. Pero en nombre de la República, ¿quién hablaba, decretaba y ejecutaba? ¿Quién se había consagrado por entero a su servicio? Yo. ¿Y qué resultados obtuvimos todos? No corresponde a la palabra el decírnoslo, sino a los hechos y a la experiencia. La guerra de entonces, además de ser gloriosa, hizo afluir aquí toda clase de víveres, hasta el punto de que bajasen los precios más que en la paz actual, tan fielmente guardada por esos buenos ciudadanos que inmolan la patria a sus culpables esperanzas. ¡Ojalá las vean defraudadas! ¡Ojalá quieran los dioses excluirlos de todos los bienes que vosotros, los amigos del Estado, pedís al cielo, y preservaros de toda participación en sus culpables maquinaciones! – Léeles el decreto por el cual Bizancio y Perinto concedieron coronas a la República, en recompensa de la ayuda que les había prestado.

 

(Lectura de un decreto de los bizantinos y perintianos, en el cual, después de haber establecido estos pueblos que debían la conservación del gobierno de sus padres, la de sus leyes y sus sepulcros a los socorros de Atenas, concedían a los atenienses:

Los derechos de matrimonio, de ciudadanía, de adquirir tierras y casas; la asistencia a los juegos públicos; la entrada en el escenario y en la Asamblea inmediatamente después de los sacrificios, y a los que quisieran habitar en cualquiera de ambas ciudades, la exención del pago de todo impuesto.

Se erigirán en el Bósforo, añadía el decreto, tres estatuas de dieciséis codos, representando el pueblo de Atenas coronado por Bizancio y por Perinto.)

 

Pasa al decreto por el cual el Quersoneso nos concede también coronas.

 

(Lectura de un decreto de los pueblos del Quersoneso, en el cual ofrecían al de Atenas una corona de oro de sesenta talentos,  ordenando la construcción de dos altares, el uno consagrado a la gratitud y el otro al pueblo ateniense. Declaraban que por él habían sido salvados de la espada de Filipo, y que habían recobrado la patria, las leyes,  los templos y la libertad.)      

 

18

Así, pues, el Quersoneso y Bizancio salvados, el Helesponto preservado del yugo de Filipo y nuestra ciudad coronada por haber conseguido todo esto, han sido los frutos de mi sistema político. Pero he hecho más aún; he mostrado a todos los pueblos la generosidad de Atenas, y la perfidia del Macedonio. Sí, a la faz del mundo, el amigo aliado de los bizantinos puso sitio a la ciudad de estos: ¿qué puede haber más infame y abominable? Y vosotros, a pesar de los motivos de queja que teníais contra aquel pueblo, no contentos con olvidar vuestros resentimientos, ¡habéis corrido hacia ellos y los habéis salvado, ganando así el aprecio y la admiración de la Grecia! A más de un gobernante ha coronado la República antes de coronarme a mí, nadie lo ignora; pero ¿dónde está, excepto yo, el ateniense que, siendo orador o consejero del pueblo, haya hecho coronar a la República? ¿Quién se atreverá a nombrarlo?

Para probar que las invectivas lanzadas por Esquines contra los Eubeos y Bizantinos, cuando afectaba recordar lo que había podido desagradarnos en la conducta de dichos pueblos, hablaba con palabras de sicofanta, no solamente por calumniosas (que esto presumo que lo sabéis), sino porque, aunque fuesen ciertas, deben tratarse los asuntos como yo lo hago, voy a citaros dos nobles acciones de nuestra República. Seré breve, pero no olvidéis que los Estados, lo mismo que los particulares, deben arreglar su conducta siguiendo los ejemplos más honrosos.

Lacedemonia, ¡atenienses!, dominaba por tierra y por mar; cercaba el Ática, la estrechaba por todas partes; sus guarniciones ocupaban la Eubea, Tanagre, la Beocia entera, Megara, Egina, Cleones y las islas inmediatas; Atenas no tenía buques ni fortalezas, y sin embargo, os pusisteis en marcha para Haliarte, y pocos días después para Corinto. Pudiendo recordar las numerosas ofensas de los corintios y tebanos en la guerra decélica, estuvisteis lejos de hacerlo. En estas dos expediciones, Esquines, ya ves que Atenas no obraba por reconocimiento, ni se acobardaba por los riesgos que corría. Nunca nuestra ciudad rechazó a los pueblos que se arrojaban a sus brazos, y siempre desafió los peligros por el honor y por la gloria. Conducta tan sabia como heroica, puesto que la muerte es para todos un término inevitable. El hombre de corazón debe siempre intentar grandes empresas; debe armarse de esperanza y sufrir con fortaleza lo que la divinidad quiera enviarle. Así lo han hecho vuestros padres y los más ancianos entre vosotros. Esparta no era vuestra amiga ni vuestra bienhechora, y aun frecuentemente Atenas había recibido de ella graves injurias; pero, sin embargo, cuando los vencedores de Leuctra se empeñaron en destruirla, vosotros os opusisteis sin temer el poder y la gloria de los tebanos, y sin contar los cargos que podríais dirigir a aquellos por quienes ibais a exponer vuestra vida. De este modo enseñasteis a todos los pueblos de la Grecia que, cuando alguno de ellos os ofende, sabéis contener vuestra cólera, y que ante un peligro que amenace su existencia o su libertad, olvidáis todos vuestros resentimientos. 

 

19

Pero no fue entonces solamente cuando os condujisteis así. Otra vez los tebanos se apoderaron de la Eubea, y lejos de consentirlo y de recordar la indigna conducta de Temisón y Teodoro, con motivo de Oropos, socorristeis a los eubeos. Entonces fue la primera vez que la ciudad tuvo armadores voluntarios, entre los cuales me conté; pero aún no ha llegado el momento de ocuparme de este asunto. Os mostrasteis grandes salvando esta isla; más grandes aún, cuando dueños de los habitantes y las ciudades, lo devolvisteis todo fielmente a los que os habían hecho traición, olvidando así las injurias de quien se abandona a vuestra generosidad y vuestra justicia. Paso en silencio otros muchos hechos que podría citar, tales como batallas navales, marchas, expediciones emprendidas por vuestros abuelos, tanto en beneficio de vuestros mismos intereses, cuanto por la salud y la libertad de la Grecia.

¡Y bien! Yo que en estas grandes y numerosas ocasiones había contemplado nuestra ciudad, siempre pronta a combatir en defensa de otros pueblos; yo que veía su propia existencia ser casi el objeto de sus deliberaciones, ¿qué debía proponer? ¿Qué debía aconsejar? ¿Un vil rencor, ¡oh cielos!, contra los pueblos que la llamaban en su socorro? ¿Pretextos fútiles para perder la causa común? ¡Oh! ¿Quién no habría debido exterminarme si hubiese intentado manchar con una sola palabra la gloria de Atenas? Sé, además, perfectamente que nunca habríais obrado en mengua de vuestra honra. Si lo hubieseis querido, ¿quién os detenía? ¿No erais libres? ¿No estaban a vuestro lado para aconsejaros esos miserables?

 

20

Pero vuelvo a reanudar la exposición de mi conducta política: aquí, aún, ciudadanos de Atenas, considerad lo que era más útil al Estado. Viendo a vuestra marina perecer, a los ricos eximirse de las cargas o contribuir con poco a ellas, a los pobres y a los mediana fortuna arruinarse, y a la República perder las ocasiones favorables, propuse una ley que obligaba a los ricos al cumplimiento de sus deberes, que sacaba a los pobres de la opresión, y que proporcionaba a la patria la ventaja de hacer a tiempo los preparativos de la guerra. Acusado de infractor de las leyes, comparecí ante vosotros, y fui absuelto, sin que el acusador obtuviese la quinta parte de los sufragios. ¿Qué suma creéis que me ofrecían los armadores de primera, segunda y tercera clase, para que accediese a no proponer la ley, o a dejarla al menos desaparecer en los aplazamientos de la acusación? No me atreveré, oh atenienses, a decíroslo. Ellos tenían sus razones para obrar de este modo. Según la ley anterior, podían asociarse hasta dieciséis para cubrir su cuota, lo que daba por resultado que ellos pagaban poco y los pobres más que lo que podían; mientras que mi ley obliga a cada uno a contribuir según sus facultades, habiendo sucedido que algunos a quienes antes sólo correspondía una decimasexta parte en el armamento de un solo buque,  se vio obligado a equipar dos a sus expensas. De esta manera dejaron el nombre de trierarcas para tomar el de contribuyentes. Para destruir esta medida; para sustraerse al cumplimiento de una justa obligación, ningún sacrificio habrían dejado de hacer. – Lee primero el decreto que atestigua que he comparecido en juicio, y en seguida las imposiciones según la antigua ley y según la mía. – Lee.

 

(Lectura de un decreto que decía: Demóstenes de Pæania, hijo de Demóstenes, ha propuesto una ley naval para que sustituya a la antigua que establecía las asociaciones de trierarcas. El Senado y el pueblo la han aceptado. Patoclo de Flies ha perseguido a Demóstenes como infractor de las leyes, y no habiendo obtenido la quinta parte de los sufragios ha pagado una multa de quinientas dracmas.)

 

Lee también la orden que antes servía como regla para imposiciones.

 

(Lectura de la siguiente disposición: para cada trirreme se designarán dieciséis trierarcas asociados, elegidos entre los que leguen a veinticinco años y no pasen de cuarenta, contribuyendo a los gastos por partes iguales.)

 

Presenta ahora la forma de imposición que mi ley ha establecido.

 

(Los armadores de un trirreme serán elegidos, según los bienes y el censo, a partir desde los que tengan diez talentos. Si los bienes pasan de esa suma, la cuota imponible ascenderá proporcionalmente hasta tres naves y una chalupa. La misma proporción se observará para los ciudadanos que tengan menos de diez talentos: para contribuir se asociarán hasta representar un capital que ascienda a dicha suma.)

 

21

Pues bien, ¿os parece que he favorecido poco a los pobres, o que los ricos no harían comprado muy cara la dispensa de cumplir esta obligación legítima? No es solamente de haber rechazado una transacción culpable y de haber vencido a mi acusador de lo que me alegro, sino de haber establecido una ley, cuya utilidad se ha demostrado por la experiencia. Porque durante la guerra, en que los armamentos se hicieron con arreglo a mi ley, ningún trierarca se ha quejado ante vosotros de pagar una cuota excesiva; ninguno se ha tenido que refugiar en Munichia[5], ninguno ha sido preso por los intendentes de la marina; la República no ha perdido ni uno solo de sus trirremes, ni han quedado detenidos en los puertos; y cesaron, en fin, todos los obstáculos que nacían de la antigua ley. La causa estaba en que los pobres que carecían de recursos para satisfacer su cuota, lo cual hizo imposible más de una expedición. Hice que los gastos de los armamentos recayesen sobre los ricos, y el orden quedó restablecido. Merecí, pues, elogios, precisamente por haber adoptado siempre una política que proporcionó al Estado gloria, honores y poder; una política que no respiraba envidia, odio ni deslealtades, ni nada, en fin, que fuese indigno de Atenas. En los asuntos de la Grecia me encontraréis animado del mismo espíritu que en los de la República. Aquí los derechos del pueblo han tenido a mis ojos más precio que el favor de los ricos, fuera de Atenas, he preferido al oro y a la amistad de Filipo los intereses de todos los helenos.

Me queda que hablar, ahora, de la proclamación de las cuentas, puesto que los buenos servicios que he prestado por la patria y mi amor hacia vosotros, me parecen suficientemente acreditados por lo que precede. Hago omisión de mis actos más importantes, persuadido de que ya es tiempo de responder a las inculpaciones de ilegalidad que me han hecho, y de que si callo sobre el resto de mi vida pública, vuestra memoria suplirá mi silencio.

 

 

22

De toda esa confusa palabrería que Esquines ha amontonado sobre la infracción de las leyes, creo que no habréis entendido nada, y pongo por testigos a los dioses de que yo tampoco he podido entender una sola palabra. Siguiendo el camino más derecho, discutiré la cuestión desde el punto de vista de la equidad. El impostor ha afirmado cien veces que tengo cuentas que rendir. ¡Pues bien! Confieso que me considero responsable toda mi vida de los intereses y los negocios que han sido confiados a mi administración. Pero de lo que he dado espontáneamente de mi propia fortuna, sostengo que no estoy obligado a responder ante nadie, y que en el mismo caso se encuentran los demás y hasta cualquiera de los nueve arcontes. Cuando un ciudadano, por generosidad y patriotismo cede al Estado una parte de sus bienes, ¿dónde está la ley bastante inicua y bastante cruel que le prive de vuestro reconocimiento, que le entregue a los calumniadores y que someta su beneficio a las malignas censuras de la envidia? Semejante ley no se conoce entre nosotros. Si mi antagonista cree lo contrario, que la presente y me confesaré vencido. Pero no, atenienses, esa ley no existe. Fundándose también en que era tesorero del teatro cuando hice el donativo, el calumniador exclama: – ¡El Consejo le dispensó un elogio, teniendo, sin embargo, que rendir cuentas! – No, este honor, vil sicofanta, no se concedía por actos de que yo fuese responsable aún, sino por las liberalidades que había hecho. – Entonces, añade, eras todavía intendente de las fortificaciones. – Pues por eso mismo se elogió mi conducta; porque acabé de cubrir los gastos con un donativo sin ocasionar a Atenas nuevos sacrificios. Toda rendición de cuentas exige, sí, un informe y las necesarias comprobaciones; pero, ¿qué es lo que requieren las dádivas? Solamente el reconocimiento y las alabanzas, y tal fue el motivo del decreto de Ctesifonte.

        

23 

Estos principios se fundan en vuestras leyes y en vuestros usos, según es fácil probar con multitud de ejemplos. Nausiclas, siendo estratega, recibió muchas coronas por sus liberalidades. Después de él Diótimo, y más tarde Caridemo, fueron coronados por los donativos de escudos que hicieron. Neoptolemo obtuvo el mismo honor por haber completado a sus expensas dichos donativos. Sería, en efecto, muy triste, que el ejercicio de un cargo privase del derecho de ser generosos con la patria, o que, por todo reconocimiento, se sometiesen a una información los beneficios que se le dispensan. Para justificar los hechos que he citado, toma y lee los decretos que a ellos se refieren. – Lee.

 

(Lectura de un decreto cuyo texto es como sigue: El consejo y el pueblo conceden una corona al estratega Nausiclas, porque hallándose dos mil soldados atenienses en Imbros, con objeto de proteger a muchos de sus conciudadanos allí residentes, y no pudiendo Filón, que había sido elegido tesorero, transportar estas tropas a causa de las tempestades, ni pagarles sus sueldos, dicho Nausiclas las costeó a sus expensas, sin exigir después nada más al pueblo. La proclamación tendrá lugar en las fiestas dionisíacas, durante las tragedias nuevas.)

(Lectura de otro decreto concediendo coronas a Caridemo y Diótimo, por haber provisto al ejército de ochocientos escudos que le habían sido arrebatados por el enemigo, y ordenando que el acto de la coronación tuviese lugar en la época de las grandes Panateneas y las luchas gímnicas, y también en la de las fiestas Dionisíacas, durante las tragedias nuevas.)              

 

Ya ves, Esquines, que cada uno de estos ciudadanos, aunque responsable del cargo que ejercía, no lo era del beneficio que le valió una corona. En igual caso me encuentro, y tengo, por consiguiente, el mismo derecho. ¿Se trata de mis donativos? Se me pueden recompensar sin considerarme responsable. ¿Se trata de mi administración? Debo rendir cuentas de mi cargo, pero no de mis dádivas. ¿He malversado los intereses públicos? ¿Por qué, pues, no me acusaste cuando comparecí ante los inspectores? Para convenceros, atenienses, por su propia confesión, de que no estoy obligado a dar ninguna cuenta de los actos por los cuales se me quiere coronar, pido que se tome el decreto expedido a mi favor, y que se lea íntegro. En este acuerdo provisional, la parte a que no ha atacado, describirá sus imposturas sobre la parte a que ha dirigido sus tiros. – Lee.

 

(Lectura del siguiente decreto: Sabido que Demóstenes de Pana, hijo de Demóstenes, siendo encargado de la reparación de las murallas, ha gastado de su propio capital, para la ejecución de las obras, la suma de tres talentos que ha cedido al Tesoro público; y que siendo tesorero del teatro ha añadido, para los sacrificios, cien minas a la cantidad recaudada de todas las tribus,

El Senado y el Pueblo de Atenas decretan:

Que se dispense un elogio público a Demóstenes de Pana, hijo de Demóstenes, por su virtud, las buenas prendas de su carácter, y el celo con que siempre ha servido al Pueblo ateniense. También se le concede una corona de oro, debiendo verificarse la coronación por el agonoteta[6], en el teatro y en la época de las fiestas Dionisíacas, el día de las tragedias nuevas.)

 

Tales son mis donativos. Respecto de ellos no dices una palabra; pero atacas el honor con que, según declara el Consejo, deben ser recompensados. El recibir beneficios confiesas que es cosa legítima; ¡el reconocimiento, sin embargo, lo proscribes como ilegal! ¡Oh! El infame más consumado, el mayor enemigo del cielo, el mayor monstruo de envidia, ¿no es, ¡grandes dioses!, ese hombre?

Respecto de la coronación sobre el teatro, no recordaré que mil nombres fueron proclamados en aquel sitio multitud de veces, ni que yo mismo gocé en varias ocasiones de este honor. Pero dime, Esquines, ¡por los dioses! ¿Tan menguado es tu espíritu que no te permite comprender que la gloria del ciudadano que recibe una corona no varía, cualquiera que sea el lugar donde se proclame, y que el motivo de verificar este acto sobre la escena no es otro que el interés de los que la conceden? De este modo, todos los espectadores se ven excitados a merecer bien de la República, y aplauden menos al ciudadano coronado, que a sus compatriotas reconocidos. He aquí por qué Atenas ha conservado una ley cuya lectura se va a verificar.

 

(Lectura de la siguiente ley. Si un Pueblo concede una corona, el acto de la proclamación tendrá lugar en el pueblo mismo. Si la concede el Consejo o la República, dicho acto podrá verificarse en el teatro en la época de las Dionisíacas.)

 

24

¿Entiendes, Esquines, el lenguaje de la ley? Si el decreto emana de la República o del Consejo, que se proclame la corona en el teatro. ¿A qué, pues, miserable, tantas calumnias? ¿A qué tantas artificiosas mentiras? ¿Por qué no tomas eléboro?[7] Sin el menor delito que la motivase, no te has avergonzado de intentar esta acusación injusta y envidiosa, ni de alterar y truncar las leyes, que debías citar íntegras, a uno de los jueces que han jurado pronunciar un fallo conforme a sus prescripciones. Después de proceder de este modo, haces la pintura del verdadero demócrata, asemejándote al que habiéndose comprometido a ejecutar una estatua con arreglo a un contrato, presentase su obra sin haber cumplido las condiciones. Ignoras que el verdadero demócrata no se conoce en sus palabras, sino en sus actos y en su política. Vociferas como si estuvieras en un chirrion[8], lanzando mil injurias aplicables a ti y a tu casta, y no a Demóstenes.  

Pero en verdad, atenienses, hay una grande diferencia entre la acusación y la invectiva. La una presenta crímenes cuyo castigo se marca en las leyes; la otra pronuncia palabras ultrajantes con que los enemigos se ofenden, según el grado de furor que los anima. Pero yo veo a nuestros antepasados establecer los tribunales, no para que ante vosotros reunidos cambiásemos insultos hijos de nuestras querellas privadas, sino para convencer de su delito a cualquiera que haya faltado a la patria. Esquines sabía esto tan bien como yo, y sin embargo ha preferido la invectiva a la acusación. No sería justo que abandonase este recinto sin que le se haya hecho conocer lo que merece. Pero antes de esto quiero aún dirigirle una pregunta. Dime, Esquines, ¿te presentas aquí como enemigo de la República o como enemigo mío? Sin duda que con este último carácter. Y sin embargo, cuando en nombre de la ley podías, si yo era responsable, hacerme castigar, dejaste tranquilo a Demóstenes que rindiese sus cuentas, sin tomar parte en la acusación de que era objeto; y cuando todo proclama su inocencia, las leyes, el tiempo, el plazo expirado, los numerosos juicios verificados sobre esta materia, mi conducta reconocida irreprochable, y los servicios más o menos gloriosos para el Estado, según los decretos de la fatalidad, ¡entonces es cuando me atacas! Mira bien lo que haces; bajo la máscara de mi enemigo, veo en ti el enemigo de Atenas.

 

25

Después de haberos mostrado cuál es el dictamen que debéis formar conforme a la religión y a la justicia, debo, no obstante mi repugnancia a la invectiva, decir sobre Esquines algunas verdades indispensables, en cambio de tantos ultrajes y calumnias como han salido de su boca; debo descubrir su origen, y lo que actualmente es ese hombre de palabra atrevida y envenenada, que profiere frases amargas y punzantes, después de haber asegurado que ningún ciudadano digno debía pronunciarlas. Si yo tuviese por acusadores a Eaco, Radamante o Minos, y no a un charlatán, a un tuno de tribuna, a un miserable escribiente, creo que no habrían hablado en el tono que habéis oído, amontonando términos tan irritantes y exclamando como en una tragedia: «¡Oh tierra! ¡Oh sol! ¡Oh virtud! etc.»; y creo que tampoco habrían apostrofado a la inteligencia y a la ciencia, «para que nos permitiesen discernir el bien del mal»; pues tal es, ciudadanos, lo que habéis oído de sus labios. La virtud, infame, ¿qué tiene que ver contigo y con los tuyos? ¿Cómo podrías distinguir lo bueno de lo malo? ¿Dónde has adquirido la luz que para esto se necesita? ¿Y corresponde a ti el hablar de la ciencia? Aun los mismos que la poseen realmente no se atreven a vanagloriarse de ello, y hasta las alabanzas de otros les parecen inmerecidas. Un ser ignorante como tú, un torpe y ridículo jactancioso, indigna a su auditorio en vez de persuadirlo.

No siento ningún embarazo para hablar de ti y de los tuyos; pero lo siento y muy grande para comenzar. ¿Citaré primero a Tromes, tu padre, esclavo de Elpias y maestro de escuela después junto al templo de Tesco, con sus fuertes trabas y su argolla? ¿Citaré a tu madre, cambiando de marido dada día, y educándote entre vicios y liviandades para cómico de la legua? Todo el mundo sabe esto sin que yo lo diga. ¿Recordaré que un músico de galera, Formion, el esclavo de Dion de Frearres, la sacó de tan honesta vida? ¡Por Júpiter! ¡Por todos los inmortales! Temo que estos detalles, dignos de tu persona, puedan manchar mis labios. Los abandono, pues, para comenzar tu historia.

 

26

Esquines no era un hombre vulgar; salió de la clase de esos miserables que están señalados por la execración pública. Hasta muy tarde, casi hasta ayer mismo, no ha sido ateniense ni orador. Añadió dos sílabas al nombre de su padre, y de Tromes lo convirtió en Atrómetos[9]. Cambió magníficamente el de su madre, llamándola Glaucotea. Todos saben que se la conocía por el Duende, evidentemente a causa de su lubricidad activa e incansable; esto nadie puede negarlo. Pero tales son tu ingratitud y tu perversidad naturales, que habiéndote hecho los atenienses rico y libre, de pobre y esclavo que eras, muy lejos de mostrarte agradecido, te vendes para perderlos.

Callaré las circunstancias en las cuales es dudoso si hablo en beneficio de Atenas; pero recordaré aquellas en que claramente está convencido de haber trabajado a favor de nuestros enemigos. ¿Quién de vosotros no conoce al desterrado Antifon? Él fue quien prometió a Filipo incendiar vuestros arsenales marítimos, con cuyo objeto se introdujo en Atenas. Yo lo descubrí escondido en el Pireo, y le hice comparecer ante vosotros. Esquines, animado por su odio y por su envidia, gritó y vociferó que yo cometía violencias en medio de un pueblo soberano; que ultrajaba a los ciudadanos infelices; ¡que sin decreto violaba el asilo doméstico! Tanto hizo, que se le puso en libertad; y si el Areópago, enterado del suceso y del error a que fuisteis inducidos no hubiese hecho comparecer de nuevo ante vosotros a aquel hombre, un gran criminal se os hubiese escapado, eludiendo su castigo, gracias a los esfuerzos de ese declamador. Pero sufrió el tormento y le hicisteis perecer; otro tanto merecía su cómplice.

 

27

Testigo de la conducta de Esquines, y viendo que con esa imprevisión que frecuentemente sacrifica los intereses públicos, le habíais elegido para defender vuestros derechos sobre el templo de Délos, el Areópago, a quien consultasteis sobre el acierto de la elección, rechazó sin vacilar a Esquines, no fiándose de su lealtad, y confió esta misión a Hipérides. Ante los altares se depositaron los sufragios, y ni uno solo obtuvo ese infame. – Que se pregunte a los testigos.

 

(Declaración de varios testigos, en nombre del Areópago, confirmando que este tribunal había considerado a Hipérides más digno que Esquines para sostener los derechos del pueblo ante los anfictiones.)

 

Así, pues, al rechazar a este hombre y reemplazarlo por otro, el Consejo supremo lo declaró traidor y enemigo vuestro. He aquí uno de los timbres de esta política atrevida. ¿Se parece en algo a los actos de que me acusa? Vosotros mismos podréis deducirlo del siguiente ejemplo. Cuando Filipo envió a Pitón, el bizantino y a los representantes de todos sus aliados, para difamar a Atenas y mostrarla culpable, yo no cedí el campo a Python, que hacía rodar contra nosotros las olas de una elocuencia impetuosa; me mantuve firme, me levanté, le combatí y sostuve los derechos de la República, presentando las injusticias de Filipo con una claridad tan viva, que sus mismos aliados se levantaron y asintieron a lo que decía. Entre tanto ese desventurado se convertía en auxiliar del enemigo, hablando contra su patria y contra la verdad. Esto era poco todavía: algún tiempo después se le sorprendió entrando en casa de Trason, con el espía Anaxinos. Pero es evidente que conferenciar cara a cara con un emisario de los enemigos, equivale a ser un espía, un enemigo de la patria. – Como prueba de que he dicho la verdad, que se llame a los testigos.

 

(Lectura de una declaración que atestiguaba la verdad de lo expuesto por el orador.)

 

Otros mil hechos podría citar, que suprimo sin embargo. ¿A qué conduciría el referirlos? Aunque me sea fácil demostrar por medio de una multitud de ejemplos nuevos, que Esquines sirvió entonces al enemigo y se ocupó en perseguirme, yo sé que para todo esto es perezosa vuestra memoria y muy indulgente vuestro enojo. Por efecto de una funesta costumbre, permitís, al primero que llega, suplantar y denigrar a vuestros defensores; la invectiva tiene además tantos encantos para vosotros, que le sacrificáis los intereses de la patria. Por esto sucede siempre, que a cualquiera le es más fácil y seguro vender sus servicios a vuestros enemigos que escoger un puesto entre vosotros.

Antes de que la guerra se declarase, el conspirar a favor de Filipo era ¡oh tierra! ¡oh cielos! un atentado contra la patria. Pero olvidad esto si queréis. Cuando nuestras naves eran arrebatadas a viva fuerza y el Quersoneso devastado; cuando el Monarca marchaba contra el Ática, siendo desconocidos sus proyectos; cuando la guerra, en fin, estalló por todas partes, ¿qué hizo por vosotros ese envidioso, tragador de yambos[10]? Nada puede presentar en su abono. ¡No hay un solo decreto de utilidad pública, ni pequeño ni grande, que lleve el nombre de Esquines! Si esto no es verdad, que al instante los presente; le cedo la palabra…, pero no, él no puede aceptar este reto. Sin embargo, le obligo a que elija uno de estos dos extremos: o no encontrando entonces nada que combatir en lo que yo hacía, no pudo proponer otra cosa mejor, o por favorecer a vuestro enemigo se abstuvo de presentar otros consejos que le parecían más saludables. Pero cuando se trataba de perjudicaros, ¿sucedió también que le faltasen palabras y decretos? ¡Entonces acaparaba la tribuna!

 

28

La República podía, quizá, soportar estas sordas maquinaciones; pero, ¡atenienses!, ha cometido un crimen escandaloso que ha colmado la medida. Consiste en haber invertido gran copia de palabras, disertando sobre los decretos de los anfisios para torturar la verdad. ¡Esfuerzos impotentes! No, jamás te verás limpio de esta mancha; tu facundia no podrá conseguirlo. Invoco ante vosotros, ciudadanos de Atenas, a todos los dioses tutelares del Ática, y especialmente a Apolo Pitio, padre de esta ciudad, y les ruego que si os digo la verdad, si la he dicho al Pueblo desde que vi a ese miserable intervenir en vuestros asuntos, se dignen concederme la salud y la dicha; y que si por odio o animosidad personales sostengo una acusación falsa, me priven de toda clase de beneficios. ¿Qué causa pone en mis labios estas imprecaciones y esta vehemencia? Nacen de que, no obstante mis pruebas convincentes sacadas de nuestros archivos, y a pesar de vuestros propios recuerdos, temo que juzguéis a este hombre incapaz de tan grandes atentados. ¡Oh! ¿No fue esto lo que sucedió cuando, valiéndose de imposturas y mentiras ocasionó la destrucción de la desgraciada Fócida?

Sí; de la guerra de Anfisa que abrió a Filipo las puertas de Elatea, que le puso a la cabeza de los anfictiones, que precipitó la caída total de la Grecia, ¡he ahí el autor! En vano me apresuré a protestar y a gritar en la Asamblea: ¡La guerra, Esquines, es lo que traes al Ática; la guerra de los anfictiones! Los unos, apostados para sostenerle, no me dejaban hablar; los otros, sorprendidos, se imaginaban que por odio personal le atribuía un crimen ilusorio. Pero ¿cuáles fueron el carácter, objeto y desenlace de esta intriga? Escuchadlo hoy, ya que entonces no se permitió que los conocieseis. Veréis un plan bien concertado; encontraréis grandes luces para vuestra historia; conoceréis, en fin, a Filipo y la naturaleza de su genio.

 

29

No podía librarse de la guerra que sostenía contra vosotros, sino convirtiendo a los tebanos y a los tesalios en enemigos de Atenas. Aunque nuestros generales le combatiesen sin talento y sin fruto, la guerra y los piratas le hacían sufrir multitud de males. Nada entraba ni salía de Macedonia, ni aun las cosas más necesarias. Por mar no era entonces más poderoso que vosotros, y no podía penetrar en el Ática sin que le siguiesen los tesalios, y sin que los tebanos le franqueasen el paso de las Termópilas. Aunque vencedor de los jefes que le oponíais, cuya conducta no juzgo ahora, la situación y los recursos de dos repúblicas[11] le ponían en cuidado. ¿Aconsejaría a los tesalios y a los tebanos que marchasen contra vosotros para vengar el odio que él os profesaba? Nadie le hubiese escuchado. Valiéndose del pretexto de la causa común, ¿preferirá el medio de hacerse elegir general? De este modo podría más fácilmente engañar a unos y persuadir a otros. ¡He aquí lo que hizo, y admirad su destreza! Se propone suscitar una guerra a los anfictiones y turbar sus deliberaciones, presumiendo que no tardarían en recurrir a él. ¿Debería ser ocasionada esta guerra por un hieromnemo[12] de Filipo o sus aliados? No; Tebas y la Tesalia podrían penetrar sus designios y prepararse para no secundarlos. Pero si un ateniense, si un diputado de sus enemigos se encargaba del asunto, Filipo ocultaría fácilmente sus manejos, y esto fue lo que sucedió. Mas, ¿cómo llegó a conseguirlo? Comprando a ese hombre. Aprovechándose de que nadie tenía los ojos abiertos (hace mucho tiempo que en Atenas no se vela) Esquines fue propuesto para pilágora[13]; tres o cuatro de sus allegados levantan la mano, y en seguida queda hecha y proclamada la elección. Investido de la autoridad de Atenas, corre hacia los anfictiones, y sin que yo os moleste con más detalles, consuma el crimen que había contratado. Por medio de brillantes declamaciones y de fábulas que inventa sobre el origen de la consagración de la llanura de Cirrha, persuade a los hieromnemos, oyentes novicios y escasos de previsión, de que deben decretar el examen de la propiedad de dicho paraje. Anfisa lo cultivaba como pertenencia territorial, y el acusador poseía una parte del suelo sagrado. Los locrios no nos habían impuesto ni una multa, ni imaginaban ninguna de las persecuciones con que este malvado quiere ahora disculpar su perfidia: vais a comprender esto. Sin citarnos en justicia, el referido pueblo no podía hacer condenar a la República. ¿Quién, pues, nos citó? ¿Bajo qué arconte? ¡Que lo diga quien lo sepa! ¡Pero es imposible! Tú empleaste un pretexto falso; ¡tú mentiste!

 

30

Por instigación de este trapacero, los anfictiones se dirigen a aquella comarca; en seguida caen sobre ellos los locrios, los rechazan a casi todos con sus dardos, y aun llegan a apoderarse de algunos hieromnemos. De aquí el gran tumulto, las quejas contra Anfisa, y por último la guerra. Cotifos se pone primero a la cabeza del ejército anfictiónico; pero parte de sus soldados no llegan, y los que llegan no hacen nada. En las sesiones siguientes se confía el mando a Filipo, por la iniciativa de auxiliares suyos envejecidos en el crimen, los cuales todos eran tesalios o gentes de otras Repúblicas. Para conseguir esto se valieron de motivos especiosos. Era necesario, según decían, contribuir en común, costear tropas extranjeras y castigar a los contumaces, o elegir a Filipo. En breve estas intrigas le proporcionaron el cargo de general. Inmediatamente reúne sus fuerzas, hace una marcha simulada sobre Cirrha, deja a un lado a los locrios y cirrheos y se apodera de Elatea. Si entonces los tebanos desengañados no se hubiesen unido a nosotros, la guerra se hubiese precipitado como un torrente sobre Atenas. La detuvieron a tiempos, gracias, ¡oh atenienses! a la bondad de algún dios, y en cuanto es posible a un solo hombre, gracias también a mí. Que se presenten los decretos y las fechas de los acontecimientos, y veréis qué agitaciones ha ocasionado impunemente esa cabeza culpable. – Lee los decretos.

 

(Lectura de un decreto que decía así: Bajo el pontificado de Clinágoras en la legislatura de la primavera, los pilágoras, los asesores y el cuerpo anfictiónico decretan:

Visto que los Anfisios siembran y hacen pastar sus rebaños en el terreno sagrado, los pilágoras y los asesores pasarán a él, rectificarán las lindes y prohibirán a los Anfisios volver a cometer la profanación.

Lectura de otro decreto de la misma legislatura cuyo texto decía: Que visto que los Anfisios se habían distribuido el terreno sagrado y rechazado con violencia al Consejo general de los helenos, y aun herido a muchos de sus miembros, Cotifos de la Arcadia, estratega de los anfictiones, pasará a pedir a Filipo de Macedonia que tome a su cargo el vengar a Apolo y al Consejo del sacrílego atentado de los Anfisios, y a participarle que los representantes de los helenos le nombran general y le confieren un poder absoluto.)

 

Lee también la fecha de estos decretos: veréis cómo corresponde con la época en que ese hombre fue pilágora. – Lee. – (Arconte Menesistides, el dieciséis del mes Antesterión.)

Damos a conocer la carta que dirigió Filipo a sus aliados del Peloponeso, cuando Tebas rehusó obedecerle. En ella se verá claramente cómo ocultaba el designio de  atacar a los tebanos, a vosotros y a toda la Grecia, y cómo desempeñaba su papel de protector y de instrumento de los anfictiones. Pero todos estos pretextos, todos los medios que empleaba para lograr sus miras, ¿quién se los proporcionaba? Sólo Esquines. – Lee.

 

(Lectura de la siguiente carta de Filipo:

Filipo, rey de los macedonios, a sus aliados del Peloponeso, Demiurgos, Asesores, y a todos los demás confederados, salud.

Los locrios, llamados Ozoles, que habitan en Anfisia, profanan el templo de Delos, y con las armas en la mano, devastan el terreno sagrado. Por esta causa quiero, de acuerdo con vosotros, socorrer al dios y vengarle de los que violan lo que hay más santo entre los hombres. Empuñad las armas y juntaos conmigo en la Fócida, con víveres para cuatro días, al principio del mes llamado Loos en Macedonia, Boldromion en el Ática y Panemos en Corinto. Los que no acudan con todas sus fuerzas, serán condenados a pagar la multa. ¡Os deseo felicidad!)

 

Ved cómo encubre sus miras personales, aludiendo sólo a las de los anfictiones. Pero, ¿quién le secundó en estos manejos? ¿Quién le sugirió estas imposturas? ¿Cuál fue el principal autor de las calamidades que sobrevinieron? ¿No fue ese miserable? No vayáis más, ¡oh atenienses! diciendo por todas partes: Un solo hombre[14] ha causado los males de la Grecia. Un solo hombre no, sino una multitud de perversos derramados por todos los pueblos; yo lo atestiguo por los cielos y la tierra, y os aseguro que ese pertenece al número de ellos. Si debo decir la verdad sin miramiento de ningún género, desde luego proclamo a Esquines como el azote universal que destruyó a su paso hombres, ciudades y Repúblicas. Él suministró la simiente, y él es culpable de lo que produjo. Confieso que os admiro, de ver que no volvéis los ojos para evitar su presencia. ¡Sin duda son muy densas las sombras que os ocultan la verdad!

 

31

Al ocuparme de los atentados que este hombre ha cometido contra la patria, me veo precisado a decir lo que he hecho para evitarlos. Prestadme vuestra atención, pues muchas razones os obligan a ello. Sería, sobre todo, vergonzoso, ciudadanos de Atenas, que no pudieseis sufrir el relato de unos trabajos, cuyas fatigas he soportado por vosotros.

Vi que los tebanos, y casi vosotros mismos, seducidos por los agentes que Filipo pagaba en las dos repúblicas, y siempre dispuestos a un rompimiento por efecto de recíprocas rivalidades, perdíais de vista lo que para ambos Estados era más de temer y lo que reclamaba una extrema vigilancia; el acrecentamiento del poder del monarca. Trabajé sin descanso para evitaros una desavenencia con Tebas. Importaba mucho el reuniros, y de ello me había convencido por mis propias reflexiones, y por el recuerdo de Aristofón y Eúbulo, que en todo tiempo desearon esta alianza y que, si bien opuestos a mí en otras cosas, nunca lo estuvieron en este asunto. Cuando vivían, los adulabas y te arrastrabas a su lado como un reptil; pero, después de muertos, ¡tienes la impudencia de gritar contra ellos! Las inculpaciones que me diriges al hablar de los tebanos, recaen menos sobre mí que sobre estos dos magistrados que, antes que yo, habían creído conveniente la alianza. Pero volvamos al asunto. Esquines había encendido la guerra de Anfisa, y sus cómplices os habían irritado contra los tebanos. Entonces sucedió lo que tenían dispuesto para cuando se fomentase la discordia: Filipo vino a precipitarse sobre nosotros; y si Atenas no se hubiese despertado un poco antes que Tebas, habría sido imposible la coalición: ¡tan adelantados tenían sus preparativos y proyectos! ¿Cuáles eran las disposiciones mutuas de ambos pueblos? Vais a verlo por vuestros decretos y por las respuestas de Filipo. – Toma los documentos que he indicado y lee.

 

(Lectura de un decreto cuyo texto decía: Visto que Filipo se ha apoderado de muchas ciudades vecinas, que saquea a otras, y que, en una palabra, faltando a los tratados se dispone a invadir el Ática y a cometer un perjurio rompiendo la paz, el Consejo y el Pueblo decretan:

Se enviarán al Rey de Macedonia un heraldo y dos embajadores para que conferencien con él y le induzcan a mantener la unión y respetar los tratados: si no accede, pedirán que conceda a la República el tiempo necesario para deliberar y una tregua hasta el mes de Targelión[15].

Lectura de otro decreto que contenía este texto: Visto que Filipo pretende enemistarnos con los tebanos, y que se prepara a marchar con todas sus tropas sobre los puntos más próximos al Ática, violando la fe de los tratados, el Consejo y el Pueblo decretan:

Se enviarán a Filipo un heraldo y dos embajadores, que le pedirán encarecidamente que suspenda las hostilidades para que el Pueblo tenga tiempo de deliberar, pues hasta el presente no ha creído conveniente oponer la menor resistencia.)

Lee también las respuestas.

 

(Lectura de la siguiente carta de Filipo:

Filipo, Rey de los macedonios, al Consejo y al pueblo de Atenas, ¡salud!

No ignoro las disposiciones que siempre os han animado respecto de mí, ni vuestros esfuerzos para atraeros a los tesalios, a los tebanos y aun a los beocios. Más prudentes que vosotros y más conocedores de sus intereses, no han querido someter su voluntad a la vuestra. Así, pues, por un cambio repentino me enviáis heraldos y embajadores para recordarme lost tratados y pedir una suspensión de armas, a mí que absolutamente no os he atacado. Sin embargo, después de haber oído a vuestros diputados, accedo a vuestras súplicas y estoy pronto a concederos una tregua, a condición de que desterraréis a vuestros malos consejeros,  y que los trataréis como merecen. ¡Salud!

Lectura de otra carta de Filipo, dirigida a los tebanos:

Filipo, Rey de los macedonios, al Senado y al pueblo de Tebas: ¡Salud!

He recibido la carta, en la cual renováis entre nosotros la unión y la paz. Sé, sin embargo, que los atenienses agotan todas las demostraciones de amistad para que respondáis a su llamamiento. Os he vituperado creyendo que ibais a abrazar su partido; pero convencido hoy de que preferís mantener la paz con nosotros, a ser instrumentos de los designios ajenos, os expreso mi satisfacción por esta conducta, y os alabo por muchas cosas; pero especialmente por haber elegido lo más seguro y conservarme vuestra estimación. Espero que, si perseveráis, habéis de alcanzar grandes ventajas. ¡Salud!)

 

32

Después de haber sembrado así la discordia entre las dos Repúblicas, engreído por nuestros decretos y por sus respuestas, Filipo hizo avanzar sus tropas y se apoderó de Elatea, persuadido de que, en adelante, cualquiera que fuese el giro de los sucesos, era imposible que se verificase una liga en Atenas y en Tebas. La turbación que se apoderó entonces de nuestra ciudad, todos la conocéis; pero escuchad, sin embargo, algunas palabras indispensables.

Una tarde llegó un hombre anunciando a los pritaneos que Elatea había sido tomada. Se hallaban comiendo, y al instante se levantan de la mesa; los unos echan a los vendedores de sus tiendas y las entregan a las llamas; los otros dan aviso a los estrategas[16]; hacen resonar el toque de alarma, y toda la ciudad se agita en el mayor tumulto. Al día siguiente, al rayar la aurora, los pritaneos convocan al Consejo en el lugar acostumbrado; todos comparecéis allí, y antes que se haya discutido nada, ni se haya presentado ningún decreto, el Pueblo en masa llena el recinto. Entra el Consejo; los pritaneos dan de nuevo la noticia; introducen al mensajero para que se explique, y el heraldo grita: «¿Quién quiere hablar?» Nadie se presenta. Se repite el llamamiento, y tampoco responde nadie. ¡Allí, sin embargo, se encontraban todos los estrategas y todos los oradores! ¡La voz de la patria reclamaba una palabra de salud! Porque el heraldo al pronunciar las palabras dictadas por la ley, no es otra cosa que la voz de la patria. ¿Qué era necesario para presentarse? ¿Desear la salvación de Atenas? Vosotros y los demás ciudadanos habríais corrido a la tribuna, porque todos deseabais ver la ciudad asegurada de aquel peligro. ¿Se necesitaba contarse entre los más ricos? Los trescientos habrían hablado[17]. ¿Reunir celo y riquezas? Se habrían levantado los que después han hecho a la República donativos considerables, resultado de su patriotismo y de su opulencia. ¡Oh! Aquel día y aquella crisis reclamaban un ciudadano, no solamente rico y patriota, sino que hubiese seguido los asuntos públicos desde su principio y reflexionado con acierto sobre la política y los designios de Filipo. El que no se encontrase en este caso, por mucho celo y riquezas que tuviese, no podía indicar el partido más conveniente, ni debía adelantarse a presentar su consejo.

¡Pues bien! El hombre de aquella ocasión fui yo: yo subí a la tribuna. Lo que os dije entonces, escuchadlo atentamente por dos razones. La primera, para que veáis que fui el único, entre todos los oradores y gobernantes, que no abandoné, mientras duró la tempestad, el puesto que me había señalado el patriotismo, sino que, antes por el contrario, en medio de aquellas circunstancias terribles, el objeto reconocido de mis discursos y mis proposiciones fue salvaros del peligro. La segunda, porque las palabras que pronuncié en esos cortos instantes derramarán mucha luz sobre el resto de mi conducta pública.

 

33

He aquí lo que decía: «Los que creyendo a los tebanos amigos de Filipo se alarman tan vivamente, desconocen, según creo, el estado de las cosas. Tengo la seguridad de que, si existiera esa alianza, en vez de hallarse el Príncipe en Elatea, habría llegado la noticia de que estaba en nuestras fronteras. Estoy cierto de que sólo avanza por ver si puede conseguir el apoyo de Tebas. Voy a manifestaros el fundamento de esta opinión. Todos los tebanos que ha podido corromper o engañar están a sus órdenes; pero no puede destruir los obstáculos que le oponen sus antiguos adversarios, que le resisten todavía. ¿Qué es, pues, lo que quiere y porqué se ha apoderado de Elatea? Su objeto al llevar las armas tan cerca de Tebas, no es otro que inspirar a sus parciales confianza y osadía y asustar a sus enemigos para que el miedo a la violencia les arranque lo que ahora se niegan a concederle. Si hoy despertamos el recuerdo de algunas ofensas de los tebanos, si les manifestamos desconfianza como a enemigos, desde luego satisfaremos los deseos de Filipo; y en tal caso, temo la defección de sus adversarios, y temo también que, uniéndose al Príncipe, se precipiten ambos partidos sobre el Ática. Pero si queréis escucharme; si venís a reflexionar y no a disputar sobre mis palabras, confío en que parecerán oportunas y en que disiparé el peligro que nos amenaza. ¿Qué es, pues, lo que se necesita? Ante todo, dejad que ese temor que os agita lo sientan solamente los tebanos, que, mucho más expuestos que vosotros, tendrán que sufrir primero la tempestad. Enviad enseguida a Eleusis vuestra caballería y todos los ciudadanos que estén en edad de servir, y que toda la Grecia os vea con las armas en la mano. De este modo, los amigos que tenéis en Tebas, podrán, con igual libertad que sus contrarios, sostener la buena causa, porque verán que si los traidores que venden la patria a Filipo se apoyan en las tropas de Elatea, vosotros también os halláis dispuestos para socorrer oportunamente a los que quieran combatir por la independencia. Propongo además que se nombren diez diputados, investidos de autoridad bastante para convenir con los estrategas, el día de la partida y los detalles de la expedición. Pero una vez llegados a Tebas, ¿de qué modo vuestros representantes manejarán este asunto? Prestadme toda vuestra atención. No exijáis nada a los tebanos; lo contrario sería una mengua para vosotros. Lejos de esto, prometedles socorros si los piden, y no olvidéis que su peligro es inminente, y que vemos mejor que ellos el porvenir. Si aceptan nuestros ofrecimientos y nuestros consejos, habremos logrado el objeto que nos proponíamos, sin que la República haya abandonado su noble actitud. Si los rechazan, Tebas sólo podrá acusarse a sí misma de sus desgracias, y nosotros no tendremos que echarnos en cara ningún acto vergonzoso.»

 

34

Después de estas explicaciones y otras semejantes, bajé de la tribuna entre los aplausos de todos y sin que nadie me contradijese. A las palabras añadí un decreto, admitido el decreto formé parte de la embajada, y como embajador persuadí a los tebanos. Yo principié, continué y terminé la obra; yo expuse, por vosotros, mi cabeza, a todos los peligros que amenazaban a la República. – Presenta el decreto que se promulgó entonces. – ¿Quieres, Esquines, que diga cuáles fueron tu papel y el mío en esta memorable jornada? ¿Dirás todavía que fui un Batalos[18], epíteto con que me han designado tus sarcasmos? En cambio tú has sido siempre un héroe extraordinario; pero un héroe de teatro tal como Cresfonte, o Creón, o bien ese Ænomaüs que tan cruelmente estropeaste en Colitos[19]. En aquella crisis, el Batalos de Pæania mereció mejor de la patria que el Ænomaüs de Cotoce; porque tú no hiciste nada por ella, y yo hice todo cuanto puede aguardarse de un buen ciudadano. – Que se lea el decreto.

 

(Lectura del siguiente decreto:

Bajo el Arconte Nausiclas, el dieciséis del mes de Sciroforión, Demóstenes de Pæania, hijo de Demóstenes, dijo:

Visto que hasta ahora Filipo, Rey de los macedonios, ha despreciado los juramentos y los derechos consagrados en todos los pueblos helenos; que ha violado el tratado de paz concluido entre él y el pueblo ateniense; que ha usurpado ciudades que por ningún título le pertenecían, y sometido a sus armas muchas plazas sin ninguna provocación de nuestra parte; que no satisfecho con esto y llevando más lejos la violencia y la crueldad, ocupa con sus guarniciones ciudades griegas y destruye en ellas el gobierno democrático; que arrasa otras y vende a sus habitantes; que en algunas los reemplaza con gentes extranjeras y hace hollar por las plantas de los bárbaros nuestros templos y los sepulcros de nuestros padres; vista, en fin, esta impiedad, propia de su país y su carácter, y el abuso insolente que hace de su fortuna, olvidando lo humilde y obscuro que fue su origen antes de esta grandeza inesperada; y atendiendo también a que si la República ha podido considerar poco graves las ofensas inferidas a ella en particular, hoy que ve muchas ciudades griegas destruidas y cubiertas de ignominia, se creería culpable e indigna de nuestros gloriosos antepasados si dejase avasallar a los helenos:

El Consejo y el Pueblo de Atenas decretan:

Después de haber dirigido oraciones y ofrecido sacrificio a los Dioses y a los héroes protectores de Atenas y su territorio con el corazón lleno de la virtud de nuestros padres, que preferían la defensa de la libertad griega a la de su propia patria, lanzaremos al mar doscientas naves; el almirante de la escuadra hará rumbo hasta la altura de las Termópilas, y el estratega y el hiparca dirigirán la infantería y la caballería hacia Eleusis.      

Se enviarán embajadores a toda la Grecia, y especialmente a Tebas, que se ve amenazada más de cerca por Filipo. Exhortarán a no temerle y a defender heroicamente la libertad de cada pueblo y la de todos los helenos. Dirán que Atenas, olvidando los resentimientos que han podido dividir a las dos Repúblicas; enviará socorros en dinero y armas ofensivas y defensivas, persuadida de que, si es honroso disputarse la preeminencia cuando no amenaza ningún peligro común, el combatirse para recibir el yugo de un extranjero, es un insulto a su propia gloria y al heroísmo de sus abuelos.

Los atenienses, añadirán los embajadores, se consideran unidos a los tebanos por lazos de familia y de patria. Recuerdan los beneficios que sus antepasados dispensaron a Tebas: los heraclidas despojados de sus reinos hereditarios por los del Peloponeso, y volviendo a recobrarlos por las armas de los atenienses, vencedores de sus enemigos; Edipo y sus compañeros de destierro acogidos en nuestra ciudad, y otros muchos servicios importantes prestados por nosotros a los tebanos. Así en esta ocasión el pueblo de Atenas no divorciará su causa de la causa de Grecia.

Los embajadores estipularán una alianza para hacer la guerra, el derecho de matrimonio, y prestarán y recibirán los juramentos.

         Embajadores elegidos: Demóstenes, Hipérides, Menesistides, Demócratas y Calleschros.)

 

35

         De este modo se fundó la unión de Atenas y de Tebas. Hasta entonces, los traidores habían sembrado sordamente entre las dos Repúblicas el odio y la desconfianza; pero con ese decreto, el peligro que amenazaba a nuestra ciudad se disipó como una nube. ¿Pudo un ciudadano justo discurrir un partido más conveniente? En tal caso debió presentarlo entonces y no recriminar ahora. Entre el consejero y el sicofanta, tan distintos en todo, existe una diferencia esencial: el uno declara su opinión antes de que se hayan realizado los acontecimientos, y se ofrece responsable con el tiempo, con la fortuna, y con aquellos a quienes persuade; el otro calla cuando necesita hablar, y al primer revés que sobreviene arroja de su boca el grito de la envidia.

         Aquella ocasión era, yo lo repito, la de los buenos ciudadanos y la de los sabios consejos. Me atreveré a decir, que si aun hoy se puede indicar un partido mejor que el que yo propuse, algún otro partido posible, desde luego me confieso culpable. Sí, que se revele al presente un proyecto de útil ejecución para aquellas circunstancias, y declararé que debía haberlo discurrido. Pero si no se presenta ninguno, si no es posible que se encuentre aún hoy que conocemos el resultado de los sucesos, ¿qué otra cosa que lo que hizo debió hacer el consejero del Pueblo? Entre las medidas practicables que podían adoptarse, ¿no era su obligación escoger las mejores? He aquí, pues, Esquines lo que yo hice cuando el heraldo dijo: «¿Quién quiere hablar?» Sí, esto fue lo que preguntó y no ¿quién quiere censurar el pasado?, o ¿quién quiere garantizar el porvenir? En aquellos momentos te hallabas en el seno de la Asamblea y permaneciste mudo, inmóvil, mientras que yo me levanté y hablé. Ya que entonces no dijiste nada, habla al menos hoy, y presenta el lenguaje que yo debía haber usado; las ocasiones favorables que hice perder a la República; las empresas, las alianzas que debí aconsejar a los atenienses.

 

36

         El pasado se abandona siempre, y nadie hace el programa de una deliberación sobre lo que ya haya sucedido. Sólo para el porvenir y el presente se necesitan los consejos.

         Pero entonces nos amenazaban desgracias muy probables, y otras habían caído ya sobre nosotros. Examina mi administración durante aquella crisis, y no calumnies los resultados. Estos dependen de la fortuna; la intención del que aconseja se manifiesta por el consejo mismo. No me acuses, pues, de la victoria que fue concedida a Filipo; el éxito del combate depende de los Dioses y no de mí. Pero decir que no hice adoptar todas las medidas posibles a la prudencia humana; que no desplegué en la ejecución celo, destreza y un ardor superior a mis fuerzas, y que mis proyectos no han sido necesarios, gloriosos y dignos de la República, son cosas que debes probar antes de acusarme. Si un rayo más fuerte que nosotros y que todos los helenos cayó sobre nuestras cabezas, ¿qué pude hacer? El capitán de un buque se ha provisto de todo lo que puede contribuir a la seguridad de su nave; pero estalla la tempestad y destroza las jarcias y los aparejos, ¿se acusará a este hombre del naufragio? No soy yo, dirá, quien empuñaba el timón. ¡Pues bien! Yo no tenía el mando del ejército; no era dueño de la suerte, sino que la suerte era árbitra de todo.

         Reflexiona, Esquines, sobre lo que voy a decirte. Si tal fue nuestro destino combatiendo los tebanos con nosotros, ¿qué deberíamos haber esperado si tú hubieses conseguido tu empeño de hacerlos auxiliares de Filipo? Después de la batalla, verificada a tres jornadas del Ática, el peligro y la consternación fueron extremados entre nosotros; si, pues, la hubiéramos perdido en nuestro territorio, ¿qué esperanza nos habría quedado? ¿Piensas que Atenas existiría aún? ¿Piensas que nos sería permitido reunirnos, ni siquiera respirar? Pero en aquellas circunstancias, un solo día, y mejor aún, dos o tres, nos proporcionaron muchos recursos. Sin esta dilación… Mas ¿para qué hablar de las desgracias de que nos ha preservado algún dios protector y esa alianza, baluarte de Atenas, objeto de tus acusaciones?

 

37

Todas estas consideraciones se dirigen a vosotros, los que tenéis que juzgarnos, y a los que fuera de este recinto nos rodean y nos juzgan. Para este hombre de cieno, algunas palabras muy duras bastarán. Si cuando la República deliberaba, se descorría, Esquines, ante ti solamente el velo del porvenir, debiste manifestarlo; y si, por el contrario, nada preveías, eres también responsable de la ignorancia general. ¿Por qué, pues, acusarme cuando yo no te acuso? En esta ocasión (y no me refiero aún a las demás), fui mejor ciudadano que tú; porque me ocupé en saludables proyectos, así reconocidos por todos, sin retroceder ante ningún peligro personal, sin acordarme siquiera de los riesgos que corría; mientras que, lejos de señalar un camino más seguro que hubiese apartado del mío, no prestaste el más ligero servicio. Lo que habría hecho contra su patria el perseguidor más cruel, lo has hecho tú después de aquellos sucesos; y mientras que Aristrato en Naxos y Aristolao en Tasos, ambos enemigos implacables de nuestra República, acusan a nuestros partidarios, también en Atenas acusa Esquines a Demóstenes. Pero el que espera su triunfo de las calamidades de la Grecia, merece la muerte y no tiene derecho de acusar a nadie; el que contribuye a la prosperidad de nuestros enemigos, jamás será otra cosa que un traidor; todo atestigua lo que eres: tu vida, tus actos, tus discursos y hasta tu silencio. ¿Se ejecuta algún proyecto ventajoso? Esquines permanece mudo. ¿Sobreviene algún revés? Esquines habla. De igual modo, cuando ataca una enfermedad, todas las heridas se reproducen.

Puesto que se ensaña contra los resultados, voy a aventurar una paradoja. ¡Los Dioses permitan que mis palabras no asombren ni parezcan atrevidas a nadie! ¡Ellos hagan que las peséis con benévola imparcialidad! Aún cuando el porvenir se hubiese previsto por todos; aun cuando tú mismo, Esquines, que no despegaste los labios, lo hubieses anunciado con tus gritos y tus vociferaciones, Atenas no debía haber seguido otra conducta, a menos que entonces se olvidara por completo de su gloria, de sus antepasados y de la posteridad. El éxito se presumía, pero defraudó a nuestras esperanzas; suerte común a todos los hombres cuando el Cielo les niega sus favores. Pero habiendo adquirido nuestra patria el primer puesto entre los helenos, no podía renunciar a él sin que fuese acusada de haber entregado la Grecia entera al yugo de Filipo. Si hubiese abandonado sin combate lo que nuestros abuelos consiguieron a costa de tantos peligros, ¡cuánto oprobio, Esquines, recaería sobre ti! Porque de seguro que el desprecio no habría alcanzado ni a mí ni a la República. Con qué ojos, ¡grandes dioses! veríamos afluir a nuestra ciudad los extranjeros, si además de haber caído en este abatimiento, Filipo hubiese sido nombrado jefe y dueño de la Grecia, sin que para impedir este deshonor hubiésemos empuñado las armas, dejando a los demás pueblos que combatiesen sin nosotros. ¡Sin nosotros, que tenemos una patria que siempre ha preferido riesgos honrosos a una seguridad sin gloria! ¿Hay un griego ni un bárbaro que no sepa que los tebanos, y antes que ellos los lacedemonios, en todo el apogeo de su poder, y que aún el mismo rey de Persia, se habrían dado por contentos, permitiendo a nuestra República conservar y aumentar a su grado sus posesiones, siempre  que hubiese abandonado el imperio de la Grecia? Pero los atenienses de aquel tiempo no habían nacido para sufrir el yugo de nadie; ni su sangre ni sus costumbres permitirían esta deshonra.

 

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         No, jamás Atenas ha consentido someterse a un injusto dominador, ni descansar en una vergonzosa esclavitud. ¡Combatir por la supremacía, despreciar los peligros por la gloria, he ahí la conducta que ha seguido en todos tiempos! Noble ejemplo, tanto más digno de vosotros, cuanto que prodigáis elogios, y elogios merecidos, a aquellos de vuestros antepasados que han sabido imitarlo. ¡Oh! ¿Cómo no admirar a los ilustres ciudadanos que se retiraron a las naves y abandonaron su ciudad y su patria por no verse obligados a obedecer? Pusieron a su cabeza a Temístocles autor de este consejo, mientras que Cirsilo[20] que había hablado de someterse, fue apedreado por ellos, y su mujer por las mujeres de Atenas. Hicieron esto porque los atenienses no buscaban entonces un orador que hiciese esclavos felices; la vida misma habría sido insoportable para ellos sin la libertad. Cada cual se creía hijo, no solamente de su padre y de su madre, sino también de la patria. El hombre que se cree nacido solo de sus padres aguarda la muerte del destino o de la naturaleza; pero si cree que también debe la vida a su patria, querrá perecer antes que verla tiranizada. Sí, la muerte le parecerá menos temible que el deshonor y los ultrajes, siempre inseparables de la servidumbre.

         Si yo me atreviese a alabarme de haberos inspirado sentimientos dignos de vuestros abuelos, deberíais levantaros todos contra mí. Reconozco que vuestras grandes resoluciones nacen de vosotros mismos, y que iguales y anteriores a los míos habían sido los nobles pensamientos de la República: solamente añado que, en todo lo que se hizo, algo se debió también a mis servicios. Sin embargo, Esquines acusa por completo mi administración, y os irrita contra mí presentándome como el causante de vuestros peligros y vuestros temores. ¿Y por qué hace esto? ¡Por privarme del honor pasajero de una corona, sin ver que no puede conseguirlo sin arrebataros los elogios de los siglos futuros! Porque si condenando a Ctesifonte no podéis menos de condenar mi conducta, se pensará que os equivocasteis al seguirla, y que vuestras desgracias dependen de vosotros y no de la tiranía de la suerte. No, atenienses, no; vosotros no obrasteis con desacierto al despreciar toda clase de riesgos por la salud y la libertad del Grecia: ¡lo juro por los héroes de Maratón, por los combatientes de Platea, de Salamina y Artemisia, y por la memoria de todos los valerosos ciudadanos cuyas cenizas descansan en los monumentos públicos! A todos, Esquines, les concedió Atenas indistintamente los mismos honores y la misma sepultura, sin limitarse a los que habían tenido la fortuna de vencer. Esto fue obrar con justicia, porque todos habían cumplido los deberes de buenos ciudadanos, siendo la suerte próspera o contraria de cada uno decretada por el Cielo. 

 

39

Sin embargo, ¡miserable amanuense!, ¡hombre execrable!, tú has querido arrebatarme las simpatías y el aprecio de estos ciudadanos, hablando de trofeos, de batallas y de antiguas empresas, cuyos recuerdos son detalles parásitos en tu acusación. Y yo que acababa de exhortar a la República a mantenerse en el primer puesto, di, histrión secundario, ¿qué sentimientos debía traer a la tribuna? ¿Los de un cobarde orador indigno de Atenas? ¡La muerte habría sido entonces mi justo castigo!

Atenienses, no debéis juzgar del mismo modo las causas privadas y las causas públicas. Los asuntos que cada día se presentan, se resuelven según los hechos y las prescripciones de la ley; pero cuando se trata de los grandes intereses del Estado, no debéis perder de vista la grandeza de vuestros antecesores. Al sentarse en el tribunal para decidir un proceso político, cada uno de vosotros debe figurarse, para no hacer nada indigno de sus abuelos, que con las insignias de la magistratura representa también el genio de Atenas.

         Esta digresión sobre las hazañas de vuestros antepasados me ha hecho omitir algunos hechos y algunos decretos. Vuelvo, pues, a reanudar mi relato.

 

 

40

         Cuando llegamos a Tebas encontramos allí a los embajadores de Filipo, de los tesalios y de los demás aliados del Príncipe. Nuestros amigos se hallaban consternados, y los del Macedonio llenos de esperanza y seguridad. Y no creáis que mi propio interés me hace hablar de este modo; que se lea la carta que escribimos enseguida desde Tebas. Pero aquí ese hombre ha traspasado los límites de la calumnia: el buen éxito lo atribuye siempre a las circunstancias y jamás a mí, ¡y los desastres los imputa a mis desaciertos y a mi mala estrella! Así, pues, yo, que soy hombre de consejo y de palabra, ¡no he contribuido nada a lo que se ha hecho por estos medios! Y siendo extraño a las disposiciones militares, ¡soy, sin embargo, la causa de las desgracias de la guerra! ¿Ha existido jamás un delator más atrevido ni más perverso? – Lee la carta. – (Lectura de la carta.)

         Se reúnen los tebanos en asamblea; los embajadores macedonios son introducidos antes que nosotros, bajo el pretexto de aliados. Suben a la tribuna, elogian mucho a Filipo, se quejan mucho de vosotros, y recuerdan cuanto habéis hecho en todos tiempos contra Tebas. Su conclusión es que para recompensar los servicios del Príncipe y para vengarse de vuestras injurias, los tebanos debían franquearle el paso o precipitarse con él sobre vuestro territorio: «Seguid nuestros consejos, añaden, y los ganados, los esclavos, las riquezas todas del Ática pasarán a la Beocia; pero si escucháis a los atenienses, ved ya la Beocia devastada por la guerra»; y por este orden otras palabras encaminadas al mismo objeto. Yo quisiera referiros en detalle nuestra respuesta. Pero ya pasaron aquellos días aciagos que recuerdan a nuestro espíritu las calamidades de que la Grecia se vio inundada, y temo fatigaros con una referencia desagradable. Escuchad solamente lo que persuadimos a los tebanos y lo que ellos respondieron. – Toma y lee. – (Lectura de la respuesta de los tebanos.)

 

41

Muy poco después os llaman con urgencia, y vosotros partís y los socorréis. Omito los hechos intermediarios. La acogida fue tan fraternal, que dejando su infantería pesada y su caballería fuera de los muros, recibieron vuestro ejército en su ciudad, en sus casas, en medio de sus hijos y sus mujeres y de cuanto les era más querido. Así, pues, en aquel día memorable, los tebanos hicieron público el triple elogio de vuestro valor, de vuestra equidad y vuestra temperancia. Querer mejor combatir con vosotros que contra vosotros era, en efecto, reconoceros más valientes y más justos que Filipo; y confiaros sus esposas y sus familias, que es el tesoro que entre ellos, como en todos los pueblos, se guarda con más cuidado y estimación, era declarar que tenían confianza en nuestro comedimiento. Sobre todos estos puntos, atenienses, la opinión que formaron de vosotros se vio altamente justificada. Durante la permanencia del ejército en Tebas, ni una sola queja, ni justa ni infundada, se dirigió contra vosotros: ¡tan grande fue vuestra moderación! En los dos primeros combates, el uno verificado cerca del río y el otro en el invierno, os mostrasteis, no ya irreprensibles, sino admirables, por la disciplina, el orden y el ardor con que peleasteis. Así fue que todos los pueblos no hacían más que prodigar alabanzas a los atenienses, y entre nosotros no cesaban los sacrificios y las fiestas en honor de los dioses.

         Aquí quisiera dirigir una pregunta a Esquines. En medio de estos regocijos, de estos transportes de alegría, y de las felicitaciones que resonaban en la ciudad, ¿tomó él parte en el gozo y en las rogativas públicas? ¿No estuvo, por el contrario, triste, abatido, pesaroso de la dicha de todos y encerrado en su casa? Y si esto no fuera exacto, si se le hubiese visto participar de las fiestas entre sus conciudadanos, ¿podría, sin cometer un crímen, una impiedad, querer que la alianza, por él mismo aprobada a la faz de los dioses, fuera hoy condenada por vosotros, que habéis jurado por esos mismos dioses ser justos en vuestro fallo? Si se aleja de nuestros templos, ¿no merecerá mil muertes el que se afligía por el gozo universal? – Lee los decretos. – (Lectura de los decretos concernientes a los sacrificios.)

 

42

Atenas se ocupaba entonces en ofrecer sacrificios, y Tebas nos miraba como sus libertadores. Un pueblo que, por la política de algunos malvados, parecía reducido a tener que mendigar socorros ajenos, dio los suyos a otros pueblos gracias a mis consejos. Pero, ¿cuáles fueron entonces los gritos de Filipo? ¿Cuáles las inquietudes que le asaltaron? Vais a conocerlas por las cartas que envió al Peloponeso. Se van a leer, a fin de que juzguéis lo que produjo mi perseverancia, mis viajes, mis fatigas, y esos numerosos decretos que Esquines ha manchado con sus mordeduras.

Atenienses, vosotros habéis tenido antes que a mí, a gran número de ilustres oradores; un Calistrato, un Aristofón, un Céfalo, un Trasíbulo y otros muchos; pero ninguno se consagró jamás a todo lo concerniente a un asunto. El autor de un decreto no se encargaba de la embajada, ni el embajador tenía parte en el decreto; ninguno quería renunciar al reposo, y en caso de sobrevenir un revés, se reducían a buscar una excusa. ¡Pues qué! se me dirá, ¿tienes tú sobre los demás una tan grande superioridad de fuerza y de audacia que te permite atender a todo? No es esto lo que digo; pero veía tan inminentes los peligros que amenazaban a mi patria, que creí deber consagrarle todos mis instantes y olvidar todos mis asuntos personales, dichoso de que estuviesen bien atendidos los de la República. Yo había formado la idea, quizá sin razón, pero la había formado, de que en los decretos, en su ejecución y en las embajadas, ningún otro obraría con más prudencia, con más celo ni integridad que yo. Por este motivo, desempeñé todos los cargos. – Lee las cartas de Filipo. – (Lectura de las cartas.)

 

43

He aquí, Esquines, hasta qué punto mi política ha humillado a Filipo; he aquí el lenguaje a que he hecho descender al mismo que había lanzado contra la República tantas altivas amenazas. Así, pues, yo fui justamente coronado por estos ciudadanos; y tú, que te hallabas presente, no hiciste ninguna oposición. Me acusó Diondas, pero no obtuvo la quinta parte de los sufragios. – Que se lean los decretos que no fueron ni condenados por los jueces ni atacados por Esquines. (Lectura de los decretos.)

Estos decretos, ciudadanos de Atenas, están concebidos en los mismos términos que otras veces el de Aristónico y que hoy el de Ctesifonte; pero lejos de atacarlos, Esquines no secundó siquiera al acusador. Sin embargo, si sus imputaciones actuales fuesen fundadas, podía perseguir a Demómelo e Hipérides, autores de los decretos, con más apariencia de justicia que hoy persigue a Ctesifonte; porque este pudo apoyarse en los ejemplos anteriores; en los fallos de los tribunales; en el silencio guardado por el mismo Esquines sobre muchos decretos iguales a este; en las leyes que no permiten volver a juicio las cosas juzgadas, y en otras muchas razones. Entonces, al contrario, se habría examinado la causa en sí misma, sin ninguno de estos precedentes. Pero también entonces el acusador no habría podido rebuscar, como hoy, en los archivos públicos y en un cúmulo de decretos, ni exhumar lo que nadie esperaba que apareciese de nuevo, ni calumniar a su gusto, ni confundir el orden de los tiempos, ni falsificar las intenciones, ni poner en juego los recursos de la elocuencia. No, estos medios no existían entonces. Frente a la verdad y ante los hechos aún presentes a vuestra memoria, y por decirlo así al alcance de vuestra mano, habría tenido que ser más verídico. Por eso ha esquivado la lucha mientras los hechos estuvieron recientes; por eso ha aguardado a tan tarde para entrar en liza, imaginando sin duda que esto sería un combate de oradores, y no una investigación severa de nuestros actos políticos; un certamen literario y no un juicio sobre los intereses de la patria.

         A seguir el parecer de ese sofista, debíais despojaros de la opinión con que venís aquí respecto de nosotros dos. «Persuadidos, dice, de que un responsable puede ser deudor, examináis sus cuentas; y sólo después de encontrarlas justificadas, es cuando lo declaráis libre de responsabilidad: del mismo modo, no atendáis en esta causa nada más que a la evidencia de las pruebas.»

         Ved cómo, por un justo castigo, las obras de la iniquidad se destruyen por sí mismas. En esta diestra comparación confiesa que me reconocéis por el orador de la patria, y a él por el orador de Filipo. Si él ignorase cuál es vuestro pensamiento sobre cada uno de nosotros, no se esforzaría en cambiarlo; pretensión injusta, como lo probaré fácilmente, con la sola exposición de los hechos. Vosotros seréis a la vez mis testigos y mis jueces.

 

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He aquí los frutos que ha producido esa política por él tan calumniada. Los tebanos, según la opinión general, iban a caer sobre nuestro país con Filipo: yo los uní a nosotros para detenerle. La guerra se acercaba a nuestro territorio: yo la retiré a setecientos estadios sobre los campos de la Beocia. En vez de sufrir el Ática, por la parte del mar, las correrías y el pillaje de los piratas de la Eubea, gozó de paz durante todas las hostilidades. En vez de invadir el Helesponto y apoderarse de Bizancio, Filipo tuvo dos enemigos, uno por cada lado, que fueron los bizantinos y los atenienses. Ahora bien, Esquines, esta enumeración, ¿tendrá a tu vista tan poca fuerza como algunas cifras combinadas? ¿Será necesario eliminar los hechos por compensación?[21] ¿No será mejor esforzarse para perpetuar su memoria? No añado que los demás pueblos experimentaron la crueldad de Filipo, siempre terrible desde que aseguró su dominación, mientras que vosotros recogisteis los preciosos frutos de aquella aparente benignidad con que encubría sus designios sobre la Grecia. Pero sin detenerme en esto, pasaré a decir resueltamente que cualquiera que no fuese un vil delator y sí el juez imparcial de un acusado, no se atrevería a dirigirme los cargos que tú me has dirigido, no forjaría falsas comparaciones, ni remedaría expresiones ni gestos. ¿Dependía, acaso, la salud de Grecia de una palabra más bien que de otra, o de una mano más o menos levantada? Lo que haría es mirar la esencia de las cosas, examinar cuáles eran las fuerzas y los recursos de la República cuando me hice cargo de los negocios, los que yo le proporcioné y la situación de los enemigos. ¿Disminuí nuestro poder? Se ocuparía en descubrir y revelar mis faltas. ¿Lo aumenté, por el contrario? No pensaría en calumniarme. Este examen que tú has omitido voy a hacerlo yo. Ved, atenienses, si digo la verdad.

 

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La República tenía entonces en su favor algunos Estados insulares, de los más pequeños, puesto que Chios, Rodas, Corinto y Corcira no estaban con nosotros. Las rentas públicas ascendían a cuarenta y cinco talentos, y aun se habían cobrado adelantadas. Infantería pesada y caballería no había más que las de Atenas; y lo más temible para nosotros y más ventajoso para el enemigo, era que los traidores que intrigaban en su favor habían enfriado la amistad y despertado el odio de nuestros vecinos de Megara, de Tebas y de la Eubea. Tal era nuestra situación, nadie puede decir lo contrario. En cuanto a Filipo, con el cual teníamos que combatir, examinad sus fuerzas. Desde luego era el soberano absoluto de las tropas que le seguían, lo que da en la guerra una ventaja inmensa; sus soldados tenían siempre las armas en la mano; disponía de todo el oro que necesitaba; todo lo que decidía era ejecutado sin divulgarlo en decretos ni en deliberaciones públicas, sin ser arrastrado ante los tribunales por la calumnia, ni acusado de infringir las leyes, ni sometido a ninguna responsabilidad; jefe, en fin, de cuanto le rodeaba, potentado, árbitro supremo de todo. Yo, que tenía de frente semejante enemigo (permitid, ciudadanos, que haga este paralelo) ¿de qué podía disponer? De nada. La palabra, único medio que estaba a mi alcance, la dividisteis entre yo y los estipendiados de Filipo, sin conocer que cada vez que triunfaban, gracias a los pretextos más frívolos, era el enemigo quien inspiraba vuestras resoluciones. A pensar de estas ventajas, he agrupado en torno vuestro la Eubea, la Achia, Corinto, Tebas, Megara, Leucade y Corcira; coalición que os proporcionó quince mil infantes y dos mil soldados de caballería, sin contar las milicias ciudadanas. En cuanto a los subsidios, hice que fuesen los mayores posibles.

Si hablas del contingente que debían presentar Tebas, Bizancio y la Eubea; si disputas sobre la desigualdad de las reparticiones, acreditas ignorar que de las trescientas naves que combatieron otras veces por Grecia, nuestra República sola había armado doscientas. ¿Se creyó por esto perjudicada? ¿Se acusó a los autores de este consejo? ¿Se irritó nadie contra ellos? ¡No! Semejante cosa habría sido una deshonra. Dio gracias a los dioses, porque en el común peligro le permitieron contribuir con el doble que los demás, para asegurar la independencia de todos. Por otra parte, nadie debe envidiarte el mérito que contraes con los atenienses al calumniarme. ¿Por qué no has dicho hasta ahora lo que era necesario hacer? ¿Por qué, siendo habitante de Atenas y frecuentando las asambleas públicas, no lo propusiste en tiempo oportuno, cuando podías esperar que tu opinión fuese admitida, puesto que entonces nos veíamos obligados a aceptar, no lo mejor, sino lo que daban las circunstancias? Porque tenías que servir, con tu silencio, a un enemigo de tu patria que te pagaba, y que abría los brazos a los pueblos que se apartaban de nosotros.

 

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Se ataca hoy lo que hice en aquella época; pero ¿qué se haría si, valiéndome de cálculos que desalentasen, hubiese alejado de nosotros a los griegos, lanzándolos en el partido de Filipo, que habría sido dueño, a un mismo tiempo, de la Eubea, de Tebas y de Bizancio? ¿Qué no habrían hecho esos hombres para los cuales nada hay sagrado? ¿Qué no habrían dicho? «¡Traición! Se ha rechazado a los que querían unirse a nosotros. Con Bizancio, Filipo es dueño del Helesponto y dispone soberanamente de las comunicaciones por donde vienen los trigos a la Grecia; con los tebanos hará pasar, sin obstáculo, desde nuestras fronteras al corazón del Ática, una guerra sangrienta; y los piratas salidos de la Eubea infestarán el mar, haciendo la navegación impracticable.» He aquí lo que habrían dicho; ¿pero cuántas otras cosas no habrían añadido? ¡Qué monstruo, oh atenienses, qué monstruo puede haber mayor que el sicofanta! ¡En todo tiempo, en todo lugar, se muestra envidioso y acusador por instinto! ¡Tal es ese raposo de faz humana, nacido para la perfidia y la bajeza, ese mono de teatro, ese Ænomaüs de aldea, ese orador falsario![22] ¿De qué ha servido tu elocuencia a la patria? ¡Acabas de hablarnos del pasado! En ti creo ver un médico que al visitar a sus enfermos no indicase ningún remedio para curarlos, y que después de muertos asistiera a los funerales y los siguiera hasta la sepultura diciendo: «Si este hombre hubiese adoptado tal régimen, no habría perdido la existencia.» ¡Insensato! ¡Tal es hoy tu tardío lenguaje!

En cuanto a nuestra derrota, que te sirve de regocijo, ¡hombre execrable!, y que debiera hacerte gemir y llorar, vosotros reconoceréis, atenienses, que en nada absolutamente he contribuido a ella. Escuchad mis palabras. En donde quiera que he estado como embajador de la República, ¿han conseguido los enviados de Filipo alguna ventaja sobre vosotros? No, en ninguna parte; ni en Tesalia, ni en Ambracia, ni en la Iliria, ni ante los reyes Traces, ni en Bizancio, ni en Tebas. Pero lo que yo hacía con la palabra, Filipo lo destruía con la fuerza. ¡Y sin embargo, te encaras conmigo! ¡Y sin embargo, no te avergüenzas de acusarme! ¿Querías que este mismo Demóstenes, a quien has calificado de débil y cobarde, tuviese más poder que las armas de Filipo? ¿Y con qué medios? ¿Con la palabra? Porque es evidente que yo solo contaba con mi palabra; no disponía de la vida ni de la fortuna de nadie, ni de las operaciones militares, ni de la suerte de los combates, ni de nada, en fin, de cuanto tú me haces responsable. ¿Pero qué podía y qué debía hacer el orador de Atenas? Descubrir el mal en su origen y hacerlo ver a sus conciudadanos, prevenir, en lo posible, las dilaciones, los falsos pretextos, las oposiciones indirectas, las faltas y los obstáculos de todo género, demasiado frecuentes entre Repúblicas aliadas y envidiosas; oponer a estas dificultades la amistad, la concordia y el celo por el bien público; esto fue cabalmente lo que hice y nadie puede acusarme de lo contrario. Si se me pregunta cómo entonces pudo Filipo conseguir la victoria, la Grecia entera responderá por mí. Por sus armas que lo invadieron todo, y por su oro que todo lo corrompió. No estaba a mi alcance el combatir contra tales medios: yo no tenía tesoros ni soldados. Pero en cuanto dependía de mis fuerzas, me atreveré a asegurar que he vencido siempre a Filipo. ¿Sabéis cómo? Rechazando sus dádivas y resistiendo a sus ofrecimientos seductores. Cuando un hombre se deja comprar, el comprador puede decir que ha triunfado de él; pero el que permanece incorruptible, puede decir que ha triunfado del corruptor. Por consiguiente, en cuanto ha dependido de Demóstenes, Atenas quedó invencible y victoriosa[23].

 

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Tales son, entre otros muchos, los motivos que legitiman el decreto de Ctesifonte. Lo que ahora voy a añadir, es conocido de todos.

Inmediatamente después de la batalla, no me habría sorprendido que el pueblo, aun sabiendo todo lo que había hecho por él, desconociese mis servicios al verse amenazado de un gran peligro. Pero muy lejos de ser así, cuando se deliberó sobre los medios de salvar a la ciudad, fueron mis consejos los que se aprobaron. Todo lo que concernía a la defensa de Atenas, distribución de guardias, atrincheramientos, contribuciones para reparar los muros, todo fue ordenado por mis decretos. Teniendo el pueblo que elegir un intendente para los víveres, me dio la preferencia sobre todos los demás. No tardaron en unirse contra mí esos hombres empeñados en perjudicarme: me acusaron de ilegalidad, de malversación y de traición, no por sí mismos, sino por medio de subalternos pagados, detrás de los cuales creían ocultarse. Vosotros recordaréis que, en los primeros tiempos, yo era acusado casi todos los días. La locura de Sosicles, las calumnias de Filócrates, la rabia de Diondas y de Melanto, todo se ensayó contra mí. De tantos peligros, gracias a los dioses, a vosotros y a todos los demás atenienses, salí vencedor. Así lo ordenaba la justicia, puesto que yo tenía el apoyo de la verdad, y unos jueces cuya sentencia no desmintió su juramento. Pero absolverme del cargo de traición, sin que obtuviesen mis acusadores la quinta parte de los sufragios, fue declarar mi conducta irreprochable; no encontrar fundada la acusación que se me hizo de ilegalidad, fue atestiguar el respeto que mis palabras y mis proposiciones guardaron siempre a la ley; aprobar mis cuentas, fue reconocerme íntegro e incorruptible. Y después de conocidos vuestros fallos, ¿en qué términos era conveniente y justo que Ctesifonte hablase de mi conducta? ¿Podía expresarse de otro modo que el pueblo, de otro modo que los jueces ligados por un juramento y que la verdad proclamada por la voz pública?

Pero a esto responde Esquines que la gloria de Céfalo consiste en no haber sido acusado nunca. ¡Oh! Di más bien su buena suerte. El que habiendo sufrido muchas acusaciones jamás se ha encontrado culpable, ¿será por eso más criminal? Por otra parte, ciudadanos de Atenas, refiriéndome sólo a mi adversario, puedo atribuirme la gloria de Céfalo; nunca me ha acusado ni perseguido hasta ahora; por consiguiente, Esquines, tú mismo confiesas que soy tan buen ciudadano como Céfalo.

 

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En muchos puntos resaltan su maldad y su rastrera envidia, y más especialmente que en todos en sus declamaciones sobre la fortuna. Creo que, en general, el hombre no puede echar en cara al hombre su destino. ¿Quién se atreverá a jactarse de su dicha y a insultar la desgracia ajena, si el que es afortunado hoy no sabe si lo será mañana? Sobre este asunto, como sobre otros muchos, Esquines se expresa con una soberbia desdeñosa: ved, atenienses, cuánto más humano y verdadero es mi lenguaje.

Yo creo que nuestra República tiene un destino afortunado. Júpiter en Dodoma y Apolo en Delfos nos lo han dicho por medio de sus oráculos. Pero la suerte que ahora pesa sobre todos los pueblos es triste y penosa. ¿Cuál es el griego o el bárbaro de nuestro tiempo que no ha experimentado los golpes de la desgracia? Sin embargo, haber adoptado el partido más honroso y verse en una situación más favorable que la de esos mismos helenos que esperaban su dicha de nuestra ruina, son cosas en las que reconozco la buena estrella de Atenas. Si hemos corrido riesgos, y si todo no ha sucedido conforme a nuestros deseos, es porque participamos de la suerte de los demás hombres; es porque teníamos que pagar nuestro contingente en el común infortunio. Por lo que hace a mi suerte particular y a la de cualquiera de vosotros, debe buscarse en lo que se refiere únicamente a nuestra persona. Tal es, según creo, el camino más corto y expedito. Esquines afirma que mi suerte somete a su influencia la suerte del Estado, es decir, que mi destino humilde y obscuro prevalece sobre el alto y glorioso destino de la patria. ¿Es esto posible?

¿Te empeñas, Esquines, en examinar mi suerte? Pues compárala con la tuya; y si la encuentras preferible, no vuelvas a menospreciarla. Remontémonos a nuestro origen; pero antes quiero protestar, ¡por Júpiter y por todos los inmortales!, que repugna a mi razón y a mi carácter lo que voy a decir. Reconozco que no es digno ni generoso salpicar de lodo la cara del pobre, ni vanagloriarse de haber nacido en el seno de la opulencia. Si los insultos y las calumnias de ese malvado me obligan a semejantes discursos, conservaré al menos en ellos toda la moderación que el asunto permita.

 

 

 

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Cuando era niño tuve la fortuna de frecuentar las mejores escuelas, y de poseer bastantes recursos para que nada me obligase a envilecerme. Ya hombre, mi conducta correspondió a mi educación: fui corego y trierarca; contribuí a los gastos de Atenas; jamás eludí la ocasión de ejercer un acto de liberalidad público o privado, y serví a la patria y a mis amigos. Dedicado a los asuntos del gobierno, mereció mi administración que se me decretasen muchas coronas, por la República y por la Grecia, sin que vosotros, mis enemigos, intentaseis oponeros. Tal ha sido mi suerte y mi vida. Podría añadir muchas cosas, pero las suprimo por no fatigar a nadie con mis propias alabanzas.

Y tú, personaje ilustre, que anonadas a los demás con tu desprecio, ¿qué destino has tenido? Criado en la miseria, serviste primero con tu padre, la casa de un maestro de escuela. Allí hacías la tinta, barrías la clase, y con la esponja en la mano lavabas los bancos, servicios todos de esclavo y no de muchacho libre. En tu juventud ayudabas a tu madre en sus operaciones mágicas, leyendo el libro de los misterios mientras ella los explicaba. Por la noche cubrías con una piel de cervato a los afortunados adeptos; los rociabas con vino, y para purificarlos los frotabas con salvado y con cieno; después de la ceremonia les mandabas decir: He dejado el mal y he encontrado el bien. Hacías gala de aullar mejor que nadie, cosa que no te niego, porque con una voz tan fuerte se debe sobresalir en el estrépito de los aullidos. Durante el día conducías por las calles una brillante tropa de visionarios, coronados con tallos de hinojo y de álamo, y empuñando unas culebras y agitándolas sobre tu cabeza gritabas ¡Evoe Saboe! o bien bailabas cantando al mismo tiempo ¡Hyes Attes! ¡Attes Hyes![24]

Saludado por algunas viejas burlonas con los títulos de príncipe, de general, de portayedras y de portacribas, y con otros nombres magníficos, cobrabas tus honorarios en empanadas, tortas y panes recién cocidos. ¿Quién, pues, no ensalzará tu buena suerte? ¿Quién no envidiará tu estrella? Apenas te inscribiste en una tribu… (no diré cómo, es mejor olvidarlo) escogiste la ocupación más honrosa, haciéndote copista y sirviente de los magistrados más subalternos. Abandonaste también este oficio después de haber hecho en él todo lo que atribuyes a los demás. Este brillante principio no fue obscurecido por el resto de tu vida, pues entraste a la dependencia de histriones famosos, tales como los Simylos y los Sócrates, también llamados los Suspiradores. Desempeñabas los terceros papeles y merodeabas por los campos recogiendo higos, uvas y aceitunas, como si hubieses comprado la recolección. En estas expediciones recibiste más golpes aún que en la escena, donde tus camaradas y tú exponíais vuestra vida[25]. Nunca hubo tregua para vosotros, los espectadores os hacían una guerra implacable. Tantas gloriosas heridas, bien te han dado el derecho de acusar de cobardía a los que no han conocido esos peligros.

 

50

Pero pasemos adelante, puesto que estos vicios se pueden atribuir a la indigencia, y lleguemos a los crímenes cuyo origen está en tu corazón. Desde que empezaste a representar también el papel de hombre de Estado, tu conducta política fue tal que, en las prosperidades de la patria, has pasado la vida como una liebre, siempre trémulo, muerto de miedo, y esperando a todas horas el suplicio debido a las traiciones de que te acusaba tu conciencia; y cuando tus compatriotas sufrían el peso del infortunio, te mostrabas atrevido, desafiando todas las miradas. Pero el que prospera y goza con la muerte de mil ciudadanos, ¿qué castigo no merece de parte de los que sobreviven? Aquí voy a detenerme, aunque tenía mucho que añadir todavía. Lejos de presentar al acaso todas tus ignominias, me ocuparé sólo de aquellas que no mancharán mis labios.

Compara, pues, Esquines, tu vida a la mía, armándote de calma y moderación, y pregunta después a todos los ciudadanos cuál les parece preferible. Tú enseñabas las primeras letras, y yo tenía maestros; tú servías para explicar los misterios, yo estaba iniciado en ellos; tú eras bailarín, yo corego; tú escribiente, yo orador; tú histrión subalterno, yo espectador; tú caías en la escena, yo silbaba. Cuando eras gobernante, tú favorecías a los enemigos y yo trabajaba por la patria; y para abreviar el paralelo, hoy mismo, que quieres disputarme una corona, somos juzgados yo irreprochable y tú calumniador. Ya lo ves, Esquines, esta brillante fortuna, compañera de tu vida, ¡te permite acusar mi miserable suerte! Voy a presentar todos los documentos que atestiguan los cargos públicos que he desempeñado. En venganza, léenos aquellas tiradas de versos, tan maltratados por ti, que empiezan:

        

De la eterna noche abandono los abismos…[26]

        

O bien así:

 

Sabed que, a pesar mío, anuncio los desastres…

 

O bien de este modo:

 

¡Maldición sobre ti, malvado…!

 

¡Que los dioses, que nuestros jueces te exterminen, infame, pérfido ciudadano, cómico de la legua! – Léanse los testimonios. – (Lectura de los testimonios indicados por el orador.)

He aquí, pues, lo que fui para mi patria. En las relaciones privadas, cuán dulce, cuán humano, cuán caritativo ha sido mi carácter; no añadiré ni una sola palabra en mi abono, ni presentaré ninguna declaración de testigos para probaros los cautivos que he rescatado, las huérfanas que he dotado, y las demás acciones de esta índole que he verificado. Porque, yo opino, que un favor debe estar siempre presente a la memoria del que lo recibe, y quedar prontamente olvidado en la memoria del que lo hace, si el uno quiere ser agradecido y el otro generoso. Publicar los beneficios que se dispensan es casi echarlos en cara, y yo jamás deseo hacer cosa semejante. Cualesquiera que sea la opinión que de mí se forme sobre este particular, descanso tranquilo en mi conciencia.

 

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Pero dejemos los asuntos personales para hablaros todavía algunos momentos sobre los asuntos públicos. Si puedes, Esquines, mostrar bajo el cielo un solo mortal, heleno o bárbaro, a quien no haya alcanzado, para su daño, el poder de Filipo o de Alejandro, te concedo que mi adversa fortuna ha ocasionado todos los males de la Grecia.

Pero si millares de hombres que jamás me han visto ni oído, si ciudades y naciones enteras han experimentado tantas desgracias horribles, ¿cuánto más justo y más verdadero no será atribuirlas a un destino común, al desbordamiento de una suerte funesta y desordenada? ¡Buen cuidado has tenido de suprimir esto! ¡Fundas también tu acusación en que yo había tomado parte en el gobierno! Y no ignoras, sin embargo, que tus invectivas se dirigen, a lo menos en parte, contra todos los atenienses y principalmente contra ti mismo. Si mi voluntad hubiese dirigido, por sí sola, los asuntos, podrías en unión de todos los oradores levantarte contra mí. Pero si mis enemigos asistían a todas las asambleas; si los intereses del Estado eran sometidos a deliberaciones públicas; si mis proyectos fueron aprobados por todos, y particularmente por ti, que me cedías las esperanzas, la gloria y los honores como recompensa de mi conducta, no por afecto que me profeses, sino por el ascendiente de la verdad y por la imposibilidad de dar mejores consejos, ¿qué fundamento tienen, pues, tu injusticia y tu furor de condenar hoy mis palabras, cuando entonces no tenías nada mejor que proponer?

Son principios establecidos en todas las naciones, que el mal cometido deliberadamente se castigue con penas rigurosas e inflexibles, y que para toda falta involuntaria se tenga indulgencia y moderación. ¿Hay un ciudadano que, sin prevaricar y después de haberse consagrado a empresas que todos aprobaban, sucumbe en la ruina común? No le dirijáis injurias ni recriminaciones; participad más bien de su dolor. Estas máximas no están solamente en las leyes; la naturaleza las ha grabado en el corazón del hombre con caracteres indelebles. Pero Esquines, sin embargo, traspasa todos los límites en sus delaciones atroces. ¡Lo que él mismo ha llamado revés de la fortuna, me lo atribuye como un crimen! Después, dando a su palabras un acento de candor y patriotismo, os induce a la desconfianza; teme que os engañe y os seduzca; me llama, en fin, orador peligroso, fascinador y sofista, ¡como si atribuyendo a otro sus propias cualidades se las pudiese prestar!¡Como si los oyentes no conociesen los labios de donde parte el insulto! Afortunadamente sé que conocéis a Esquines, y que todos le consideráis más merecedor que yo de sus injurias. Sé también que la elocuencia que me supone, depende sobre todo del auditorio, y que el orador mejor acogido y más favorablemente escuchado pasa siempre por el más hábil; pero sea de esto lo que quiera, mi experiencia en el arte de la palabra se empleó siempre por vosotros en los asuntos públicos, y jamás contra vosotros ni aun en las causas privadas[27]. La suya, al contrario, vendida al enemigo, se desencadenaba contra todo particular que le resistía, sin emplearla nunca en pro de la justicia y del bien público. ¿Debe un buen ciudadano pedir a sus jueces, reunidos para tratar de los intereses generales, que se presten a servir su cólera, su odio y sus pasiones? ¿Debe traer tales sentimientos ante vosotros? ¡No! Su corazón los desechará o sabrá al menos moderarlos. ¿Cuándo, pues, el orador y el hombre de Estado podrán abandonarse a los impulsos de su vehemencia? Cuando algún peligro amenace a la patria, cuando el pueblo tenga alguna guerra que sostener. Entonces es cuando se encendería el celo de los buenos ciudadanos. Pero no haberme perseguido nunca en su nombre, ni en nombre de Atenas, por ningún atentado ni delito, y venir hoy armado de una acusación contra una corona y contra algunos elogios, y agotar en ella todos los recursos de su elocuencia, es dar a conocer el odio y la envidia de un corazón vil y enteramente corrompido. ¡Caer primero sobre Ctesifonte y dirigir después el combate contra mí, es acumular todas las bajezas! 

 

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Por lo fuerte de tus declamaciones, Esquines, podría creerse que habías emprendido esta acusación, no para pedir el castigo de un culpable, sino para hacer alarde de unos pulmones muy desarrollados. Y sin embargo, no es la belleza del lenguaje ni el estrépito de la voz lo que se estima en los oradores, sino su amor a la justicia y su deseo de obrar siempre conforme a los intereses de la patria. Con estos sentimientos, las palabras serán siempre sinceras y leales. Pero el que se inclina servilmente hacia el punto donde la República oye rugir las tempestades, ni se asegura en la misma áncora que sus conciudadanos, ni espera la salvación del mismo lado que ellos. ¿No observas en mí todo lo contrario? Nunca tuve más interés que el interés de todos, sacrificando siempre al bien común toda mira personal. ¿Y podrás decir otro tanto, tú que inmediatamente después de la batalla, fuiste embajador cerca de Filipo, antes de las desgracias de tu patria? Todos saben que, antes de esta época, habías rehusado siempre este cargo. Pero, ¿quién es el que engaña a la República? ¿No es el ciudadano que habla de manera distinta que piensa? ¿No recaen sobre él las justas imprecaciones del heraldo? ¿Puede vituperarse a un orador algo más grave que hablar contra sus propios sentimientos? Pues este es el crimen que, sin embargo, se ha descubierto en ti. ¡Y aun tienes valor para hablar! ¡Y aún te atreves a mirar cara a cara a los ciudadanos! ¿Crees que no te conocen, o que el sueño del olvido ha borrado en ellos el recuerdo de los discursos que pronunciaste durante la guerra, en los cuales protestabas con imprecaciones y juramentos que no tenías ninguna inteligencia con Filipo, atribuyendo a odio personal las acusaciones que yo te dirigía? Todos recuerdan que a la primera nueva que llegó de la derrota, olvidaste cuantas seguridades habías dado, y te proclamaste el huésped y el amigo de Filipo, disfrazando, así con estos hermosos nombres, tu infame tráfico. Y en efecto, ¿qué título legítimo pudo tener Esquines, el hijo de Glaucotea, la tocadora de tímpano, para ser huésped y amigo, o solamente conocido, del monarca Macedonio? No le conozco ninguno, y sólo veo que estaba a su dependencia para perder a Atenas. ¡Sí, tu traición era manifiesta; después del desastre, tú fuiste tu propio denunciador; tú, que me ultrajas y me atribuyes unas desgracias de las cuales no encontrarán a nadie que sea menos culpable que yo!

 

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La República, Esquines, ha emprendido y ejecutado grandes cosas por mi consejo, y voy a presentarte la prueba de que no ha olvidado mis servicios. Cuando inmediatamente después de la derrota fue necesario elegir el orador que en un panegírico debía tributar los últimos honores a los mártires de la patria, no fuiste tú el elegido, a pesar de tu voz sonora y de tus intrigas, ni Démades que acababa de conseguirnos la paz, ni Hegenon ni ningún otro de tus amigos; esta honra me fue dispensada. Entonces se os vio a Pitocles y a ti vomitar contra mi persona, poseídos de tanto furor como impudencia, las mismas invectivas que acabas de reproducir, lo cual fue un motivo más para que los atenienses persistiesen en su elección. Las causas principales que tuvieron para hacerlo, voy a manifestártelas, sin embargo de que no las ignoras. Ellos conocían mi inalterable amor a la patria, igualmente que todos los crímenes con que la habéis ofendido. Ellos sabían que nuestros reveses aseguraban vuestra impunidad, y que si vuestros sentimientos antipatrióticos no se manifestaron hasta que arreció la desgracia, esto era una prueba de que en todas épocas habíais sido enemigos encubiertos de la República. ¿Podía tampoco confiarse el panegírico de aquellas víctimas heroicas, a los que se habían visto mezclados con los vencedores, participando del placer insultante de sus festines y alegrándose de nuestras calamidades? ¿Era digno que una lengua mentirosa pronunciase las alabanzas y deplorase el infortunio de tan ilustres muertos? Para esto era indispensable, no quejas y lágrimas fingidas, sino un alma penetrada del público sentimiento. Este dolor lo encontraban los atenienses en su corazón y en el mío, pero no en el vuestro, y por esta causa me prefirieron para un cargo tan honroso. Pero no solamente fueron ellos, sino que también los padres y los hermanos encargados de las exequias obraron del mismo modo. La comida fúnebre que se da ordinariamente en la casa de cualquiera de los más próximos parientes, la dieron en la mía. No se engañaron al proceder así, porque si ellos estaban ligados a los muertos por los vínculos de la sangre, como ciudadano nadie lo estaba tanto como yo. Sí, los más interesados en su conservación y en su triunfo debían ser, después de su desgracia, para siempre irreparable, los que mayor parte tomasen en el luto general.

Que oiga leer ese hombre la inscripción que Atenas hizo grabar sobre la tumba de sus mártires. Aquí, Esquines, también reconocerás tu injusticia, tus calumnias y tu maldad.

 

(Lectura de la siguiente inscripción:

Estos guerreros, víctimas intrépidas de su civismo y de su amor a la gloria, encontraron la muerte, en medio de mil peligros, por abatir a un tirano y por castigar sus crímenes. Mientras que rechazaban la deshonra y la esclavitud, la fortuna, envidiosa, hizo inútiles los esfuerzos de su valor. Pelearon a muerte contra el enemigo de su patria, y la muerte los venció. Todavía los lloramos, pero ¡en vano vertemos lágrimas!, porque así lo dispuso el Destino, cuyos decretos son inmutables. Sólo pertenece a los dioses el no equivocarse nunca, y sólo ellos disponen siempre de la dicha y la fortuna. Mortales, resignaos con la voluntad del Cielo.)

 

Ya lo oyes, Esquines, sólo pertenece a los dioses el no equivocarse nunca, y sólo ellos disponen de la fortuna. ¿Es a un orador a quien esos versos hacen árbitro de la victoria? No, ese poder lo atribuyen a los Inmortales. ¿Por qué, pues, miserable, me dirigen tantas imprecaciones? ¡Oh! ¡Permita el cielo que todas caigan sobre ti y los tuyos!

 

 

 

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En medio de tantas imputaciones calumniosas, una circunstancia, ¡oh atenienses!, me ha sorprendido más que todo. Al recordar nuestras desgracias, Esquines no se afligía como corresponde a un buen ciudadano; ¡ni una lágrima en sus ojos! ¡Ni un acento de dolor en sus labios! Alzando su voz retumbante, se alegraba y creía acusarme, sin ver que se acusaba a sí mismo, al mostrar que no participar del infortunio común como nosotros. Sin embargo, a cualquiera que se alabase, como él, de amar las leyes y la democracia, le convendría mostrarse interesado en las ventajas y en las desgracias del pueblo, en vez de colocarse, por una política desleal, bajo las banderas del enemigo. Esto es lo que has hecho, Esquines, cuando me imputabas el desastre sufrido por la Grecia y las desventuras de Atenas. No, atenienses, no fueron mis consejos la causa que os llevó desde el principio a defender la independencia griega. ¡Oh! Si me atribuís el honor de todo lo que habéis hecho para reprimir un poder que se levantaba contra los helenos, me habréis concedido más de lo que el pueblo ha concedido hasta ahora. Apropiarme semejante honra sería inferiros una injuria que no podríais perdonarme; y si ese hombre fuese justo, tampoco buscaría en el odio que me profesa un pretexto para calumniar vuestra gloria.

Pero, ¿a qué me detengo en esto? ¿No tendré que rechazar mentiras aun más escandalosas? El que me ha acusado, ¡oh cielos!, de inteligencia con Filipo, ¿qué no será capaz de decir? Pongo por testigos a Hércules y a todos los inmortales, de que si dejando aparte las imputaciones del odio y de la calumnia se investigasen de buena fe los culpables sobre cuyas cabezas debe recaer la responsabilidad de nuestras calamidades, se encontraría que son los Esquines de cada ciudad y de ningún modo los Demóstenes. Cuando el poder de Filipo era aún débil y pequeño, prodigamos a Grecia advertencias, exhortaciones y consejos de prudencia, mientras que ellos, excitados por una sórdida rapacidad, vendían los intereses públicos, procurando seducir y corromper a los ciudadanos hasta dejarlos reducidos a la servidumbre. En Tesalia estaban Daocho, Cineas y Trasideo; en Arcadia, Cercidas, Hierónymos y Eucampidas; entre los argivos Myrtes, Menaseas y Teledamo; en Elis, Euxiteo, Aristaechmo y Cleotimo, en Mesena la raza del impío Filiades, Neón y Trasiloco; en Siciona, Aristrato y Epicares; en Corinto, Dinarco y Demarato; en Megara, Peteodoro, Helixos y Perilaos; en Tebas Timolao, Teogiton y Anemetas; y en la Eubea Hiparco, Clitarco y Sosistrato. En fin, el día concluiría antes de que yo hubiese acabado de nombrar todos los traidores. Ved, pues, ¡oh atenienses!, los hombres que, en sus ciudades, siguieron la misma conducta que esos entre vosotros. Corazones de cieno, viles aduladores, furias de su patria, a la cual cada uno ha procurado mutilar horriblemente, han vendido la libertad, entre brindis y libaciones, a Filipo y Alejandro sucesivamente, y haciendo consistir su felicidad en sus inmensas liviandades y en sus infamias, han destruido aquella independencia, aquella satisfacción de no sufrir el yugo de ningún amo, noble y supremo orgullo de nuestros mayores.

 

55

En medio de las conspiraciones odiosas que tanto se repitieron; en medio de las pujas, por decirlo así, en que se fijaba precio a la libertad griega, el mundo, gracias a mis consejos, ha visto la inocencia de Atenas, y los atenienses la de Demóstenes. ¿Y te atreves aún a preguntar por qué virtudes creo merecer una recompensa? ¡Pues bien! Voy a decírtelo. Haber resistido los halagos, las seducciones y las más brillantes promesas cuando en las ciudades griegas todos los oradores, empezando por ti, se vendían primero a Filipo y después a Alejandro; haber desechado la esperanza, los temores y el favor, y haber defendido los intereses y los derechos de mi patria; haber dado siempre a mis conciudadanos consejos saludables sin permitir que la balanza de mi voluntad se inclinase por el oro; haber manifestado en todos mis actos un alma recta e incorruptible; haber, en fin, dirigido los más grandes asuntos de mi siglo con prudencia, con justicia, con sinceridad: ¡he aquí mis títulos para merecer una corona!

En cuanto a la reparación de los muros y de los fosos, que ridiculizas con tus burlas, la creo digna de reconocimiento y de elogio, ¿por qué no?, pero la coloco muy por bajo de mis otros servicios. No, no es únicamente con piedras y ladrillos con lo que he fortificado a Atenas. Dirige una mirada imparcial sobre mis verdaderas fortificaciones y encontrarás armas, reductos, plazas, puertos, naves, tropas de caballería y un ejército leal y valeroso. Ve las fortalezas de que he provisto, en cuanto era posible a la prudencia de un hombre, no solamente las cercanías de la ciudad y del Pireo, sino toda el Ática. Por consiguiente yo no he sido vencido por la política y las armas de Filipo; más bien que esto debe decirse que los generales y los soldados de nuestros aliados sucumbieron a la adversidad de la fortuna. He aquí las pruebas de lo que digo, y juzgad de su evidencia y de su fuerza.

        

56

¿Qué debía hacer un buen ciudadano que deseara trabajar por su patria con todo el celo, con todo el acierto y previsión posibles? ¿No debía asegurar el Ática, en el litoral por la parte de la Eubea, en tierra por la frontera de Beocia, y hacia el Peloponeso por los pueblos limítrofes? ¿No debía buscar, para el transporte de granos hasta el Pireo, un camino seguro a través de las comarcas amigas? ¿No debía defender lo que poseíamos, es decir, el Proconeso, el Quersoneso y Tenedos, y enviar socorros para conseguirlo, pronunciar discursos y redactar decretos? ¿No debía conciliarse la amistad y la alianza de Bizancio, de Abydos y de la Eubea?[28] ¿No debía quitar al enemigo sus principales fuerzas y suplir con ellas las que nos faltaban? Pues todo esto lo he conseguido con mis decretos y mi política. Sí; sometida a un examen imparcial, mi conducta no ofrece otra cosa que sabios proyectos ejecutados con integridad, que atención para descubrir y aprovechar toda circunstancia favorable y para hacer cuanto es permitido a las facultades de un solo hombre. Si un genio fatal, si la fortuna, si la impericia de nuestros generales, si la traición y si todas estas causas reunidas han ocasionado la ruina universal, ¿dónde está el crimen de Demóstenes? ¡Oh!, ¡si cada ciudad griega hubiese poseído un ciudadano que ocupara su puesto como yo ocupaba el mío entre vosotros; si un solo tesalio, si un solo arcadio hubiese pensado como yo pensaba, ningún heleno de esta ni de la otra parte de las Termópilas, sufriría al presente la tiranía extranjera! ¡Libres con sus propias leyes, sin peligros, sin inquietudes, todos vivirían dichosos bajo el cielo de la patria; y su reconocimiento hacia Atenas por tantos beneficios inestimables, sería obra mía!

         Para probaros que por temor de despertar la envidia empleo un lenguaje inferior a la importancia de los hechos, se van a dar a conocer los socorros enviados a consecuencia de mis proposiciones. – (Lectura de una enumeración de los socorros.)

He aquí, Esquines, lo que debe hacer todo hombre honrado, todo buen ciudadano. El éxito, ¡oh dioses inmortales!, nos habría elevado a la cumbre de la grandeza; y después del revés que hemos sufrido, nos queda, al menos, una reputación intacta. Nadie se queja de Atenas, nadie censura su política, y sólo se acusa a la fortuna de haberse mostrado adversa. Pero, ¡por Júpiter!, el buen ciudadano no se aparta de los intereses del Estado; no se vende a los enemigos para servirles, llegada la ocasión, en vez de servir a la patria; no denigra al hombre cuyos discursos y decretos, dignos de la República, han merecido una aprobación constante; no guarda en su memoria el recuerdo de las injurias personales; no permanece, en fin, como tú haces frecuentemente, en una quietud insidiosa y funesta.

 

57

Sin duda que hay un reposo útil a la patria, y casi todos participáis de él honradamente; pero en nada se parece al reposo de ese hombre. Retirado de los asuntos, se le ve espiar las ocasiones en que estáis fatigados de oír a un orador asiduo, y los momentos en que la suerte os envía algunos de esos reveses o alguno de esos accidentes desgraciados, tan comunes en la vida humana. Entonces deja repentinamente su retiro, asalta la tribuna, dilata la voz, amontona palabras sobre palabras, y prolonga sin tomar aliento esos períodos sonoros, que lejos de producir algún bien, impresionan ligeramente sobre algunos asuntos y deshonran a la República. Si esos esfuerzos laboriosos parten, ¡oh Esquines!, de un alma pura que se interesa por el bien de la patria, producen frutos preciosos y útiles a todos, tales como alianzas, subsidios, empresas comerciales, leyes saludables y fuertes obstáculos opuestos al enemigo. Esto es lo que se busca en los días azarosos, que ofrecen al buen ciudadano mil ocasiones propicias en los cuales no has aparecido, ni al principio, ni después, ni nunca, aunque se tratase de la defensa o engrandecimiento de la patria. ¿Qué alianzas, qué gloria, qué amigos, qué socorros ha conseguido Atenas por ti? ¿Ha habido alguna embajada o expedición en la que haya honrado tu conducta? ¿Ha habido algún asunto ateniense, griego o extranjero, que haya tenido buen éxito en tus manos? ¿Nos has proporcionado alguna vez armas, buques, arsenales, fortificaciones o tropas? ¿Han recibido los ricos ni los indigentes algún beneficio por tus donativos patrióticos? ¿Podrás decir, acaso, que has mostrado celo y actividad? Pero ¿dónde? ¿En qué tiempo? ¡Oh, el más injusto de los hombres!, cuando todos los oradores se imponían una tarea voluntaria por la salud común; cuando últimamente Aristónico[29] sacrificó por la patria las economías reunidas para su rehabilitación, tú no contribuiste con nada, ni siquiera te presentaste en público. ¿Fue por indigencia? No; porque has recibido más de cinco talentos de la herencia de tu suegro, y dos que te dieron colectivamente los mayores contribuyentes por haber mutilado la ley sobre los armamentos marítimos. Pero dejemos a un lado estos detalles, que sin sentirlo me arrastrarían muy lejos. Es cosa indudable que si nunca has contribuido a las necesidades comunes, no ha sido por falta de recursos, sino por una consideración delicada hacia aquellos que habían comprado tus servicios.

¿Cuándo, pues, te muestra atrevido? ¿Cuándo descuellas sobre los demás? Sólo cuando es necesario hablar contra tus conciudadanos. ¡Oh! Entonces despliegas una voz atronadora, una inmensa memoria, y el talento del gran cómico Teocrino[30].

 

58

Has hablado de los grandes hombres que florecieron en los tiempos antiguos; nada más laudable. Pero es injusto, ¡oh atenienses!, abusar de vuestra admiración por aquellos ilustres varones y establecer un paralelo entre ellos y yo, que soy un contemporáneo vuestro. ¿No es sabido que la envidia aborrece a los vivos y se enamora de los muertos?[31] Tal es el corazón humano y por esto no debe juzgárseme con la vista fija en nuestros ilustres predecesores. Lo contrario sería proceder sin justicia ni imparcialidad. Contigo, Esquines, y con aquellos de tus parecidos que prefieras, entre nuestros contemporáneos, es con quienes debe comparárseme. Considera también si para Atenas no es más útil premiar al amor patrio y los servicios prestados a la República que el recuerdo de las magníficas empresas de nuestros abuelos, ante las cuales toda alabanza languidece, sobre todo cuando dicho recuerdo sirve para olvidar o para despreciar los beneficios recientes. Más diré aún: que se examine de buena fe mi conducta, y se reconocerá la conformidad de mis intenciones con la de los grandes hombres que celebras y la conformidad de tus intrigas con las de sus calumniadores. Porque también en aquellos siglos había malvados, parecidos a ti en lo cobardes y envidiosos, que ensalzaban a los muertos para rebajar a los vivos. Dices que no me parezco en nada a aquellos ilustres ciudadanos; pero, ¿quieres decirme si tú, Esquines, y tu hermano y los demás oradores de hoy me lleváis en esto alguna ventaja? El hombre de bien compara los vivos a los vivos y los talentos de ellos entre sí, como se hace con los poetas, los bailarines y los luchadores. Filamon, aunque inferior a Glocos y a algunos antiguos atletas, no salía de Olimpia sin recompensa; superior a sus antagonistas, era coronado y proclamado vencedor. De igual modo, Esquines, puedes compararme a los oradores de nuestro tiempo, a ti mismo o a cualquiera otro, sin temor de que retroceda ante ninguno. Mientras que la República ha podido adoptar los consejos más útiles; mientras que ha sido posible a todos los ciudadanos rivalizar en celo por el bien público, se me ha visto proponer las resoluciones más convenientes, habiéndose resuelto todo por mis decretos, mis leyes y mis embajadas. En cambio vosotros jamás habéis aparecido sino para perjudicar al pueblo. Después de los tristes acontecimientos (¡por qué los dioses los habrán permitido!), cuando se buscaban, en lugar de fieles consejeros, esclavos dóciles, traidores, aduladores y mercenarios, tú y tus cómplices brillasteis en la opulencia, costeando magníficos caballos; y yo entre tanto quedaba oscurecido, pero abrigando en mi pecho un corazón consagrado a la patria.

 

59

Dos cualidades, ¡atenienses!, caracterizan al buen ciudadano, título que creo poder atribuirme sin despertar la envidia: en el ejercicio del poder, una firmeza inquebrantable para mantener el honor y la preeminencia de la República: en todo tiempo y para todos sus actos públicos, desinterés y patriotismo. Esto último depende de nosotros, está en nuestro corazón, aunque no tengamos el poder a nuestro alcance. ¡El patriotismo! He aquí lo que encontráis en mí, constante, inalterable. Recordad, en prueba de ello, que se ha pedido mi cabeza, que se me ha citado al tribunal de los Anfictiones; que se han puesto en juego ofrecimientos y amenazas, que se han lanzado contra mí esos miserables como bestias feroces, y que nada ha podido jamás apartarme de vuestros intereses. Desde mis primeros pasos he seguido el camino más recto: mi política ha consistido siempre en sostener las prerrogativas, el poder y la gloria de mi patria, en extenderlas e identificarme con ellas.

Cuando el extranjero prospera, no se me ve pasar por la plaza pública rebosando de júbilo, tendiendo la mano y refiriendo las noticias a los que seguramente han de transmitirlas a Macedonia. Si nuestra ciudad tiene algún motivo de alegría, no tiemblo al saberlo, ni me retiro azorado y con la mirada abatida, como esos impíos que difaman la República, sin ver que se deshonran ellos mismos, y que, fija la vista fuera de la patria, celebran los triunfos del que debe su prosperidad a las desgracias de Grecia, deseando que se dedique a perpetuarlas.

¡No escuchéis, dioses inmortales, sus culpables votos! ¡Corregid, corregid su espíritu y su corazón! Y si tanta maldad es irremediable, ¡haced que, abandonados en el mundo, perezcan sobre la tierra o sobre los mares! ¡Para nosotros, última esperanza de la patria, sólo pedimos que os apresuréis a disipar los peligros suspendidos sobre nuestras cabezas y a asegurar nuestra conservación!

 


[1] Otra traducción posible: Si hubiese actuado de este modo… quizás sus acusaciones pudieran compararse con mis acciones pasadas.

[2] Alejandro acababa de destruir Tebas.

[3] Se refiere a que Esquines, en su discurso, había supuesto que esas plazas no existían ya.

[4] Se refiere a Alejandro, que había pedido le fuesen entregados los ocho ciudadanos más notables del partido ateniense contrario a Macedonia.

[5] Uno de los puertos de Atenas, donde había un templo consagrado a Diana, que servía de refugio a los perseguidos por deudas.

[6] Presidente de las fiestas sagradas.

[7]Los antiguos empleaban esta planta en las neurosis y en las afecciones cerebrales.

[8]Alusión a los inventores de la tragedia, dirigida a Esquines que había sido cómico de la legua.

[9]Tromes, el Medroso; Atrómetos, el Intrépido (N. de Stievenart.)

[10]Becker explica esta alusión, suponiendo que Demóstenes se refería a la profesión de cómico que había ejercido Esquines, en la cual acaso mutilaría los versos al pronunciarlos.

[11]Tebas y Atenas.

[12]Miembro del Consejo de los anfictiones.

[13]Otra designación de los individuos del Consejo anfictiónico.

[14] Según Schaefer, se refiere a Filipo: así parece efectivamente.

[15] Un plazo de dos meses incompletos. – (Stievenart.)

[16]Según Reiske, lo hicieron así para desocupar la plaza donde el Pueblo debía hacer guardia durante la noche; pero Schaefer objeta que los muchos esclavos de os atenienses podían haber levantado las tiendas en pocas horas, y supone más verosímilmente que este fuego debió servir para anunciar el peligro a las gentes diseminadas por los campos. – (Stievenart.)

[17]En Atenas había una clase compuesta por los trescientos ciudadanos más ricos.

[18]Este sobrenombre lo había recibido Demóstenes en su juventud. Batalos significa hombre afeminado.

[19]Pueblo donde Esquines había representado tragedias.

[20]Algunos historiadores dan a este ateniense el nombre de Lycidas. – (Stievenart.)

[21] Es decir, compensar lo que tú has hecho contra la patria, con lo que yo he hecho por ella. Así interpreta esto Jacobo. – (Stievenart.) En mi opinión (Álamo), la referencia de la pregunta anterior de Demóstenes era aquella sociedad que el orador había tenido con Darío el Persa, con lo cual se explicaría lo de «tan poca fuerza como algunas cifras combinadas». En tal caso, «eliminar los hechos por compensación» equivaldría entonces a olvidar las proezas realizadas a instancias de los discursos de Demóstenes, por causa de los «números» (dineros) sin importancia recordados maliciosamente por Esquines.

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El poder permanente del discurso sobre el sueño de King

La crítica literaria de ‘The New York Times’ analiza el histórico discurso (ver aquí en con subtitulado en español) y su influencia en ObamaImage

Cuando el día empezaba a declinar, en medio del calor, tras una larga marcha y una tarde de discursos sobre leyes federales, desempleo y justicia racial y social, el reverendo Martin Luther King subió por fin al estrado, delante del monumento a Lincoln, para dirigirse a la muchedumbre de 250.000 personas reunidas en el National Mall de Washington.

Empezó despacio, con una gravedad magistral, hablando de lo que suponía ser negro en Estados Unidos en 1963 y la “vergonzosa situación” de las relaciones entre razas 100 años después de la Proclamación de las leyes de emancipación. A diferencia de muchos de los oradores anteriores, King no habló de ningún proyecto de ley concreto de los que estaban en el Congreso ni de las demandas de los manifestantes. Lo que hizo fue situar el movimiento de los derechos civiles en el contexto general de la historia —el pasado, el presente y el futuro— y en la visión intemporal de las Escrituras.

El reverendo King estaba a mitad del discurso que había preparado cuando Mahalia Jackson —que unas horas antes había ofrecido una conmovedora versión del espiritual He sido rechazado y he sido despreciado— le gritó desde la tribuna de los oradores: “¡Háblales del Sueño, Martin, háblales del Sueño!”; se refería a una frase que él había pronunciado en ocasiones anteriores. Y el reverendo King dejó a un lado el texto de su discurso y comenzó una extraordinaria improvisación sobre el tema del sueño, que acabaría por convertirse en uno de los estribillos más conocidos del mundo.

Con su estrofa improvisada, el reverendo King entró de un salto en la historia, pasó de la prosa a la poesía, del podio al púlpito. Su voz se agrandó en un crescendo emocional mientras pasaba de una pesimista valoración de la injusticias sociales del momento a una visión radiante de esperanza, de lo que podía ser América. “Tengo un sueño”, declaró, “que mis cuatro hijos vivirán un día en una nación en la que no se les juzgará por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Hoy tengo un sueño!”.

Muchos de los que se encontraban en la multitud esa tarde, hace 50 años, habían llegado en trenes y autobuses de todo el país. Muchos llevaban sombreros e iban endomingados —”Por aquel entonces”, recordaría después el líder de los derechos civiles John Lewis, “cuando iba a una manifestación, se ponía sus mejores prendas”,— y la Cruz Roja repartía cubitos de hielo para aliviar el sofocante calor de agosto. Aun así, pese al cansancio después de una larga jornada, todos quedaron absolutamente electrizados por King. Hubo un silencio reverencial cuando tomó la palabra, cuando empezó a hablar de su sueño, gritaron “Amén” y “Predique, doctor King, predique”, y en todo momento le respondieron, según su consejero Clarence B. Jones, “con todas las versiones imaginables de las exclamaciones que se oyen en una iglesia baptista, multiplicadas por mil”.

Podía sentirse “la pasión que le transmitía la gente”, escribió posteriormente James Baldwin, que se había sentido escéptico ante la marcha, y en aquel momento, “casi pareció que estábamos en una montaña y veíamos nuestro legado; quizá podíamos lograr que el reino se hiciera realidad”.

El discurso de Martin Luther King fue no solo el corazón y el pilar emocional de la marcha sobre Washington, sino la prueba del poder de transformación y la magia de las palabras de un hombre. Cincuenta años después, sigue siendo un discurso capaz de conmover hasta las lágrimas. Cincuenta años después, los escolares recitan sus frases más famosas, y los músicos las utilizan. Cincuenta años después, esas palabras, “Tengo un sueño”, se han convertido en el símbolo del compromiso de King con la libertad, la justicia social y la no violencia, y han inspirado a los activistas desde la plaza de Tiananmen hasta Soweto, desde Europa del Este hasta Cisjordania.

¿Por qué ejerce semejante poder el discurso del Sueño del reverendo King sobre personas de todo el mundo y sobre distintas generaciones? Su eco procede, en parte, de la imaginación moral de King. En parte, de su magistral oratoria y su don para conectar con su audiencia, ya fuera en el Mall aquel día, bajo el sol, o con quienes vieron el discurso por televisión, o quienes, decenios más tarde, lo ven en Internet. Y en parte, de su capacidad, desarrollada a lo largo de su vida, de transmitir la importancia de sus argumentos con un lenguaje rico, matizado y lleno de significados bíblicos e históricos.

Hijo, nieto y bisnieto de pastores baptistas, el reverendo King se sentía cómodo en la tradición oral de la iglesia negra, y sabía cómo interpretar a su público y cómo reaccionar en consecuencia; era frecuente que introdujera en sus sermones improvisaciones casi de jazz en torno a sus frases favoritas —como la secuencia del “sueño”—, en las que mezclaba sus propias palabras y las de otros. Al mismo tiempo, las sonoras cadencias y el vibrante lenguaje lleno de metáforas de la Biblia del rey Jacobo eran algo instintivo para él. Sus escritos estaban llenos de citas de la Biblia y de su vívida imaginería, y las utilizaba para situar los sufrimientos de los afroamericanos en el contexto de la Escritura, para dar a los negros que le escuchaban ánimo y esperanza, y a los blancos, un sentimiento visceral de identificación.

En su discurso del Sueño, el reverendo King alude a un famoso fragmento de la Epístola a los Gálatas, cuando habla de “ese día en el que todos los hijos de Dios —negros y blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos— podrán unir las manos”. También trazó paralelismos, como en muchos de sus sermones, entre “el negro” que aún es “un exiliado en su propia tierra” y la situación de los israelitas en el Éxodo, que, con Dios de su parte, lograron liberarse de las penalidades y la opresión y escapar de la esclavitud en Egipto para dirigirse a la Tierra Prometida.

Todo el discurso de la marcha sobre Washington resuena lleno de ritmos y paralelismos bíblicos y erizado de una panoplia de referencias a otros textos históricos y literarios que su público debía de conocer. Además de las alusiones a los profetas Isaías (“Tengo un sueño, que un día todos los valles se elevarán y todas las colinas y las montañas descenderán”) y Amós (“No estaremos satisfechos hasta que la justicia fluya como el agua y la virtud como un río poderoso”), contiene ecos de la Declaración de Independencia (“los derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”), Shakespeare (“este sofocante verano del legítimo descontento del negro”) y canciones populares como la famosa “This Land is Your Land” (“Esta tierra es tu tierra”) de Woody Guthrie (“Que resuene la libertad desde las altas montañas de Nueva York”, “Que resuene la libertad desde las suaves pendientes de California”).

Estas referencias daban más amplitud y profundidad al discurso, igual que las numerosas alusiones de T. S. Eliot en The Waste Land (La tierra baldía) añadían contenido al poema. Martin Luther King, que poseía un doctorado en teología y durante algún tiempo había pensado en dedicarse a la universidad, tenía una gran influencia de su infancia en la iglesia de su padre y del estudio que había hecho posteriormente de pensadores tan distintos como Reinhold Niebuhr, Gandhi y Hegel. Con el tiempo, había desarrollado un talento para sintetizar ideas y motivos diversos y apropiarse de ellos, un talento que le permitía hablar a muchos públicos distintos al mismo tiempo, todo ello mientras hacía que ideas que podían ser radicales para algunos resultaran familiares y accesibles. Era un don en ciertos aspectos paralelo a sus dotes de líder del movimiento de los derechos civiles, encargado de mantener unidas a facciones muchas veces enfrentadas (de figuras más militantes como Stokely Carmichael a otras más conservadoras como Roy Wilkins) y encontrar la manera de mantener el equilibrio entre las preocupaciones de los activistas de base con la necesidad de labrar una alianza eficaz con el Gobierno federal.

Al mismo tiempo, King era capaz también de encerrar sus argumentos en un continuo histórico, otorgarles la autoridad de la tradición y el peso de la asociación. Para algunos de los que le escuchaban, la expresión de su sueño para Estados Unidos debía de evocar recuerdos conscientes o inconscientes del llamamiento que hacía Langston Hughes en un poema de 1935 a “dejar que América sea el sueño que soñaron los soñadores” y de la descripción de W. E. B. Du Bois sobre “la maravillosa América, que soñaron los padres fundadores”. Sus últimas frases en el discurso de la marcha sobre Washington procedían de un espiritual negro, y recordaron al público la fe en la posibilidad de la liberación que había sostenido a los esclavos: “Libres al fin, libres al fin; gracias, Dios Todopoderoso, somos libres al fin”.

Para quienes no estaban tan familiarizados con la música y la literatura afroamericanas, hubo referencias más inmediatas y patrióticas. Igual que Lincoln redefinió la visión de los fundadores de Estados Unidos en su discurso en Gettysburg al invocar la Declaración de Independencia, King, en su discurso del Sueño, hizo referencias a Gettysburg y a la Declaración. Esos ecos deliberados contribuyeron a universalizar los fundamentos morales del movimiento de los derechos civiles y subrayaron que sus objetivos no eran más revolucionarios que la visión original de los padres fundadores. El sueño de King para los “ciudadanos de color” de Estados Unidos no era ni más ni menos que el Sueño Americano de un país en el que “todos los hombres fueron creados iguales”.

En cuanto a la cita que hizo King del himno My Country, ’Tis of Thee (Mi país es tuyo) —que es casi un himno nacional oficioso, un canto que se saben de memoria hasta los niños—, fue una alusión a la patriótica fe de los activistas de los derechos civiles en el proyecto de reinventar América. Es posible que además le evocara a él recuerdos personales. La noche, durante el boicot a los autobuses en Montgomery, Alabama, en que su hogar sufrió un atentado que puso en peligro las vidas de su mujer, Coretta, y su hija pequeña, King, calmó a la muchedumbre que se había reunido delante de su casa y les dijo: “Quiero que améis a nuestros enemigos”. Al parecer, varios de sus seguidores empezaron entonces a cantar himnos, entre ellos My Country, ’Tis of Thee.

La marcha sobre Washington y el discurso del Sueño del reverendo King influyeron de forma decisiva en la aprobación de la Ley de derechos civiles de 1964, como la trascendental marcha de Selma a Montgomery que encabezó en 1965 daría un impulso fundamental a la aprobación, ese mismo año, de la Ley sobre el derecho al voto. Aunque King recibió el Premio Nobel de la Paz en 1964, su agotadora actividad (pronunciaba cientos de discursos al año) y su frustración con las divisiones en el movimiento de los derechos civiles y el aumento de la violencia en el país le provocaron un cansancio y una depresión crecientes hasta el momento de su muerte, asesinado, en 1968.

Saber que Martin Luther King dio su vida por la causa hace que la experiencia de oír hoy sus discursos sea aún más emocionante. Igual que recordar —hoy, en el segundo mandato de la presidencia de Barack Obama— la terrible situación de las relaciones entre las razas en los primeros sesenta, cuando las ciudades del Sur de Estados Unidos aún tenían segregación en las escuelas, los restaurantes, los hoteles y los aseos, además de discriminación en la vivienda y el empleo en todo el país. Solo dos meses y medio antes del discurso del Sueño, el gobernador George Wallace se había colocado en una puerta de la Universidad de Alabama para tratar de impedir que se matricularan dos estudiantes negros; al día siguiente, murió asesinado el activista de los derechos civiles Medgar Evers delante de su casa en Jackson, Misisipi.

El presidente Obama, que en una ocasión contó cómo su madre iba a casa “con libros sobre el movimiento de los derechos civiles, grabaciones de Mahalia Jackson y discursos del doctor King”, ha calificado a los líderes del movimiento de “gigantes cuyos hombros nos sostienen”. Varios de sus discursos están claramente en deuda con las ideas y palabras de King.

En su discurso ante la Convención Nacional Demócrata en 2004, que le dio a conocer al país, Obama evocó la visión de esperanza de King al hablar de “unirnos en una familia americana”. En su discurso de 2008 sobre la raza, habló, como había hecho King, de proseguir “por el camino de una unión más perfecta”. Y en el discurso que pronunció en 2007 para conmemorar la marcha de Selma en 1965, repitió las frases de King sobre el Éxodo y dijo que el reverendo King y otros líderes de los derechos civiles eran miembros de la generación de Moisés, que “señalaron la dirección” y “nos hicieron recorrer el 90% del camino”. Dijo que los miembros de su propia generación eran los herederos, la generación de Josué, con la responsabilidad de acabar “el viaje que había comenzado Moisés”.

Martin Luther King sabía que no sería fácil “transformar los ruidosos desacuerdos de nuestra nación en una hermosa sinfonía de hermandad”, unas dificultades que hoy persisten con los nuevos debates sobre las leyes de inscripción de votantes y la muerte por disparos de Trayvon Martin. Probablemente, el reverendo King no previó que un presidente negro celebraría el 50º aniversario de su discurso ante el monumento a Lincoln, y desde luego no pensó que él mismo tendría otro monumento a escasa distancia. Pero sí soñó con un futuro en el que el país emprendería “la soleada ruta de la justicia racial”, y profetizó, con una agridulce clarividencia, que 1963 era, en sus propias palabras, “no un final, sino un principio”.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Fuente: http://internacional.elpais.com/internacional/2013/08/28/actualidad/1377702909_628035.html

Martin Luther King – Último Discurso – «He estado en la cima de la montaña»

Versión doblada

Les agradezco muy bondadosamente, amigos míos.

A medida que escuchaba a Ralph Abernathy en su elocuente y generosa introducción, yo pensaba en mí mismo, y me preguntaba de quién estaría él hablando. Siempre es bueno oír a tu mejor amigo y socio que diga algo bueno acerca de tí, y Ralph Abernathy es el mejor amigo que tengo en el mundo. Es mi delicia ver a cada uno de ustedes aquí esta noche a pesar de la advertencia de una tormenta. Me demuestran que están determinados a seguir de cualquier manera.

Algo está pasando en Memphis, algo está pasando en nuestro mundo. Y ¿saben qué? si estuviera parado al comienzo de la era, con la posibilidad de echarle una vistazo general, tipo panorámica, a toda la historia humana hasta ahora, y el Todopoderoso me dijera, “Martin Luther King, ¿en que era te gustaría vivir?”

Yo abordaría mi vuelo mental hacia Egipto, y vería a los hijos de Dios en su magnífica travesía, desde los oscuros calabozos de Egipto cruzando el…, mejor dicho pasando a través del Mar Rojo, a través del desierto, hacia la tierra prometida. Y a pesar de la magnificencia, no pararía ahí.

Me iría hasta Grecia, y llevaría mi mente al Monte Olimpo. Y vería a Platón, Aristóteles, Sócrates, Eurípides, y Aristófanes, reunidos en el Partenón, y los vería en el Partenón hablando de los grandes y eternos asuntos de la realidad. Pero no me detendría ahí. Incluso iría a los tiempos de auge del Imperio Romano, y vería los progresos de allá, a través de diversos emperadores y líderes. Pero no me detendría ahí.

Incluso aparecería por los días del Renacimiento y echaría una mirada rápida a todo lo que el Renacimiento hizo por la cultura y la estética en la vida del hombre. Pero no me detendría ahí.

Incuso iría por los caminos del hombre por quién yo he sido nombrado, en qué ambiente vivía, y observaría cómo Martín Lutero clavaba sus noventa y cinco Tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg. Pero no me detendría ahí.

Incluso llegaría a 1863 y vería a un vacilante presidente llamado Abraham Lincoln finalmente llegar a la conclusión que tenía que firmar la Proclamación de la Emancipación. Pero no me detendría ahí.

Incluso llegaría a los primeros años de los ’30, y vería a un hombre batallando con los problemas de la bancarrota de su país, y salir con un grito elocuente que “No hay nada que temer, salvo al temor mismo.” Pero no me detendría ahí.

Extrañamente, me volvería hacia el Todopoderoso y le diría: -Si me permitieras vivir solo unos cuantos años en esta segunda parte del siglo veinte, seré feliz.

Ahora, esto es hacer una declaración extraña, porque el mundo está hecho un embrollo. La nación está enferma, el problema está en la tierra, confusión por todas partes. Pero yo sé, en cierta forma, que solamente cuando está lo suficientemente oscuro puedes ver las estrellas. Y veo a Dios obrando en este período del siglo veinte de tal modo que los hombres, en alguna extraña manera están respondiendo.

Algo está pasando en nuestro mundo. Las masas de gentes se están levantando. Y donde quiera que hoy estén reunidos, ya sea que estén en Johannesburg, en Sudáfrica; Nairobi, Kenia; Accra, en Ghana; La ciudad de Nueva York, Atlanta, Georgia; Jackson, en Missisipi; o en Memphis, Tennessee, el grito es siempre el mismo: “Queremos ser libres.”

Y otra razón por la que estoy feliz de vivir en este período, es que hemos sido arrastrados al punto donde vamos a tener que luchar con problemas con los que el hombre ha intentado luchar a través de la historia, pero las exigencias no lo forzaban a hacerlo. La supervivencia exige que luchemos con ellos. Ahora bien, el hombre por años ha hablado de la Guerra y la Paz. Pero ahora ya es posible tan solo hablar acerca de ello. Ya no se trata de una opción entre la violencia y la no-violencia en este mundo; es no-violencia o no-existencia. Y en eso estamos hoy.

Y también, en la revolución de los derechos humanos, si algo no se hace, y se hace de prisa, para sacar a las personas de color del mundo de sus largos días de pobreza, sacarlos de sus largos años de dolor y abandono, el mundo entero está condenado a muerte. Pues ahora simplemente estoy feliz de que Dios me haya permitido vivir en este período, para ver lo que se está desarrollando. Y me siento feliz que me haya permitido estar en Memphis.

Puedo recordar, – puedo recordar cuando los negros iban por ahí, como a menudo ha dicho Ralph, rascándose donde no les pica y riéndose cuando no les hacen cosquillas. Pero ese día se ha terminado. Ahora vamos en serio y estamos determinados a ganar nuestro justo lugar en el mundo de Dios.

Y de esto es de lo que se trata. No estamos ocupados en una protesta negativa y discusiones negativas con nadie. Estamos diciendo que estamos determinados a ser hombres; estamos determinados a ser personas. Estamos diciendo… estamos diciendo que somos hijos de Dios. Y si somos hijos de Dios, no tenemos que vivir de la manera en que nos obliguen a vivir.

Pues ahora, ¿qué es lo que significa todo esto en este gran período en la historia? Significa que debemos seguir juntos. Debemos estar unidos y mantener la unidad. ¿Saben qué? Siempre que el faraón deseaba prolongar el período de la esclavitud en Egipto, él tenía una fórmula favorita para lograrlo. ¿Saben cuál era? Él mantenía a los esclavos peleando entre ellos mismos. Pero siempre que los esclavos se unían, algo pasaba en la corte del faraón, y él no podía mantener a los esclavos en esclavitud. Cuando los esclavos se unen, ese es el comienzo de salir de la esclavitud. Ahora, pues, mantengamos esa unidad.

En segundo lugar, repasemos el estado de los asuntos. El asunto es la justicia. El tema es el rechazamiento de Memphis de ser justo y honesto en sus tratos con sus servidores públicos, que son en este momento los trabajadores sanitarios. Pues ahora tenemos que fijar la atención en ello. Que es siempre un problema con un poco de violencia. Ustedes saben lo que pasó el otro día, y la prensa trató solamente lo de las ventanas rotas. Leí los artículos. Muy pocas veces llegaron a mencionar el hecho que mil trescientos trabajadores sanitarios están en huelga, y que Memphis no está siendo justo con ellos, y que el alcalde Loeb tiene una terrible necesidad de un doctor. Ni llegaron a mencionar eso.

Pues ahora vamos a marchar de nuevo, y tenemos que marchar de nuevo, para poner este asunto en donde se supone que debe estar, y obligar a todos a ver que hay mil trescientos hijos de Dios sufriendo aquí, hay veces que pasan hambre, pasan a través de las oscuras y tristes noches preguntándose cómo saldremos de esto. Ese es el tema. Y tenemos que decirle a la nación, que sabemos como saldremos de esto. Porque cuando las personas se aferran a lo que está bien, y se disponen a sacrificarse por eso, entonces no hay estación intermedia hasta la victoria.

No vamos a permitir que un mazo cualquiera nos detenga. Somos maestros en nuestro movimiento de la No-violencia, en desarmar fuerzas policiales; no saben qué hacer. Los he visto muy a menudo. Yo me acuerdo que en Birmingham, Alabama, cuando estábamos ahí en esa majestuosa lucha, día tras día salíamos de la iglesia bautista de la Calle 16. Salíamos de a cientos, y el “Toro” Connor decía “¡Suéltenles los perros!”, y ahí venían. Pero nos fuimos delante de los perros cantando “No voy a dejar que nadie me mande de vuelta.”

Después el “Toro” Connor decía: “¡Abran las mangueras de incendio!” Y como les dije a ustedes la otra noche, el “Toro” Connor no sabía de historia. Él sabía un tipo de física que de alguna forma, no tenía que ver con la metafísica que nosotros sabíamos. Y que fue el hecho de que había un cierto tipo de fuego que ningún agua lo podía apagar. Y nos fuimos en frente de las mangueras de incendio. Ya conocíamos el agua. Y si éramos bautistas o de alguna otra denominación, hemos sido sumergidos. Y si fuéramos metodistas, o de alguna otra, hemos sido rociados. Pero conocíamos el agua. Eso no nos pudo detener.

Y nosotros solo fuimos adelante, ante los perros, y los mirábamos; y proseguíamos adelante enfrente de las mangueras del agua y las mirábamos. Y solo seguimos adelante cantando, “Sobre mi cabeza, veo la libertad en el aire.” Y luego nos metían en los furgones, y a veces nos amontonaban ahí adentro como sardinas en lata. Y nos metían adentro y el viejo “Toro” decía: “¡Llévenselos!” Y lo hacían, y nosotros íbamos en el furgón cantando, “Debemos Vencer.” Y de vez en cuando estábamos en la cárcel, y veíamos a los carceleros mirando a través de las ventanillas conmovidos por nuestras oraciones, y conmovidos por nuestras palabras y nuestras canciones. Y había un poder ahí, al cual el “Toro” Connor no se pudo ajustar, así que terminamos transformando al “Toro” en un buey, y ganamos nuestra lucha en Birmingham. Ahora tenemos que continuar en Memphis, tal cual. Los convoco para que estén con nosotros cuando salgamos el lunes.

Ahora… acerca de los mandatos. Tenemos un mandato y vamos a ir a la Corte mañana a pelear contra este ilegal, inconstitucional mandato. Todo lo que le decimos a Norteamérica es “Que sea verdad lo que dicen en los papeles”. Si yo viviera en China, o hasta en Rusia, o cualquier país totalitario, tal vez podría entender algunos de estos ilegales mandatos. Tal vez podría entender la denegación de ciertos privilegios básicos de la Primera Enmienda, porque no se han comprometido a eso, por allá. Pero en alguna parte yo leí acerca de la libertad de asamblea. En alguna parte leí algo acerca de la libertad de expresión. En alguna parte leí acerca de la libertad de prensa. En alguna parte he leído que la grandeza de Norteamérica es el derecho a reclamar por los derechos. Y así como digo que no vamos a dejar que ningún perro o mangueras de agua nos manden de vuelta, tampoco vamos a dejar que ningún mandato nos eche de vuelta. Vamos a seguir.

Los necesitamos a todos ustedes. ¿Saben? Lo que es hermoso para mí es ver todos estos ministros del evangelio. Es un cuadro maravilloso. ¿Quién se supone que tiene que articular los anhelos y las aspiraciones de las personas, sino el predicador? De alguna manera, el predicador debe tener una especie de fuego encerrada en sus huesos; y donde quiera que esté la injusticia, él debe declararla. En cierta forma, el predicador debe ser un Amós, quien dice: “Cuando Dios habla, ¿quién no profetizará?” De nuevo con Amós, “¡Que la justicia corra como las aguas, y la virtud como un torrente!” En cierta forma, el predicador debe decir, con Jesús, “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido, y Él me ha ungido para tratar con los problemas de los pobres.”

Deseo encomendar a los predicadores, bajo el mando de estos nobles hombres: James Lawson, quien ha estado es esta lucha por muchos años. Él ha estado en la cárcel por luchar; ha sido expulsado de la Universidad de Vanderbilt por esta lucha; pero él sigue adelante, luchando por los derechos de su pueblo. El reverendo Ralph Jackson, Billy Kiles; solo podría seguir leyendo la lista pero el tiempo no lo permitirá. Pero quiero agradecerles a todos ellos, y quiero que ustedes les agradezcan, porque muchas veces los predicadores no están preocupados de nada sino por ellos mismos. Y siempre estoy feliz de ver un ministro que hace la diferencia.

Está bien hablar de las “largas túnicas blancas del más allá”, con todo lo que simbolizan, pero últimamente la gente quiere trajes, y vestidos, y zapatos para vestirse aquí abajo. Está bien hablar de las “calles que manan leche y miel”, pero el Señor nos ha mandado a preocuparnos por los suburbios de aquí abajo y por sus hijos que no llegan a las tres comidas diarias. Está bien hablar de la nueva Jerusalén, pero algún día el predicador de Dios debe hablar acerca de la nueva New York, de la nueva Atlanta, la nueva Filadelfia, el nuevo Los Ángeles, el nuevo Memphis, Tennessee. Esto es lo que tenemos que hacer.

Pues ahora, otra cosa que tendremos que hacer es esta: Siempre sujetemos nuestra directa acción externa al poder económico del boicot. Ahora somos individualmente pobres, somos pobres si nos comparan con la sociedad blanca en Norteamérica. Somos pobres. Nunca te detengas ni olvides que colectivamente –eso significa, todos juntos– colectivamente somos más ricos que todas las naciones del mundo, con la excepción de nueve. ¿Han pensado acerca de eso? Una vez que te vayas de los Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña, Alemania Occidental, Francia, y podría nombrar otros, colectivamente el negro americano es más rico que la mayoría de las naciones del mundo. Tenemos una ganancia anual de más de treinta billones de dólares al año. Lo cual es más que todas las exportaciones de los Estados unidos y más que el presupuesto nacional de Canadá. ¿Sabían eso ustedes? Hay poder ahí, si es que sabemos cómo armar un fondo común.

No tenemos que discutir con nadie. No tenemos que insultar ni andar actuando mal con nuestras palabras. No necesitamos ningún ladrillo o botellas de vidrio; no necesitamos ningún cóctel molotov. Necesitamos ir alrededor de estas tiendas, y estas masivas industrias en nuestro país, y decir: “Dios nos envió aquí para decirles a ustedes que no están tratando bien sus hijos. Y hemos venido aquí para pedirles que hagan el primer ítem de su agenda, un trato justo para los hijos de Dios. Pues ahora, si ustedes no están preparados para hacer eso, nosotros sí tenemos una agenda que debemos seguir. Y nuestra agenda reclama el retiro del sostén económico de ustedes.”

Y así, como resultado de esto, esta noche les estamos pidiendo que salgan y les digan a sus vecinos que no compren Coca-Cola en Memphis. Vayan y díganles que no compren la leche Sealtest. Díganles que no compren, – ¿cuál es el otro pan? – el pan Wonder. ¿Y cuál es la otra compañía de pan, Jesse? Díganles que no compren el pan de Hart’s. Como ha dicho Jesse Jackson, hasta ahora solamente los basureros de la calle han experimentado el dolor. Ahora tenemos cómo redistribuir el dolor. Estamos eligiendo estas compañías porque no han sido justas en la póliza de empleos, y las estamos eligiendo porque pueden comenzar el proceso de decir que van a soportar las necesidades y los derechos de estos hombres que están en huelga. Y luego pueden ir a la ciudad… al centro de la ciudad y decirle al alcalde Loeb que haga lo que corresponde.

Ahora no solo eso, tenemos que fortalecer las instituciones negras. Les hago este llamado para que retiren su dinero de los bancos del centro, y depositen su dinero en el banco Tri-State. Queremos un movimiento bancario en Memphis. Vayan a la asociación de ahorros y préstamos. No estoy pidiéndoles algo que no hagamos nosotros mismos en SCLC. El juez Hooks y otros pueden decirles que tenemos una cuenta aquí, en esta asociación de ahorros y préstamos de la Conferencia de Liderazgo Cristiano del Sur. Estamos pidiéndoles que sigan lo que estamos haciendo, pongan su dinero ahí. Tienen seis o siete compañías de seguros negras aquí en la ciudad de Memphis. Saquen su seguro ahí. Queremos tener una aseguradora.

Pues ahora éstas son algunas cosas prácticas que podemos ir haciendo. Comenzamos el proceso de construir una base económica más grande. Y al mismo tiempo, seguimos pidiéndoles que aprieten donde realmente duele, y les pido seguir ahí hasta el final.

Ahora déjenme decir algo, mientras me muevo hacia mi conclusión: tenemos que entregarnos a esta lucha hasta el final. Nada podría ser más trágico que frenarla en este punto en Memphis. Tenemos que verla terminada. Cuando hagamos nuestra marcha, tenemos que estar ahí. Así signifique salir del trabajo, así signifique salir de la escuela, – estén ahí. Preocúpate por tu hermano. Puede que tú no estés en huelga. Pero, en cualquier caso, o nos vamos para arriba juntos, o juntos nos vamos para abajo.

Dejemos que se desarrolle algo así como una peligrosa generosidad. Un día un hombre vino a Jesús y quería hacerle algunas preguntas sobre unos temas vitales de la vida. Al final, lo que él quería era engañar a Jesús, y mostrarle que él sabía un poquito más que lo que Jesús sabía y hacerle sentir desubicado…

Ahora, esa pregunta pudo fácilmente haber terminado en un debate filosófico y teológico. Pero Jesús inmediatamente descolgó esa pregunta del aire y la ubicó en una curva peligrosa, entre Jerusalén y Jericó. Y habló de cierto hombre que cayó en manos de ladrones. Se acuerdan que un Levita y un sacerdote pasaron por la vereda de enfrente; no se detuvieron a ayudarlo. Finalmente vino un hombre de otra raza. Se bajó de su bestia, decidió no ser compasivo a través de intermediarios. Se bajó hasta él, le administró primeros auxilios, y ayudó a ese hombre necesitado. Jesús terminó diciendo que éste fue un buen hombre, éste fue un gran hombre, porque tenía la capacidad de proyectar el “Yo” en el “Tú” y de preocuparse por su hermano.

Ahora, como saben, nosotros usamos bastante nuestra imaginación para tratar de determinar por qué el sacerdote y el Levita no se detuvieron. Hay veces que decimos que ellos estaban apurados yendo a una reunión de la iglesia, una junta eclesiástica y tenían que ir allá abajo a Jerusalén para no llegar tarde a la reunión. En otras veces especulamos que había una ley religiosa, que si uno estaba comprometido en ceremonias religiosas no podía tocar un cuerpo humano veinticuatro horas antes de la ceremonia. Y de vez en cuando comenzamos a preguntarnos si tal vez no iban a Jerusalén, o a Jericó, mejor dicho, a organizar una Asociación para Mejorar las Calles de Jericó. Es una posibilidad. Tal vez sintieron que era mejor tratar de raíz el problema de la causa, en vez de quedar atascados en un efecto individual.

Pero les voy a decir qué es lo que mi imaginación me dice. Es posible que esos hombres tuvieran miedo. Verán, la calle a Jericó es una calle peligrosa. Me acuerdo cuando la Sra. King y yo estuvimos por vez primera en Jerusalén. Alquilamos un auto y manejamos de Jerusalén hasta Jericó. Y tan pronto estuvimos en esa calle, le dije a mi señora, “me doy cuenta porque Jesús usaba esta escena para sus parábolas.” Es una calle sinuosa, serpenteante. Es realmente ideal para una emboscada. Sales de Jerusalén, que está más o menos a 1200 millas – o mejor dicho, 1200 pies sobre el nivel del mar. Y a la hora que se llega a Jericó, quince o veinte minutos después, estás más o menos a 2200 pies bajo el nivel del mar. Esa es una calle peligrosa. En los días de Jesús llegó a conocerse como el “Sendero Sangriento.” Y ¿sabes qué?, es posible que el sacerdote y el Levita miraran al hombre en el suelo y se preguntaran si los ladrones aún andaban por ahí. O es posible que ellos sintieran que el hombre en el suelo, estaba meramente fingiendo. Y estaba actuando como si le hubieran robado y herido, para agarrarlos ahí, para atraerlos ahí para un ataque fácil y rápido. Así que la primera pregunta que hizo el sacerdote, la primera pregunta que el Levita hizo: “Si me detengo a ayudar e este hombre, ¿qué me va a pasar a mí?”Pero luego vino el buen Samaritano, y cambió la pregunta: “Si no me detengo a ayudar a este hombre, ¿qué es lo que le va a pasar a él?”

Esa es la pregunta en frente de ustedes esta noche. No, “si me detengo a ayudar a los trabajadores sanitarios, ¿qué es lo que le pasará a mi trabajo?” No, “si me detengo a ayudar a los trabajadores sanitarios, ¿qué es lo que le pasará a todas esas horas que usualmente gasto en la oficina todos los días y todas las semanas como pastor?” La pregunta no es, “si me detengo a ayudar a este hombre necesitado, ¿qué es lo que me va a pasar a mí?” La Pregunta es, “si no me detengo a ayudar a los trabajadores sanitarios, ¿qué es lo que les va a pasar a ellos?” Esa es la Pregunta.

Levantémonos esta noche con toda prontitud. Enfrentémosles con una gran determinación. Y movámonos en estos poderosos días, estos días de desafío, para hacer de Norteamérica lo que debe ser. Tenemos una oportunidad de hacer de Norteamérica una mejor nación. Y quiero agradecerle a Dios una vez más, por permitirme estar aquí con ustedes.

¿Saben?, varios años atrás estaba en la ciudad de Nueva York, autografiando el primer libro que había escrito. Y mientras estaba ahí sentado autografiando libros, vino una mujer demente negra. La única pregunta que escuché de ella fue, “¿Es usted Martin Luther King?” Y yo estaba mirando hacia abajo y le dije, “Sí.” El próximo minuto sentí algo golpeando mi pecho. Antes que me diera cuenta, había sido apuñalado por esta mujer demente. Me llevaron rápido al hospital de Harlem. Era un oscuro sábado por la tarde. Y la navaja se había enterrado, y los rayos x revelaron que la punta de la navaja estaba en la orilla de mi aorta, la arteria principal, y una vez que esté perforada te ahogas en tu propia sangre; ese es tu final.

El día siguiente salió en el New York Times, que si nada más hubiera estornudado, me habría muerto. Y bueno, después de cuatro días, me permitieron, tras la operación, después de que mi pecho había sido abierto y la navaja había sido removida, moverme en una silla de ruedas en el hospital. Me permitieron leer algo de mi correspondencia que había llegado, y de todas partes de los estados y del mundo, me llegaron cartas bondadosas. Leí unas cuantas, pero de una de ellas nunca me olvidaré. He recibido una del presidente y el vice-presidente; se me ha olvidado lo que decían esos telegramas. Recibí una visita y una carta del gobernador de Nueva York, pero se me ha olvidado lo que decía esa carta.Pero había otra carta que vino de una niña pequeña, una niña joven que era una estudiante en la escuela secundaria de White Planes. Y vi la carta y nunca me olvidaré. Simplemente decía,

Querido Dr. King:

Soy una estudiante del noveno grado en la escuela secundaria de White Planes.

Ella decía,

A pesar que no importa, me gustaría mencionar que soy una niña blanca.

Leí en el diario de su desgracia y su sufrimiento.

Y leí que si hubiera estornudado, se hubiera muerto.

Y simplemente le estoy escribiendo para decirle que estoy muy feliz de que no haya estornudado.

Y yo quiero decir esta noche – y quiero decir esta noche que yo, también estoy feliz porque no estornudé. Porque si hubiera estornudado, no hubiese estado aquí en 1960, cuando los estudiantes en todas partes del sur comenzaron a sentarse para almorzar en los buffets. Y supe que, mientras ellos se sentaban, en verdad estaban levantándose por lo mejor del Sueño Americano y llevando a toda la nación de regreso a esos grandes pozos de democracia, los cuales fueron cavados bien hondos por nuestros padres fundadores, en la Declaración de la Independencia y la Constitución.

Si hubiera estornudado, no hubiera estado por aquí en 1961, cuando decidimos sacar un pasaje hacia la libertad y acabamos con la segregación en los viajes interestatales.

Si hubiera estornudado, no hubiera estado por aquí en 1962, cuando los negros en Albany, Georgia, decidieron enderezar sus espaldas. Y en dondequiera que los hombres y las mujeres enderecen sus espaldas, ellos irán en alguna dirección, porque nadie puede cabalgar sobre tu espalda a no ser que esté doblada.

Si hubiera estornudado, no hubiera estado por aquí en 1963, cuando el pueblo negro de Birmingham, Alabama, elevó la conciencia de esta nación y le dio existencia al proyecto Ley de los Derechos Humanos.

Si hubiera estornudado, no hubiera tenido la oportunidad tarde ese año, en Agosto, de tratar de contarle a Norteamérica un sueño que había tenido.

Si hubiera estornudado, no hubiera estado allá abajo en Selma, Alabama, para ver el gran movimiento de allá.

Si hubiera estornudado, no hubiera estado en Memphis para ver una comunidad unirse a esos hermanos y hermanas que estaban sufriendo.

Estoy tan feliz porque no estornudé.

Y me decían que… — Pues ahora ya no importa, ahora. No importa lo que pase ahora. Partí de Atlanta esta mañana y mientras estábamos listos en el avión – éramos seis. El piloto dijo por el sistema de comunicación, “Perdonen por el atraso, pero tenemos al Dr. Martin Luther King en el avión. Y para asegurar que todos los bolsones fueran revisados y asegurar que nada estuviera mal en el avión, tuvimos que revisar todo cuidadosamente. Y tuvimos el avión resguardado, y con vigilancia toda la noche.”


Y luego llegué a Memphis. Y algunos comenzaron a decir amenazas, o hablar acerca de las amenazas que circulaban por ahí, o ¿qué me pasaría con algunos de nuestros hermanos blancos enfermos?

Y bueno, yo no sé lo que pasará ahora; se nos vienen días difíciles. Pero de verdad, ahora no me importa, porque he estado en la cima de la montaña.

Y no lo tomo en cuenta.

Como cualquier persona, me gustaría vivir una larga vida – la longevidad tiene su lugar. Pero eso no me preocupa ahora. ¡Yo solo quiero hacer la voluntad de Dios! Y Él me ha permitido subir a la montaña. Y he mirado, y he visto la Tierra Prometida. Puede que no llegue allá con ustedes. Pero quiero que ustedes sepan esta noche, que nosotros, como pueblo, llegaremos a la Tierra Prometida.

Así que esta noche estoy feliz;

No hay nada que me perturbe;

¡Yo no le tengo miedo a ningún hombre!

¡Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor!

Oratoria para Cristianos – Algunos tips para tener en cuenta

Video-Resumen: Los tipos oratorios

¿EN QUÉ MEDIDA nos sirve la oratoria a los cristianos? Para los que tienen “calle” en este sentido la pregunta tiene una respuesta rápida y práctica: da confianza y algunos trucos para no perderse en las propias palabras o el propio silencio.

Algunas cositas que hay que tener en cuenta:

* a quién vamos a hablarle –quién o quiénes serán nuestro auditorio–: ¿”creyentes viejos”? ¿Incrédulos? ¿Gente culta? ¿Qué problemas y expectativas tienen?;

* quiénes somos para el auditorio;

* en qué circunstancias hablamos, qué “pasa en el mundo” en ese momento;

* con qué armas contamos –ideas, recursos, anécdotas, trayectoria, etc.;

* FACTOR TIEMPO: cuánto podemos dedicar a la preparación y qué lapso se nos permitirá permanecer en la tribuna;

* y finalmente, qué tema abordaremos.

Lo último es la clave en la que podemos notar la diferencia entre nuestro estilo, y el de los conferencistas y oradores que no son de Cristo. Un predicador tiene que saber que el mensaje es oportuno, pero además inspirado: para esto tiene que orar por sabiduría. – Notable diferencia entre lo que manda el arte y lo que Dios puede aportarnos.

«¡Imbécil timidez, fuera de mi camino!»

Conocemos, por la historia de David y Goliat, cuál era el problema judío de aquel tiempo: nadie se animaba a afrontar un desafío individual contra el gigante filisteo. David, aunque contaba con pocas armas (humanamente hablando), sí se atrevió, y venció.

Trucos para vencer el miedo:

1) saber que no corremos riesgo alguno, en general nuestros posibles auditorios serán pacíficos, y en el peor de los casos, indiferentes o levemente burlones (¿qué riesgo representa un grito desde la ventanilla de un auto que pasa, por ejemplo?);

2) conocer bien de qué vamos a hablar, haber charlado del asunto con un amigo o familiar antes de exponerlo –conocer más, en lo posible mucho más que lo que tendremos tiempo de exponer;

3) mirar a la gente con buenos ojos, mirarlos a todos a la cara, y usar un tono lo más parecido a la charla común que nos salga (no “discursear” ni caer en convencionalismos o muletillas fáciles: “dígale al que tenga a su lado…”, etc.); amar al auditorio –esto también se aprende, por más que sea un don de Dios;

4) saber que tenemos a Dios de nuestro lado, y que Él no nos dejará pasar vergüenza si cumplimos con nuestra parte del trabajo;

5) ser humildes; pensar: “Si me equivoco un poco, no pasa nada. Todos somos falibles.” Saber reírse de buena gana de los propios errores. La resiliencia del orador tiene que ver con su amor a los demás y su humildad para no hacer caso de su propio riesgo de hacer el ridículo.

Así que vayamos al arroyo más próximo, y recojamos muchas más piedras que las que seguramente necesitaremos. Pongámonos en posición de batalla, apuntemos y disparemos –de la trayectoria del proyectil discursivo, Dios se encargará en su hora.

Personalidades Oratorias [1]

A la hora de preparar el mensaje, conviene saber nuestras limitaciones y potencialidades en cuanto a la memorización. Para esto, hay que tener en cuenta que existen tres tipos de personas: los que memorizan escuchando, los que lo hacen hablando, y por último los que por su memoria visual se confían a los trazos de lo que escriben.

Así que son tres métodos diferentes para aprenderse el mensaje: uno, grabarse uno a sí mismo recitando el texto de lo que dirá; dos, pronunciar el discurso ante un familiar –o a solas, frente al espejo, haciendo los movimientos, pausas y gestos del caso– antes de presentarse en público; tres, escribirlo íntegro con papel y lapicera, para a continuación leerlo todas las veces necesarias.

Cada método tiene su ventaja, y a cada uno le queda más cómodo uno u otro.

El que escribe y tiene memoria visual, recuerda exactamente lo que preparó –el problema es que, si tiene una laguna, no dispone de escapatoria; no puede improvisar. Por eso se aconseja a los privilegiados oradores visuales, que ensayen también con cualquiera de los demás métodos, a fin de que quede siempre buena reserva de recursos a nuestra disposición. – Los visuales son buenos conferencistas, así como lo son numerosos poetas y escritores.

El que escucha tiene una gran precisión en los pensamientos, por lo cual está doblemente protegido contra los fallos de la memoria. Son buenos improvisadores, aunque suelen carecer de fuerza y rehúyen del énfasis. Son mejores maestros que arengadores de masas –suelen hablar bajito para no tapar la voz interior que les susurra lo que han de continuar diciendo.

El que “se prepara hablando, a fin de hablar”… es un improvisador nato, y puede dotar a sus exposiciones de un fuego característico. No es por discriminar ni por descalificar, pero pienso que los oradores de raza son estos, y no los que mencionamos antes. La gestualidad de estos es sencillamente perfecta; los movimientos, adecuados a lo que se dice, anticipan por pocas décimas de segundo el contenido de sus palabras. Son enormemente persuasivos, y producen un efecto de fuerza y de honda convicción y pasión detrás del mensaje.

El mensaje

La preparación del tema que expondremos es sencillísima. Una vez que elegimos el asunto, o el pasaje –según queramos exponer un tema, o explicar un pasaje bíblico – resta desarrollarlo en nuestra casa, antes de presentarnos.

En Internet hay cualquier cantidad de fuentes, en todos los idiomas; sonarán para nosotros todas las campanas. – Ojo a las “fuentes contaminadas”, igual…

Hay ediciones de la Biblia en todos los idiomas; sitios web con decenas y decenas de traducciones. Incluso, podemos acceder a los textos en manuscritos históricos de milenios, escritos en los idiomas originales.

Comentarios, comentaristas (muchos en inglés: aunque existe el traductor automático de Google), videos, tutoriales, y un largo etcétera. A más de los medios analógicos, cada vez menos consultados, en este tiempo de prisas: libros, y material impreso hasta decir basta.

Una vez que vimos el tamaño total (en lo posible) del problema o tema que queramos tratar, hay que formar el resumen: una hojita formato A4 debería ser suficiente[2]. Allí expondremos punto por punto a desarrollar cuando hablemos, ordenados de modo que hagan cierto efecto; o en sentido cronológico (principio, nudo, desenlace) – pero sin olvidar jamás un buen remate. La parte final del mensaje incluye lo que se llama en oratoria el patético (del griego pathos: pasión, sufrimiento, sentimiento intensísimo): consiste sencillamente en una llamada vibrante y emotiva, a seguir determinada conducta. Evitar o cambiar algo, o hacer algo nuevo.

En resumen, el mensaje debe ilustrar, enseñar; convencer; y por último, impulsar a la voluntad a actuar.

¡Ojo a los tics!

En pleno siglo XXI, es hora de que los cristianos empiecen a pensar seriamente en comunicar con eficacia. No me refiero a la especialización en oratoria, que a lo sumo interesará a los que tienen una inclinación profesional hacia eso, o desean volverse científicos del tema. Sí en usar nuestro idioma (un magnífico instrumento) con realismo y sensatez, y saber esquivar la desubicación.

Cada persona es, en sí misma, un estilo. Como decía un escritor francés, el estilo es el hombre. Los rasgos de cada personalidad se transparentan en su estilo, tanto al escribir, como al hablar, o al andar por la calle. ¿O no conocemos a la persona vigorosa por su modo de andar, como los apostadores de caballos reconocen a los pura sangre por su tranco?

La naturalidad es una de las reglas de oro, y uno de los secretos del arte –también del arte de hablar con propiedad. Hoy en día se usa, casi para todas las cosas, de la espontaneidad y casi de la brutalidad, con preferencia sobre el amaneramiento y la pulcritud, ¡para no hablar de lo peor que puede haber, los convencionalismos y tics.

Si estamos tranquilos y somos dueños de la situación, podremos detectar los parásitos del discurso, como frases hechas, citas fuera de lugar, consignas pavotas (como “sonría”, o “diga tal o cual cosa”, o “levanten sus manos todos los que…” = actitud policíaca).

Después, hay pequeñeces y “ruidos” discursivos que más vale evitar, desde luego, como los movimientos excesivos a un lado y al otro, o la falta absoluta de movimientos; o la monotonía (nadie puede soportar a un monótono durante más de 10 minutos, sin cabecear del sueño); o la falta de pausas y de relieve en lo que uno dice; o las expresiones incomprensibles para los no-iniciados, tecnicismos evangélicos como unción, derramamiento, lluvia temprana y tardía, concupiscencia, carne, “mundanos”, ataduras, liberación, impío, anatema, dispensación, etc. – No “está mal” hablar de estas cosas: el único problema consiste en que mencionarlas te obligaría a explicar de qué se trata, lo cual te llevaría hacia otro riesgo: la digresión, el salirte de tu tema, y simiescamente “irte por las ramas”.

Esto te lo dará la “calle”, no hay otra salida que esa. Nadie empieza a ejercitar un arte teniendo todas las cualidades y los talentos en flor.

Lo primero, en todo sentido, es azuzar nuestra valentía de oradores –que consiste en actuar a pesar del miedo–, y el sabernos en una posición que nadie ocupará si no lo hacemos nosotros. ¿No se llama a esto tener sentido de la misión? Nuestro mensaje es irreemplazable; si no hablamos nosotros de la salvación de Cristo, nadie lo hará.

Medios para hacerlo, tenemos. La capacidad, es natural en todos nosotros [3]. Y Dios respaldará nuestra humilde intervención con su todopoder.

No es poca expectativa.

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Notas:

 

[1] Se corresponden perfectamente con los tres temperamentos de la teoría de W. H. Sheldon. Técnicamente, se conocen como orador visual, auditivo y verbomotor.

[2] En otras épocas, era un deshonor para los oradores que se les viera el machete (en Venezuela: chuleta)-resumen de su mensaje. Hoy en día, nadie atiende a estos viejos escrúpulos; algunos oradores peroran con su tablet en mano, y casi se les considera como un adorno o una gala más.

[3] El apóstol Pablo era enormemente tímido. Lo reconoce él mismo en 2 de Corintios, cap. 10 y en 1 Corintios 2:3.

Demóstenes – DISCURSO SOBRE EL QUERSONESO

Convendría, ¡oh atenienses!, sobre todo cuando deliberáis sobre un asunto de la más alta importancia, que vuestros oradores se abstuviesen de toda frase parcial o apasionada, y que expusieran simplemente la opinión que les pareciese más saludable. Pero puesto que muchos de ellos suben a la tribuna para sostener altercados hijos de la envidia o de otros motivos personales, a ti, pueblo, toca rechazar todas esas cuestiones injuriosas y decretar y cumplir lo que juzgues útil al Estado.

¿De qué se trata hoy? Del Quersoneso y de la expedición que desde hace cerca de once meses verificaba Filipo en la Tracia. ¿Qué asunto han tratado casi todos los oradores? Las operaciones y los proyectos de Diófito. Pero creo que cuando se acusa a uno de vuestros generales, que podréis castigar siempre en nombre de la ley, ya sea un poco antes ya un poco después, creo, repito, que no puede haber urgencia, y no comprendo por qué hemos de luchar hasta el último extremo sobre este asunto. Lo que Filipo, nuestro enemigo, se esfuerza y se apresura por arrebatarnos, puesto a la cabeza de un ejército poderoso que costea el Helesponto; lo que perderemos de seguro si nos toma la delantera, es lo que debe llamar hoy nuestra atención y sobre lo que interesa tomar medidas prontas, sin que os distraigan de este objeto debates extraños a él, ni turbulentas recriminaciones.

Atenienses: frecuentemente se manifestan aquí proposiciones que me asombran; pero nada me ha sorprendido tanto como oír afirmar últimamente en el Consejo que los oradores debían opinar resueltamente por la guerra o por la paz. Sí, sin disputa; si Filipo permanece tranquilo, si no viola los tratados, si no se apodera de ninguna de nuestras posesiones y si no arma todos los demás pueblos contra nosotros, conviene cerrar la discusión, conviene no romper las hostilidades: de vuestra parte no veo ningún obstáculo que lo impida. Pero si las condiciones de la paz jurada están en nuestra memoria y descansan en nuestros archivos; si es notorio que aún antes de la partida de Diófito y de la colonia que se acusa de haber encendido la guerra Filipo había ocupado inicuamente muchas plazas atenienses; si contra sus atentados son vuestros propios decretos una protesta enérgica; si desde entonces siempre ha tenido preparados a los griegos y a los bárbaros para hacerles estallar de pronto contra nosotros, ¿qué se pretende al decir que es necesario declararse por la guerra o por la paz? ¡Oh!, ya no es posible la elección: un solo partido nos queda, eminentemente justo y necesario, que es el mismo del que se procura alejarnos. ¿Qué partido es este? El de rechazar al agresor; a menos que los oradores a quienes impugno digan que Filipo no insulta a Atenas ni nos hace la guerra, mientras que no toque al Ática ni al Pireo. Si de este modo fijan los límites de la justicia, si así ensanchan el horizonte de la paz, ciertamente que el carácter impío, escandaloso y aun amenazador de sus máximas indignará todos los corazones. Hay más aún: semejante lenguaje en su boca refuta las acusaciones que dirigen contra Diófito. Porque, ¿cómo permitimos a Filipo hacerlo todo, con tal que no invada el Ática, si no es permitido a Diófito socorrer a los tracios sin acusarle de haber renovado la guerra? Pero, ¡por Júpiter!, dicen los acusadores, se han cometido crueldades por nuestras tropas extranjeras que asolaban el Helesponto; Diófito asaltó naves, faltando al derecho de gentes, y nuestro deber es reprimir estos desórdenes. Suscribo a ello. Veo que sólo el interés de la justicia ha dictado este consejo; pero he aquí mi opinión: abogáis por la disolución de nuestro ejército, difamando aquí al general que ha encontrado los medios de sostenerlo. ¡Pues bien!, probad que Filipo también licenciará sus tropas, si la República acepta vuestro dictamen. Si mis adversarios no prueban esto, ved atenienses, que nos colocarán de nuevo en la situación que hasta ahora ha perdido todos nuestros asuntos. Ya lo sabéis, nada ha procurado a Filipo más ventajas sobre nosotros que su diligencia en tomarnos siempre la delantera. Constantemente a la cabeza de un ejército en pie de guerra, sin apartar la vista de su proyecto, se lanza de improviso sobre el enemigo que ha escogido: nosotros, al contrario, no empezamos nuestros tumultuosos preparativos hasta después de haber recibido la nueva de sus invasiones. Así, ¿qué es lo que sucede? Que Filipo queda pacífico poseedor de lo que ha ocupado, y nosotros, que llegamos demasiado tarde, perdemos nuestros gastos, y sólo conseguimos mostrar al enemigo nuestro odio y nuestro deseo de rechazarle: ¡fatal lentitud que nos arruina y nos deshonra!

Abrid, pues, los ojos, ¡oh atenienses! Cuanto hoy se os dice es vana y fingida palabrería: se conspira para que, estando ociosos dentro, y desarmados fuera, dejéis a Filipo en plena seguridad de arreglarlo todo a su capricho. Examinad lo que sucede ahora. Este príncipe está en la Tracia a la cabeza de un poderoso ejército, y si  hemos de creer a testigos oculares, pide grandes refuerzos de la Macedonia y la Tesalia. Si después de haber aguardado los vientos etesios cae sobre Bizancio y la asedia, ¿pensáis que los bizantinos persistirán en su ceguedad no llamándoos ni solicitando vuestro apoyo? Por mi parte no puedo creerlo. Lejos de esto, aunque se tratase de un pueblo que les inspirase más desconfianza que nosotros, los recibirían en su ciudad, a menos que una pronta reducción se lo impidiera, más bien que entregarla al tirano. Tan luego, pues, como nuestras naves no puedan salir del puerto, ni tengamos socorros prontos a marchar, no habrá nada que pueda preservarles de su ruina. ¡No, por el cielo!, se dirá; ahora también, extraviadas por un genio funesto, esas gentes llevarán su locura más allá de todo límite. Estamos de acuerdo; ¡pero no es menos cierto que es preciso salvar a esos insensatos porque va en ello la salud de Atenas!

Por otra parte, ¿quién nos dice que Filipo no se dirigirá sobre el Quersoneso? Leed de nuevo la carta que os ha escrito y veréis cómo habla de vengarse de este país. Ahora nuestro ejército podrá defenderlo y atacar sus Estados; pero desorganizado y disuelto, ¿qué haremos si marcha contra la Península? Pues a pesar de todo, se añadirá, hemos de juzgar a Diófito. Pero considerad, responderé, que los sucesos están muy adelantados. Haremos partir socorros de Atenas. ¿Y si los vientos hacen la navegación imposible? Pero aunque así sea, Filipo no se atreverá a atacar. ¿Quién responde de ello?

¿Veis, atenienses, a principios de qué estación se os aconseja evacuar el Helesponto y dejarlo abandonado al Príncipe? Pues hay más todavía: si a su vuelta de Tracia deja el camino de Bizancio y el Quersoneso (calculad aun esta contingencia) y se dirige a atacar a Calcais o Megara, y en último término la ciudad de Oreos, ¿qué os parece mejor, tener que combatirle en estos puntos dejando así que la guerra se aproxime al Ática, o distraerle a gran distancia de nosotros? Por mí, abrazo este último partido.

Conocidos estos hechos y estas reflexiones, lejos de esforzaros en denigrar y disolver el ejército que Diófito se afana por conservar a la República, debéis, por el contrario, proporcionarle nuevas tropas, dinero y municiones. Que se pregunte a Filipo: «Entre que las tropas mandadas por Diófito, cualesquiera que sean (pues esto no lo disputo aquí) se presenten vigorosas, elogiadas, reforzadas y socorridas por Atenas, o que sean al contrario desmembradas y disueltas por ceder a las calumnias de algunos delatores, ¿qué preferís? Opto, responderá sin vacilar, opto por su desmembramiento.» ¡Así, lo que Filipo pediría al cielo con afán, hay aquí hombres que se lo preparan! ¡Y todavía buscáis lo que ha arruinado todos vuestros asuntos!… Pues bien; orador independiente, voy a hacer esta indagación sobre el estado de la patria; voy a pasar revista a nuestras acciones y a nuestra conducta con nosotros mismos.

No tenemos ni la voluntad de pagar, ni el valor de combatir, ni la fuerza de renunciar a las gratificaciones del tesoro para proporcionar fondos a Diófito; en vez de aplaudir los recursos que se ha creado, lo desacreditamos con una inquisición odiosa de los medios que empleará, de las operaciones que prepara, y de todo, en fin, cuanto le concierne. Dispuestos de este modo, abandonamos la carga de nuestros propios negocios; pródigos de palabras, alabamos a los ciudadanos que elevan su acento por el honor de la patria; pero enseguida que se trata de hacer algo, corremos a engrosar las filas de nuestros adversarios. En todas las deliberaciones se os ve preguntar al orador que sube a la tribuna: ¿Qué es necesario hacer? Yo os preguntaré a mi vez: ¿Qué es necesario decir? Porque si no ayudáis al Estado con vuestra persona ni con vuestro dinero; si no cesáis de disponer para vosotros de los fondos públicos y de rehusar a Diófito las subvenciones legales y la facultad de recurrir a otros medios; si, por último, no queréis cuidar de vuestros intereses, no puedo hacer más que reducirme al silencio. ¿Hay algún consejo posible cuando dais rienda suelta a la delación, a la calumnia, hasta el punto de oír acusaciones anticipadas contra lo que se presume que hará vuestro general? Pero, ¿qué resultados nacerán de esta conducta? ¡Oh! Preciso es revelarlos a algunos de vosotros. Nada encadenará mi lengua; la disimulación me es imposible.

Todos los generales que salen de vuestros puertos (lo garantizo con mi cabeza) reciben dinero de Chios y de Eritrea, y de todos los griegos del Asia que se prestan a dárselo. La contribución es proporcionada al número de las naves que envían; pero sea grande o pequeña, ¿pensáis que es gratuita? No, estos pueblos no son tan insensatos; con ella compran la libertad, la seguridad de su comercio marítimo, el derecho de hacer escoltar sus buques y otras diversas ventajas; pero si se les oye, hacen estos donativos por pura amistad; llaman regalos a sus liberalidades interesadas. Pues bien, viendo hoy a Diófito a la cabeza de un ejército, todos le pagarán los subsidios, nada hay más seguro. Porque si no recibe nada de nosotros y si no puede por sí mismo sostener el ejército, ¿de dónde queréis que saque para la manutención del soldado? ¿Del cielo? ¡Es cosa imposible! Vive, pues, de lo que toma, de lo que mendiga o de lo que pide prestado. Así, acusarlo ante vosotros, es decir a todos los pueblos: «No proporcionéis nada a un general que va a ser castigado por las operaciones pasadas, de que fue autor o cómplice, o por sus hechos futuros.» De aquí todas esas voces de: ¡Va a tender un lazo! ¡Va a hacer traición a los griegos! ¿Dónde están esos atenienses de corazón tan tierno para los griegos asiáticos? Ciertamente que es más viva su solicitud por el extranjero que por la patria. De aquí también esa proposición de enviar otro jefe al Helesponto. ¡Oh!, si Diófito comete violencias, si asalta los buques, ¿por qué medios deberéis contenerlo?  La ley ordena perseguir jurídicamente al prevaricador, y de ningún modo armar contra él escuadras a costa de grandes sumas: esto sería el colmo de la locura. Contra nuestros enemigos, a los cuales no alcanza la acción de nuestras leyes, es contra quien se necesita sostener tropas, enviar buques e imponer subsidios; a ello obliga la necesidad. Pero, contra uno de nuestros ciudadanos, basta un decreto, una acusación o la galera paraliana: es lo único digno de un pueblo prudente; y los que os hablan de otro modo quieren vuestra ruina.

Es deplorable que haya en Atenas semejantes consejeros, pero no es esto lo peor. Vosotros, los que ocupáis esos bancos, os halláis animados de las disposiciones más funestas. Cuando uno de estos arengadores sube a la tribuna y hace caer todas nuestras calamidades sobre Diófito, Cares, Aristofonte, o sobre cualquier otro general, al instante estallan vuestros tumultuosos clamores gritando: ¡Tiene razón! Pero que un ciudadano verídico se aproxime y os diga: «No penséis tal cosa, atenienses; el único autor de todas vuestras desgracias, de todos vuestros males, es Filipo; si permaneciese quieto, Atenas estaría tranquila»; y aunque no podéis desconocer esta verdad, ¡cuánto os había de pesar el oírla!, creeríais ver en quien tal os dijese a vuestro asesino. Pero he aquí la causa de esto: os pido, ¡por el cielo!, que me permitáis decirlo todo: sólo hablo para salvaros.

Desde hace mucho tiempo, gran número de vuestros ministros os han inducido a mostraros temibles y desconfiados en la Asamblea nacional, flojos y desprevenidos en vuestros armamentos. ¿Se imputan las desgracias de la patria a alguno de vosotros que sabéis está al alcance de vuestra mano? Aprobáis la acusación y saciáis en él vuestra injusta venganza. Pero que se os denuncie un enemigo extranjero, al cual sea necesario vencerlo para castigarlo, y enseguida os sentís desconcertados: esta convicción os irrita. Sería menester al contrario, atenienses, que vuestros ministros os enseñasen a ser humanos en vuestras deliberaciones, donde sólo tenéis que tratar con ciudadanos y aliados; y terribles e imponentes en vuestros preparativos de guerra, puesto que en este caso se emprende la lucha contra rivales y enemigos. Pero gracias a las serviles complacencias de esos demagogos, traéis aquí el hábito de ser lisonjeados, y sólo prestáis atención a su dulce lenguaje, en tanto que vuestros asuntos y los sucesos del día os colocan al borde de un abismo. ¡Oh! ¡Pongo por testigo a los dioses! ¿Qué responderíais si los helenos os pidiesen cuenta de tantas ocasiones perdidas por vuestra indolencia y os dijesen: «Pueblo de Atenas, tú nos envías embajada tras embajada; tú repites que Filipo trama perfidias contra nosotros, contra la Grecia entera; tú prodigas los consejos y advertencias y clamas que es preciso defendernos del usurpador!» ¿No tendríamos que asentir puesto que tal es nuestra conducta? También podrían decirnos: «¡Oh el más cobarde de los pueblos! Mientras este hombre ha permanecido diez meses enteros lejos de Grecia, detenido por la enfermedad, por el invierno, por la guerra, sin poder regresar a sus fronteras, ¿qué es lo que has hecho? ¿Has roto las cadenas de la Eubea? ¡No te atreves a penetrar en ninguna de tus mismas posesiones! Y él, a tu vista, estando tú ocioso y gozando de salud (si es que merece este nombre el letargo que os consume), él ha puesto dos tiranos en la Eubea, situando el uno como un centinela contra el Ática, y el otro contra Esciatos. ¡Ah!, lejos de atreverte siquiera a reprimir estos atentados, tú evidentemente se lo has permitido todo, todo se lo has abandonado; tú has dicho que debe morir cien veces, y no has dado ni un solo paso para hacerle perecer. ¿Para qué son, pues, tantas embajadas y tantas acusaciones? ¿Para qué pues, importunarnos con tantas inquietudes?» Y bien, atenienses, ¿se os ocurre alguna refutación a estos cargos? Yo por mí no encuentro ninguna.

Hay gentes que piensan confundir a un orador con esta pregunta: «¿qué es necesario hacer?» Nada, les diría yo con tanta justicia como verdad; nada de lo que habéis hecho hasta el presente. Voy, sin embargo, a ocuparme de todos los detalles, ¡y ojalá esos hombres tan prontos para preguntar no fuesen menos ligeros para ejecutar!

Comenzad, atenienses, por reconocer, como un hecho incontestable, que Filipo ha roto los tratados y que os hace la guerra; y sobre este punto no acusáis más vuestra conducta. Sí, es el enemigo mortal de toda Atenas, de su suelo, de todos sus habitantes, y aun de aquellos mismos que más se alaban de merecer sus favores. Si lo dudan, que dirijan su vista a Eutícrates y Lastenes, ambos olintios, que se contaban en el número de sus mejores amigos, y que sin embargo perecieron tan miserablemente, después de haberle vendido su patria. Pero a nada se encamina tanto su guerra como a combatir nuestra democracia; todos sus lazos, todos sus proyectos tienden a destruirla. En esto puede decirse que procede consecuentemente. Él sabe muy bien que en el caso mismo de que hubiese subyugado todo el resto de la Grecia, no podría contar con nada mientras subsistiera vuestra democracia; sabe que si sufre uno de esos reveses que tan frecuentemente sobrevienen a los hombres, todas las naciones que la violencia tiene reunidas bajo su yugo, acudirán a arrojarse en vuestros brazos. Esto consiste en que vuestro carácter nacional no os induce a engrandeceros usurpando la dominación, sino que, por el contrario, sabéis detener a los demás en este camino y abatir a los usurpadores. ¿Se trata, en efecto, de contener al que aspira a la tiranía? ¿Se trata de libertar algún pueblo? Pues siempre estáis dispuestos a ello. Así es que Filipo no quiere que la libertad ateniense espíe sus adversidades; no lo quiere de ninguna manera, y preciso es confesar que sus reflexiones son en esto juiciosas y fundadas. Debéis, por consiguiente, ver en él un irreconciliable enemigo de nuestra democracia; porque si esta verdad no se graba en vuestros corazones, sólo atenderéis al cuidado de vuestros propios negocios con un celo insuficiente. También podéis tener por cierto que es contra Atenas contra quien dirige todos sus movimientos, y que en todas partes donde se combate se trabaja por vuestra defensa. ¿Quién de vosotros cometerá la simpleza de creer que este príncipe, capaz de ambicionar miserables bicocas de la Tracia, tales como Drongile, Kabila, Mastise otras que asedia y somete igualmente dignas de este calificativo; capaz de desafiar por tales conquistas trabajos, inclemencias y peligros de todo género, no codiciará los puertos de Atenas, sus arsenales marítimos, sus escuadras, sus minas de plata y sus inmensas rentas, y que os dejará la pacífica posesión de todos estos bienes; él que para sacar el centeno y el mijo de los subterráneos de la Tracia arrostra todos los rigores del invierno? No, no podéis imaginarlo; con esta expedición y con todas las que emprende, se va abriendo un camino hacia vosotros.

 ¿Y qué deben hacer los hombres prudentes una vez convencidos de estas verdades? Sacudir su fatal letargo, contribuir con sus bienes, hacer que contribuyan sus aliados, trabajar por conservar las tropas que están aún sobre las armas, a fin de que si Filipo tiene un ejército dispuesto a atacar todos los griegos y a subyugarlos, vosotros tengáis también otro dispuesto a socorrerlos y salvarlos. Es imposible en efecto, hacer nada importante con reclutas temporeros. Se necesita un ejército organizado, medios de sostenerse, administradores y agentes públicos; se necesita poner a la vista de la caja militar, inspectores que vigilen; se necesita pedir cuenta al general de las operaciones de la campaña, y a los intendentes, de su gestión. Ejecutad este plan con una voluntad decidida, y obligaréis a Filipo a respetar la paz y a encerrarse en su Macedonia, lo cual sería una ventaja inapreciable; y en último caso, le combatiríais por lo menos con fuerzas iguales.

Se va a decir que estas resoluciones exigen grandes gastos, rudos trabajos, continuos movimientos. Convengo en ello; pero considerad los peligros que os amenazan si no adoptáis este partido, y hallaréis preferible el abrazarlo enseguida. En efecto, aunque un dios os diese una garantía suficiente de todos vuestros grandes intereses; aunque os respondiese de que, no obstante permanecer siempre inmóviles y siempre desamparando a los demás pueblos, no habíais de ser atacados por Filipo, sería vergonzoso, ¡por Júpiter y por todos los inmortales!, sería indigno de vosotros, de la gloria nacional y de los triunfos de vuestros mayores, sacrificar a una indolencia egoísta la libertad de Grecia entera. ¡Prefiero morir a que salga de mis labios un consejo semejante! Si algún otro os lo da y os persuade de su conveniencia, no procuréis defenderos, ¡dejadlo todo abandonado! Pero si rechazáis esta idea, y si todos conocemos que cuanto más hayamos dejado engrandecerse a Filipo tanto más encontraremos en él un enemigo poderoso y temible, ¿cuál será nuestro refugio? ¿A qué pueden conducir estas dilaciones? ¿Qué aguardamos, ¡oh atenienses!, para cumplir con nuestro deber? ¡La necesidad, sin duda! Pero la necesidad de los hombres libres ha llegado ya, ¿qué digo?, hace mucho tiempo que llegó. En cuanto a aquella necesidad que mueve al esclavo, pedid al cielo que os preserve de ella. ¿Qué diferencia existe entre ambas? Que para el hombre libre el temor de la deshonra es una necesidad de hacer lo que debe, sin que haya, en efecto, ninguna más imperiosa; mientras que para el esclavo los golpes, los castigos corporales… ¡Oh!, no conozcáis nunca estos estímulos, su nombre sólo mancha esta tribuna.

Descubriría con gusto todos los artificios que ciertos políticos emplean con vosotros; pero sólo citaré uno. ¿Se acaba de hablar de Filipo? Enseguida uno de ellos se levanta y dice: ¡Qué más rico tesoro que la paz! ¡Qué carga más pesada que sostener un ejército! ¡Lo que se quiere es la disipación de nuestras rentas! Con estas palabras os detienen, y proporcionan al príncipe ocasiones tranquilas para realizar sus proyectos. De aquí resultan vuestro reposo y vuestra inacción, placeres que temo mucho os parezcan algún día muy caramente pagados, mientras que ellos gozarán de vuestras mercedes y del salario de sus intrigas. Creo que no es a vosotros, ya tan pacíficos, a quien hay que persuadir la paz, sino a aquel que os hace la guerra. Si él consintiese en ella, os vería dispuestos a aceptarla. Después es necesario mirar como una carga, no lo que gastamos para nuestra seguridad, sino los males que nos aguardan si no queremos gastar nada. En cuanto a la malversación de nuestras rentas, evitémosla por medio de una vigilancia activa y saludable, y no por el abandono completo de nuestros intereses. Atenienses, el disgusto que causa a algunos de vosotros la idea de estos robos, tan fáciles de impedir y castigar, es precisamente lo que me irrita; porque veo que los mismos que piensan así, ven con indiferencia el latrocinio de Filipo que va saqueando Grecia entera, y que obra de este modo para asaltarnos al fin.

Los pueblos ven a este príncipe desplegar sus banderas, atropellar la justicia, apoderarse de nuestras ciudades, y ninguno de estos a quienes me refiero reclama contra sus atentados y sus hostilidades. Otros oradores os aconsejan no sufrirlas y velar por vuestras posesiones, y a estos los acusan de querer encender la guerra. ¿Cuál es, pues, la causa de semejante conducta? Hela aquí. Si la guerra ocasiona algún accidente (¿y qué guerra no va acompañada de muchos inevitables?), quieren dirigir vuestro enojo contra los autores de los consejos más provechosos; quieren que, ocupados en juzgarlos, dejéis el campo libre a Filipo; quieren, en fin, desempeñar el papel de acusadores, para sustraerse a la pena de su traición. Esto es lo que significan en su boca estas palabras: «En medio de vosotros es donde se provoca la guerra», frase que da origen a tantos debates. Por lo que toca a mí, estoy seguro de que antes de que ningún ateniense propusiera la guerra, Filipo había invadido muchas plazas, y más recientemente aún, ha puesto un refuerzo en Cardia. Si a pesar de esto nos obstinamos en no reconocer que ha sacado la espada, sería el más insensato de los hombres el que se empeñase en convencernos de lo contrario. Pero, ¿qué diremos cuando marche contra Atenas? Sin duda, protestará que tampoco nos hace la guerra. ¿No ha respondido esto a los oritanos cuando sus tropas acampaban en su país; a los habitantes de Faros cuando iba a derribar sus murallas, y a los olintios hasta el momento de entrar en su territorio a la cabeza de un ejército? ¿Se repetirá entonces que aconsejar la defensa es encender de nuevo la guerra? Pues bien, suframos el yugo de la tiranía, puesto que es la única elección posible entre no defenderse y estar siempre sobresaltados.

El peligro es mayor para vosotros que para los demás pueblos. Someter a Atenas sería muy poco para Filipo, y aspira a destruirla. Vosotros no queréis obedecer, y él sabe que aunque quisierais no podríais hacerlo, porque estáis habituados a mandar. No ignora tampoco que en la primera ocasión podríais ocasionarle más desastres que todos los demás pueblos reunidos. Reconoced, pues, que para vosotros se trata de evitar vuestra ruina completa. Aborreced, enviad al suplicio a los ciudadanos vendidos a este hombre, porque es imposible, absolutamente imposible, destruir al enemigo extranjero, si no se castiga antes al enemigo doméstico, su celoso servidor. Si no se hace esto, chocaréis contra el escollo de uno, siendo inevitablemente sobrepujados por el otro.

¿Por qué, según vemos todos, Filipo no hace otra cosa que lanzar ultrajes contra Atenas? ¿Por qué emplea la seducción y los beneficios con los demás pueblos, y con vosotros sólo las amenazas? Ved cuántas concesiones ha hecho a los tesalios para llevarlos insensiblemente a la servidumbre; contad, si podéis, las insidiosas liberalidades que ha prodigado a los olintios, a Potidea y a otras muchas plazas; vedlo ahora arrojando la Beocia a los tebanos, como una presa, y librándolos de una guerra larga y penosa. De todos estos pueblos, los unos no han sufrido las desgracias que conocemos, ni los otros sufrirán las que les depara el porvenir, hasta después de haber recogido algunos frutos de su codicia. Pero a vosotros, y sin que hable de las pérdidas experimentadas en la guerra, ¿cuánto no os ha engañado y despojado, aún durante las negociaciones de la paz? ¿No se ha apoderado de la Fócida, de las Termópilas, de las fortalezas de Thrace, Serrhium y Doriskos, y aun de la persona misma de Kersobleptes? ¿No es ahora dueño de Cardia? ¿No lo confiesa él mismo? ¿De dónde nacen, pues, procedimientos tan diferentes? De que nuestra ciudad es la única donde el enemigo tiene, sin riesgo alguno, partidarios declarados; la única donde los traidores enriquecidos defienden con seguridad la causa del expoliador de la República. En Olinto no se hablaba impunemente por Filipo, antes de que hubiese cedido Potidea a este pueblo; ni en Tesalia, mientras que no sorprendió el reconocimiento de la multitud expulsando a sus tiranos y tomando asiento en el Consejo de la Grecia; ni en Tebas, antes de haber pagado el servicio de la Beocia devuelta y de la Fócida destruida. Pero después que Filipo nos ha usurpado a Anfípolis, a Cardia y sus dependencias; después que ha hecho de la Eubea una vasta y amenazante ciudadela; después que emprende su marcha contra Bizancio, ¡todavía se puede, en Atenas, hablar sin peligro por Filipo! Así no es extraño que hombres pobres y sin reputación se hayan hecho ricos y principales de repente, mientras que vosotros habéis bajado del esplendor a la humillación, de la opulencia a la miseria. Porque yo hago consistir la riqueza de una República en sus aliados y en el celo y la confianza de sus pueblos, cosas ambas de que estáis desprovistos. Pero mientras que vuestra apatía os deja arrebatar estos bienes, él se hace grande, afortunado, temible a la Grecia entera y a los bárbaros. Atenas está sumida, entre tanto, en el desprecio y el abandono; porque si es verdad que se halla próspera por la abundancia de sus mercados, también lo es que la falta de provisiones esenciales la tienen en una ridícula indigencia.

Observo también que ciertos oradores os dan unos consejos, y que ellos siguen otros muy distintos: os dicen que debéis permanecer en reposo aunque seáis atacados, mientras que por su parte no pueden quedarse aquí, aunque nadie les inquieta. Además de esto, el primero que sube a la tribuna, me grita: «¡Y qué! ¡No quieres exponerte al peligro de proponer el decreto de guerra! ¡Qué timidez! ¡Qué cobardía!» No; temerario, imprudente, descarado, no lo soy ni sabría serlo; pero, sin embargo, me considero mucho más animoso que todos estos intrépidos hombres de Estado. Juzgar, confiscar, recompensar, acusar sin cuidarse para nada de los intereses de la patria, son cosas que no exigen ningún valor. Cuando se tiene por salvaguardia la costumbre de halagaros en la tribuna y en la administración, la osadía no ofrece ningún peligro. Pero luchar por vuestro bien, luchar frecuentemente contra vuestros deseos, no adularos jamás, serviros siempre, abrazar la carrera política donde los resultados dependen más de la fortuna que de los cálculos, y constituirse responsable de los caprichos de esta misma fortuna, ¡he aquí la conducta del hombre de corazón! ¡He aquí la conducta del verdadero ciudadano! En nada se parece a la de esos aduladores que han sacrificado los más grandes recursos del Estado a vuestras complacencias de un día. Estoy tan lejos de tomarlos por modelos, tan lejos de mirarlos como dignos atenienses, que si se me preguntase qué beneficio he hecho por la patria, no citaría los buques armados a mis expensas, ni mis funciones de corego, ni mis donativos, ni los prisioneros que he rescatado, ni otros servicios de esta índole; respondería en dos palabras: Mi administración no se parece en nada a la de estos hombres. Pudiendo como tantos otros acusar, demandar, pedir recompensas para este y confiscaciones para aquel, jamás he descendido a hacerlo, jamás el interés o la ambición me llevaron a este terreno. Por el contrario, insisto en los consejos que, dejándome por bajo de muchos ciudadanos, os elevarían, si los siguieseis, por encima de todos los pueblos. Creo poder expresarme de este modo sin despertar la envidia. No; no puedo conciliar el carácter del verdadero patriota, con un sistema político que me colocaría rápidamente en el puesto más elevado, y a vosotros en el último de la Grecia. La administración de los oradores leales debe engrandecer a la patria, y el deber de todos consiste en proponer siempre, no la medida más fácil, sino la más saludable; para marchar hacia la primera bastaría el instinto, mientras que para ser impulsado hacia la segunda, se necesitan las poderosas razones de un orador consagrado al bien público.

Oigo decir, últimamente: «Los consejos de Demóstenes son siempre los más acertados; pero, después de todo, ¿qué ofrece a la patria? Sólo palabras, y se necesitan acciones.» Atenienses, responderé con franqueza. La misión del consejero del pueblo consiste en emitir sabias opiniones; no tiene que ir más allá en sus actos. La prueba de esto me parece fácil. Sabréis, sin duda, que en otro tiempo el célebre Timoteo habló al pueblo sobre la necesidad de socorrer la Eubea y librarla del yugo tebano. «¡Y qué!, dijo entonces, ¡los tebanos están en la isla vecina y vosotros deliberáis! ¿No cubrís el mar con vuestras naves? ¿No voláis desde esta ciudad al Pireo? ¿No dirigís hacia el enemigo todas vuestras proas?» Tales fueron, sobre poco más o menos, sus palabras: vosotros, atenienses, os pusisteis en movimiento, y por este concurso la obra fue terminada. Pero si mientras Timoteo proponía la medida más saludable, hubiese la pereza cerrado vuestros oídos, ¿habría obtenido Atenas los resultados que tanto la honraron entonces? ¡No, ni uno siquiera! Pues bien, esto mismo debe suceder hoy con mis palabras y con las de cualquiera otro: exigid del orador el talento del bueno consejo; pero la ejecución no la pidáis sino a vosotros mismos.

Voy a resumir y a dejar la tribuna. Imponed contribuciones; asegurad la existencia de vuestro ejército; corregid los abusos que veáis en él, pero no lo licenciéis por acceder a las acusaciones del primero que llega; enviad por todas partes diputados que instruyan, que adviertan, que sirvan al Estado con todas sus fuerzas; haced más aún, castigad a los oradores asalariados para perderos; en todo tiempo y en todo lugar, perseguidlos con vuestro odio, a fin de demostrar que, por sus buenos consejos, los oradores virtuosos e íntegros han merecido bien de sus conciudadanos y de ellos mismos. Si os gobernáis de esta suerte, si no volvéis a dejarlo todo en abandono, acaso atenienses, acaso en el porvenir tomen los acontecimientos un curso más venturoso. Pero si, siempre inactivos, limitáis vuestro celo a aplaudir tumultuosamente; si retrocedéis cuando es necesario obrar, no hay elocuencia que, sin el cumplimiento de vuestro deber, pueda salvar la patria.


[1] ¡Demóstenes general! Él mismo protestó en Queronea contra este voto de confianza. Otra frase de Filipo, referida por Plutarco, nos indica que este dicho debe tomarse en serio. «Los discursos de Isócrates, decía, huelen a la espada; los de Demóstenes respiran la guerra.» (Nota de Stievenart.

Demóstenes – SEGUNDA FILÍPICA

Audio en castellano

Atenienses:

1.       Cuando se os habla de las intrigas de Filipo y de sus continuos atentados contra la paz, los discursos en los que se hace vuestra alabanza os parecen, yo lo veo, evidentemente dictados por la virtud y la justicia; y las invectivas contra Filipo tienen siempre a vuestros ojos el mérito de la oportunidad. Pero entre tanto, ¿qué es lo que hacéis? Nada, yo me atreveré a decirlo; nada que corresponda al entusiasmo con que oís a vuestros oradores. Así, todos los sucesos se encuentran ya tan adelantados, que cuanto más se os muestra claramente a este príncipe, tan pronto violando la paz ajustada con vosotros, tan pronto preparando la esclavitud de toda la Grecia, tanto más difícil se hace el aconsejaros las medidas necesarias. ¿En qué consiste esto? En que para detener en su marcha a un usurpador se necesitan, atenienses, acciones y no palabras. Y sin embargo, en esta tribuna nos separamos del objeto interesante y temblamos de redactar un decreto y de apoyarlo: ¡tanto es el miedo que nos infunde vuestra desgracia! Pasamos revista a todos los crímenes de Filipo, medimos toda su deformidad; y ¿qué hay, en fin, que no digamos? Por vuestra parte, tranquilamente sentados, si se trata de exponer sólidas razones o de aceptar las que se os presentan, lleváis, desde luego, ventajas sobre Filipo: pero ¿se trata de hacer que fracasen sus empresas actuales? Entonces continuáis sumidos en la inacción. De aquí que, por una consecuencia tan natural como inevitable, vosotros y este príncipe sobresalís: él por la acción y vosotros por la palabra. Si pues hoy todavía os basta con hablar del derecho, esta tarea no exigirá un grande esfuerzo; pero si conviene meditar sobre los medios de imprimir otro curso a los asuntos públicos, de detener los progresos insensibles de un mal siempre creciente, las amenazas de un poder colosal, contra el cual la lucha se haría más tarde imposible, preciso es que cambiemos de método en nuestras deliberaciones: todos de concierto, oradores y oyentes, prefiramos las medidas eficaces y salvadoras a las fáciles declamaciones que nos encantan.

         Y desde luego que si alguno de vosotros, atenienses, ve en toda su magnitud los inmensos progresos de la dominación de Filipo y no encuentra en ellos ningún peligro para la patria, ninguna tempestad que se está fraguando sobre nuestras cabezas, yo admiro su manera de ver las cosas; pero os conjuro a todos a que escuchéis, en pocas palabras, las razones que me inducen a pensar lo contrario, a ver siempre un enemigo en el Macedonio. Si me juzgáis más previsor que los demás, seguiréis mis consejos; si el porvenir os parece mejor presentido por los que descansan intrépidamente sobre la fe de este príncipe, a tiempo estaréis de seguir los suyos.

 

2.      Empiezo considerando, atenienses, las invasiones hechas por Filipo tan pronto como se ajustó la paz. Dueño de las Termópilas, se apoderó de la Fócida. ¿Qué hizo enseguida? ¿Cómo usó de sus ventajas? Quiso mejor servir los intereses de los tebanos que los de Atenas. ¿Y por qué procedió así? Porque dirigiéndose todas sus miras no a la paz, no a la justicia, sino al furor de engrandecerse y subyugarlo todo, ha comprendido perfectamente, en vista de la política de Atenas y de su noble carácter, que jamás promesas pomposas ni servicios de ninguna clase os arrastrarán a sacrificarle, por un miserable egoísmo, ninguno de los pueblos de la Grecia; y que si por el contrario osara atacarles, el celo de la justicia, el temor de un oprobio indeleble y la previsión de todos los resultados os lanzarían contra él con tanto ardor como si la guerra se hubiese encendido de nuevo. En cuanto a los tebanos, contaba con que unidos a él por el agradecimiento, lo abandonarían todo a su capricho, y lejos de entorpecer su marcha, a la primera señal que les hiciese se irían a engrosar su ejército. Hoy aún trata como amigo a los mesenios y a los argivos, porque ha concebido de ellos la misma idea, lo cual es, ¡atenienses!, vuestro más cumplido elogio. Estos hechos os juzgan, proclamándoos los únicos entre todos los pueblos que sois incapaces de vender la libertad de la Grecia y de cambiar por ningún favor ni servicio la gloria de ser su baluarte.

 

3.      Pero esta opinión tan alta de Atenas y tan deshonrosa de Argos y de Tebas la encuentra Filipo apoyada en la razón, en el espectáculo del presente y en las reflexiones que nacen del pasado. Sin duda la historia y la fama le han hecho conocer que, pudiendo vuestros antepasados adquirir el imperio de la Grecia a condición de librarla del gran rey, lejos de aceptar esta oferta hecha por Alejandro, uno de sus antepasados, que fue instrumento de esta negociación, abandonaron su ciudad, despreciaron todos los peligros y enseguida ejecutaron aquellos hechos heroicos, que todos se complacen en referir y que nadie ha referido tan dignamente como su grandeza merece. Así, pues, yo guardaré silencio ante una gloria que la palabra humana no sabría celebrar. En cuanto a los antepasados de los tebanos y los argivos, Filipo sabe que ayudaron al bárbaro, los unos con su espada y los otros con su neutralidad. Ha comprendido, pues, que satisfechos estos dos pueblos con cuidarse de su propio interés, no estiman en nada los intereses comunes de la Grecia. De aquí concluye que ligarse a vosotros por los lazos de la amistad sería ligarse a la justicia; y que la unión con los argivos y tebanos le proporcionará brazos para la obra de sus usurpaciones. Tal es el motivo de la preferencia que les ha dispensado, y que todavía les dispensa sobre vosotros. Además no ve en ellos, considerados separadamente, fuerzas navales superiores a las vuestras; ese imperio que el continente le ha ofrecido no aparta su pensamiento del imperio de los mares y de las plazas marítimas, y no olvida, por último, las protestas que le ha sido necesario hacer para conseguir de vosotros la paz.

 

4.      «Filipo –se dirá– sabía todo esto; pero es indudable que ni la ambición ni ninguno de los motivos que le suponen dirigieron entonces su conducta; lo que únicamente hay aquí es que creyó las pretensiones de los tebanos más justas que las nuestras.» Atenienses: entre todos los pretextos, éste es el único que no puede alegar hoy. ¡Qué! El que ordena a los lacedemonios no inquietar a Mesena ¿pretenderá haber obrado sólo por un principio de equidad cuando entrega a los tebano Orcomeno y Coronea?

         «¡Pero se vio obligado a ello!» –último recurso de sus apologistas–: pero entregó estas dos plazas sorprendido, rodeado por la caballería tesalia y por la gruesa infantería de Tebas. Muy bien. Se dice, en consecuencia, que los tebanos se le van a hacer sospechosos; se inventa y se publica por todas partes que debe muy pronto fortificar a Elatea. Todo esto se halla en el porvenir, y podéis creer que allí permanecerá largo tiempo. Pero la reunión de sus fuerzas con las de Argos y Mesena para caer sobre los lacedemonios es cosa que pertenece al presente. Ya hace partir sus tropas extranjeras, envía fondos y se le aguarda en persona a la cabeza de un poderoso ejército. Así, pues, se propone destruir a Esparta porque es enemiga de los tebanos; y a esa Fócida, que no ha mucho subyugó, ahora la levanta de su abatimiento. ¿Quién lo creería jamás? Por mi parte, creo que si Filipo hubiese favorecido a los tebanos obligado por la fuerza, no se encarnizaría tan obstinadamente contra los enemigos de éstos. Pero su conducta actual atestigua claramente que entonces sus acciones fueron libres y calculadas. Además, una mirada dirigida a toda su política basta para descubrir las laboriosas intrigas que procurar enderezar todos sus tiros contra Atenas; y afirmo que ahora tiene, para hacerlo así, una especie de necesidad. Reflexionemos, en efecto: aspira a dominar, y no encuentra en esta carrera más adversario que vosotros. Desde hace mucho tiempo insulta vuestros derechos, y en el fondo de su corazón lo siente, puesto que nuestra antiguas plazas, que hoy tiene en su poder, cubren todas sus demás posesiones. Si perdiese a Anfípolis y Potidea, ¿se creería seguro en su propio reino? Dos cosas son, pues, indudables: la una que os tiende lazos, y la otra que vosotros los conocéis;  pero aunque ve vuestra prudencia, presume que le tenéis un odio merecido, y el suyo se irrita ante el peligro de un golpe funesto que puede partir oportunamente de vuestras manos si no se apresura a herir el primero. Penetrado de esta idea, vela en el punto desde el cual amenaza a Atenas y halaga a los tebanos y a sus cómplices del Peloponeso, juzgándolos demasiado dispuestos a venderse para que no se contenten con el interés del momento, y demasiado estúpidos para prever y temer los males del porvenir. Y sin embargo, con un poco de juicio, se pueden observar ejemplos sorprendentes, que tuve ocasión de exponer a los mesenios y a los argivos, y que quizá sea más útil todavía el presentarlos ante vosotros.

 

5.      «Pueblo de Mesena, decía yo, ¿con qué indignación no habría oído Olinto a cualquiera que hubiese hablado, dentro de sus muros, contra Filipo cuando este le entregaba la plaza de Antemonte, tan estimada por todos los reyes sus predecesores; cuando le donaba a Potidea después de haber desalojado la colonia de Atenas, y cuando dominado por su odio contra nosotros le cedía la posesión de esta comarca? ¿Temería sufrir tales desgracias? ¿Habría dado crédito a las palabras de quien se las hubiese anunciado? No; vosotros no podéis suponerlo. Y sin embargo, después de haber gozado un poco tiempo del bien ajeno, ved a los olintios para mucho tiempo despojados por Filipo de sus bienes propios; vedles abatidos, deshonrados, vencidos, ¿qué digo vencidos? acusados y vendidos los unos por los otros. ¡Tan peligroso es a las repúblicas el familiarizarse con sus déspotas! Y los tesalios, por su parte, ¿podrían temer, cuando Filipo los libraba de sus tiranos y les cedía las ciudades de Nicea y Magnesia; podrían temer el verse sometidos a tetrarcas, como hoy s encuentran, o que el mismo que los restituía en sus derechos de anfictiones les recogiese sus propias rentas? ¡He aquí, no obstante, lo que se ha hecho a los ojos de toda la Grecia! Ya veis como desempeña Filipo su papel de protector desinteresado y justo. Haced votos por no conocer jamás a este hombre, que con sus pérfidos manejos ha engañado muchos pueblos. Para la guarda y conservación de las ciudades, les seguía diciendo, el arte ha multiplicado los medios de defensa, tales como empalizadas, murallas, fosos y otras mil fortificaciones, que todas ellas exigen muchos brazos y gastos inmensos. En el corazón de los hombres prudentes la naturaleza levanta también un baluarte; en él la salud de todos está asegurada; en él las repúblicas, especialmente, encuentran una defensa inexpugnable contra los tiranos. ¿Sabéis qué baluarte es ese? La desconfianza. Que sea vuestra compañera, que sea vuestra égida, y mientras logréis conservarla la desgracia se mantendrá lejos de vosotros.  Y por otra parte, ¿no es también la libertad lo que buscáis? ¡Oh! Pero ¿no veis que los títulos mismos de Filipo la combaten? Sí, todo rey, todo déspota es enemigo nato de la libertad, enemigo de las leyes. ¡Al procurar libraros de la guerra, temed no caigáis en las manos de un amo!»

        

6.      Después de haber reconocido con ruidosas aclamaciones la verdad de estas palabras; después de haber oído muchas veces el mismo lenguaje de boca de otros diputados, en mi presencia y probablemente después de mi partida, estos pueblos no siguieron menos ligados a la amistad y a las promesas de Filipo. Sin que nadie se sorprendiese, los mesenios y gentes del Peloponeso influyeron contra el partido que se les demostró ser el más conveniente; pero vosotros, atenienses, que descubrís por vuestras propias luces y por mis palabras los mil lazos de que se os rodea, ¿caeréis, vendidos por vuestra indolencia, en el abismo que veo abierto a vuestros pies? ¡Es necesario no sacrificar al reposo y al placer del momento la suerte del porvenir!

         Respecto de las medidas que hay que adoptar obraréis sabiamente deliberando más tarde sobre ellas. Pero hoy ¿qué respuestas conviene decretar? Helas aquí:

         (Lectura de un proyecto de decreto.)                                                                          Sería justo, atenienses, denunciar en este decreto los portadores de noticias que os indujeron a concluir la paz. Yo mismo no habría podido resolverme a aceptar la embajada, y estoy cierto de que vosotros tampoco habríais depuesto las armas si os hubieseis figurado cuál había de ser la conducta de Filipo después de hecho el convenio. Entre estas conductas y aquellas promesas, ¡qué diferencia existe! Hay otros hombres a los que también es preciso denunciar. Me refiero a aquellos que después de la conclusión de la paz, a la vuelta de mi segunda embajada para el cambio de los juramentos, y cuando viendo a mi patria fascinada protesté contra la traición y me opuse al abandono de las Termópilas y de la Fócida, decían que Demóstenes, bebedor de agua, debía ser un hombre de carácter áspero y fatalista; que Filipo, después de haber franqueado el Paso, no tendría más voluntad que la vuestra, fortificaría a Tespias y Platea, reprimiría la insolencia tebana, abriría un camino a su costa en el Quersoneso y os entregaría a Oropos y la Eubea en equivalencia de Anfípolis.

         Sí, todo esto se os dijo aquí, en esta tribuna; y sin duda que lo recordáis, aunque sea flaca vuestra memoria respecto de los traidores; y para colmo de ignominia, vuestro decreto mata las esperanzas de vuestros descendientes, ligándolos a esta paz: ¡tan completo fue el dolo con que se hizo!

 

7.      Pero ¿para qué recordar ahora aquellos discursos? ¿Para qué pedir la acusación de aquellos hombres? Voy a contestar sin embozo ni doblez; ¡el cielo es testigo de ello! No quiero bajarme hasta la injuria, porque la provocaría en justa recompensa contra mí; no quiero proporcionar a los que desde el comienzo me han perseguido un nuevo motivo para que Filipo les abone un suplemento de salario, no quiero, en fin, entretenerme en vanas declamaciones; pero veo que en el porvenir los atentados de Filipo van a causaros más vivas inquietudes que en la actualidad. Sí, los progresos del mal saltan a mi vista. ¡Ojalá sean falsas mis conjeturas! Pero tiemblo ante la idea de que ya estemos tocando un término fatal. Cuando no os sea posible desentenderos de los acontecimientos, cuando sepáis, no por las palabras de Demóstenes ni de ningún otro orador, sino por el testimonio de vuestros ojos, por la evidencia de los hechos, que se trama vuestra ruina, entonces la cólera sin duda os hará correr a la venganza. Pero temo que, habiendo vuestros embajadores ocultado en el silencio todo lo que su conciencia les denunciaba como encaminado a la obra de su corrupción, vuestro enojo caiga sobre los ciudadanos que se esfuerzan por reparar una parte de los males que esa misma corrupción ha producido. Porque veo entre vosotros más de uno que se halla pronto a descargar su furor, no sobre el culpable, sino sobre la primera víctima que alcance su mano.

         Así, mientras que la tempestad se forma sin estallar todavía; mientras que tomamos consejo los unos de los otros, yo quiero, a pesar de la notoriedad pública, recordar a todos los ciudadanos al hombre cuyas sugestiones os hicieron abandonar la Fócida y las Termópilas: resolución funesta, que abriendo al Macedonio los caminos de Atenas y del Peloponeso, os ha reducido a deliberar, no sobre los derechos de la Grecia, ni sobre los asuntos del exterior, sino sobre vuestro propio territorio y sobre la guerra contra el Ática; guerra cuyas calamidades no se tocarán hasta que haya empezado la lucha, pero que datan del día de la traición; porque si desde entonces no hubieseis sido pérfidamente engañados, Atenas no tendría ahora nada que temer. Demasiado débil por mar para intentar un desembarco en el Ática, y por tierra para apoderarse con las armas de las Termópilas y de la Fócida, o Filipo inmóvil habría respetado la justicia y renunciado a la guerra o habría permanecido con las armas en la mano en las mismas posiciones que le habían obligado antes a desear la paz.

         He dicho lo suficiente para despertar vuestros recuerdos. ¡Libradnos, dioses inmortales, de la prueba más evidente de tantas perfidias! ¡Ni contra el mayor de los culpables, aunque mereciese la muerte, provocaría yo un castigo comprado a costa del peligro de todos, a costa de la ruina de Atenas!       

              

 

Demóstenes – TERCERA OLINTIANA

Yo creo, ¡oh atenienses!, que más bien que grandes riquezas preferiríais conocer claramente el partido más útil a la República, en medio de los acontecimientos que llaman vuestra atención. Animados de este deseo, debéis sentiros ávidos de oír a los que quieren aconsejaros; porque si alguno os revelase pensamientos acertados, no solamente los aprovecharía todo el auditorio, sino, lo que es mayor fortuna para vosotros, muchos improvisarían entonces consejos oportunos, y el bien público, esclarecido por su concurso, haría que vuestra elección fuese fácil.

La ocasión presente parece elevar la voz y gritar: «¡Atenienses, si estimáis vuestra seguridad, disponeos a conservarla por vosotros mismos!» Y por vuestra parte… ¡no puedo entrever, sobre este asunto, vuestro pensamiento! He aquí el mío: decretad al instante la defensa de Olinto, disponer rápidamente los preparativos, hacer partir los socorros de la ciudad misma de Atenas y no sufrir más lo que anteriormente hemos sufrido. Que una embajada vaya a anunciar estas medidas y que todo lo vigile en los lugares mismos de las operaciones. Temed, temed sobre todo que este monarca insidioso, demasiado hábil para aprovecharse de las coyunturas favorables, cediendo cuando se vea obligado a ello, amenazando otras veces (en cuyos casos parecerá digno de fe) y calumniando, en fin, nuestra conducta y nuestra ausencia, saque un gran partido de la confederación helénica. ¡Cosa extraña, atenienses! Lo que parece hacer inexpugnable la posición de Filipo, es precisamente vuestro más firme apoyo. Ser dueño absoluto de todas sus operaciones públicas y secretas; reunir en su persona el tesorero, el general y el déspota, y encontrarse siempre a la cabeza del ejército, son los medios de hacer una expedición militar más rápida y segura; pero al mismo tiempo, ¡cuántos obstáculos no le impiden esa reconciliación que ansía jurar a los olintios! Les ha hecho ver claramente que combaten hoy, no por la gloria, ni por una parte del territorio, sino por evitar su expulsión y la esclavitud de su patria. Ellos saben lo que hizo con los anfipolitanos que le entregaron su ciudad, y con los de Pidan, que lo habían acogido como amigo; porque, para decirlo todo en una palabra, la tiranía, que es siempre sospechosa a las repúblicas, lo es más aún cuando toca a sus fronteras.

Vosotros, pues, ¡oh atenienses!, que conocéis estos peligros y estáis animados de nobles sentimientos, sabed que si alguna vez debéis, con voluntad firme, animaros, consagraros a la guerra, contribuir a ella con vuestros bienes y personas y hacerlo todo por vosotros mismos, es en la ocasión presente o nunca. Ya no os queda motivo ni pretexto para eludir el cumplimiento de vuestro deber. Todos decíais unánimes: «Armemos a los olintios contra Filipo.» Pues bien, ellos se arman por sí mismos, proporcionándonos una gran ventaja. Porque si hubiesen emprendido esta guerra por acceder a vuestras peticiones, procediendo como versátiles aliados, la conformidad de sus sentimientos con los vuestros habría sido pasajera; pero aborrecen a Filipo por los atentados que en ellos ha cometido, y no dudéis que un odio causado por males que se temen, por males que se padecen es un odio inextinguible.

Guardaos, pues, ¡oh atenienses!, de desperdiciar la ocasión afortunada que se os presenta y de volver a incurrir en la misma falta que tantas veces habéis cometido. Si cuando regresamos de socorrer la Eubea; cuando Estratocles y Hierat de Anfípolis os exhortaban desde esta tribuna a que enviaseis vuestra escuadra a recibir su ciudad bajo vuestras leyes hubiésemos tenido por nosotros mismos el celo ardiente que nos hizo salvar a los eubeos, Anfípolis estaría con nosotros y os habríais librado de todos los inconvenientes que siguieron a su pérdida. Del mismo modo también, si cuando supisteis el asedio de Pidna, Potidea, Medona, Pagagses y de otras plazas que sería largo enumerar hubiésemos volado al primer ataque, para rechazarlo de una manera digna de la República, tendríamos ahora un Filipo más humilde y más fácil de vencer. Pero lejos de obrar así, descuidando sin cesar el presente y aguardando que el porvenir mejore, sin poner nada de nuestra parte, el curso de los acontecimientos, hemos engrandecido a Filipo hasta un grado que jamás alcanzó ningún rey de Macedonia. Pero hoy la fortuna vuelve de nuevo hacia nosotros. ¿Preguntáis cómo? Arrojando a Olinto en vuestros brazos y concediéndoos así una ventaja superior a cuantas las ocasiones precedentes os han ofrecido.

Someted, atenienses, a un examen escrupuloso todos los favorees que hemos recibido de los inmortales, por más que casi siempre los hayamos convertido en nuestro daño, y sentiréis hacia el cielo un justo y profundo reconocimiento. ¿Contestaréis a esto que habéis sufrido numerosas pérdidas en la guerra? ¡oh! ¿Quién no conocerá que dependen solo de nuestra incuria? Pero la dicha de no haberlas experimentado más pronto, la ocasión de una alianza capaz de repararlo todo, siempre que os aprovechéis de ella son, en mi juicio, pruebas seguras de la benéfica protección de los dioses. Sucede en esto lo que con los bienes: por todos los tesoros reunidos y conservados se experimenta hacia la fortuna una viva gratitud; pero si se disipan locamente, con ellos desaparece el recuerdo de los favores a que se deben. Así es como juzgamos la marcha de los asuntos. ¿Fracasan nuestros proyectos en el instante decisivo? Pues todo lo que han hecho los dioses en nuestro favor se olvida enseguida. ¡Tan cierto es que el último suceso es la regla ordinaria de nuestros juicios sobre los hechos anteriores!

Fijemos, pues, detenidamente la atención sobre lo que poseemos aún, para que levantándolo de sus ruinas borremos la vergüenza del pasado. Pero si ahora también rechazamos a estos hombres[1] – y el Macedonio destruye a Olinto, ¿qué obstáculo le detendrá en lo sucesivo? ¿Hay alguno entre nosotros, ¡oh atenienses!, que conozca todos los grados por los cuales, débil Filipo en su origen, se ha elevado a tanta altura? Toma primero a Anfípolis, enseguida a Pidna, más tarde a Medona, y al fin se arroja sobre la tesalia; destruye a Faros, Pagases y Magnesia, y para coronar su obra se precipita sobre la Tracia. Allí, después de haber destronado y coronado reyes, cae enfermo. ¿Creéis que la convalecencia le inclinará al reposo? Lejos de esto, vuela a atacar a los olintios. Dejemos sus campañas contra los lirios, contra los paonienses, contra Arimbas y contra otros mil. ¿A qué conduce este cuadro?, se preguntará. Atenienses, conduce a haceros sentir los funestos efectos del abandono sucesivo de todas vuestras ventajas y a haceros conocer esa ambición infatigable, alma y vida de Filipo, que le arma contra todos los Estados, que despierta en él una sed insaciable de conquistas y que le hace el reposo imposible. Pero si él se propone ejecutar sin dilación los más vastos designios y vosotros continuáis sin emprender nada con vigor, temed, atenienses, el éxito que este combate prepara a vuestro porvenir… ¡Oh cielos? ¿Quién de vosotros será tan ciego que no vea la guerra que pasará de Olinto a Atenas si la descuidamos? ¡Ah! Si tales son nuestros destinos, temo que semejantes a esos imprudentes que después de buscar en la usura una opulencia pasajera se ven al fin despojados de su patrimonio, nosotros aparezcamos también pagando muy cara nuestra cobarde pereza; y tiemblo asimismo de que por conservar a toda costa este agradable descanso nos veamos reducidos a la necesidad imperiosa de ejecutar con dolor mil empresas antes rechazadas, y de que pongamos en peligro nuestra misma patria.

La censura, se dirá, es cosa fácil y común; pero lo que corresponde a un consejero del pueblo es trazar la conducta que piden las circunstancias presentes. Ya lo sé, atenienses; pero también que si el suceso no corresponde a vuestras esperanzas, no descargaréis vuestra cólera sobre los verdaderos culpables, sino sobre los últimos oradores que os hayan hablado. Lejos de mí, sin embargo, el callar lo que me parece ventajoso para vosotros, aunque obrando así comprometa mi seguridad. Digo, pues, que se necesita un doble esfuerzo para salvar las ciudades olintianas enviándoles tropas encargadas de su defensa y para devastar los Estados de Filipo con vuestra escuadra y otro ejército. Si omitís uno de estos medios, temo que vuestra expedición sea infructuosa. ¿Os limitaréis a asolar el territorio enemigo? Filipo, impasible, tomará a Olinto y se vengará fácilmente a su vuelta. ¿Creéis hacer bastante con socorrer a los olintios? Tranquilo entonces por sus dominios, se irritará contra su presa, la rodeará de emboscadas y con el tiempo se apoderará de ella. Es necesario, pues, un esfuerzo poderoso, un esfuerzo duplicado. Tal es mi parecer.

Respecto de los recursos pecuniarios, vosotros, ¡oh atenienses!, tenéis para la guerra más fondos que ningún otro pueblo; pero distraéis su inversión obedeciendo a caprichosos deseos. Si los destináis únicamente al ejército, bastarán para sostenerlo; si no, no tendréis bastante, o mejor dicho, no tendréis nada. ¡Qué!, se me dirá, ¿propones un decreto para aplicar estos fondos a los gastos de la guerra? No, de ninguna manera; ¡pongo por testigos a los dioses! Pienso solamente que es necesario armar soldados, que es indispensable un tesoro militar, y que ha llegado el tiempo de subordinar las prodigalidades públicas al servicio de la patria. Vosotros, al contrario, ociosos ciudadanos, ¡disipáis las riquezas públicas en fiestas y diversiones! No queda, pues, más remedio que contribuir todos con un crecido impuesto, si es necesario, o con un pequeño subsidio si no es menester más. Porque lo cierto es que hace falta dinero y que sin dinero no saldréis jamás de los apuros presentes. Otros medios se os proponen también: elegid entre todos; pero mientras es tiempo todavía, poned manos a la obra.

Una cosa que es necesario examinar y reducir a su justo valor es la posición actual de Filipo. No es tan brillante ni afortunada como podría creer cualquiera que no la haya observado de cerca. Jamás el Macedonio habría motivado esta guerra si hubiera previsto que había de verse obligado a desenvainar la espada. Al arrojarse sobre su presa esperaba devorarla por completo en un momento; pero se ha visto burlado. El suceso que ha engañado sus esperanzas le desconcierta y desanima. Añadid a esto el movimiento de los tesalios. Esta raza, pérfida siempre con todos, se aplica a engañarle a su vez. Han reclamado a Pagases por un decreto y le han impedido fortificar a Magnesia. He sabido también por muchos de ellos que en lo sucesivo no le dejarán percibir los derechos sobre sus mercados y sus puertos, porque los destinan a las necesidades de su confederación y no a la rapacidad de Filipo. Desprovisto de estos recursos, se verá en la mayor angustia para pagar a sus mercenarios. Creed también, creed que para el Paoniense y para el Ilirio la libertad tendrá muchos más encantos que la servidumbre. No están aún acostumbrados al yugo, y dicen que este hombre acompaña el mando con el ultraje. ¡Por Júpiter!, es preciso creerles; porque la prosperidad, colocada indignamente sobre una cabeza insensata, produce en ella la soberbia y el error; y en esto consiste que frecuentemente parezca más difícil conservar que adquirir.

Comprendiendo, pues, ¡oh atenienses!, que los descontentos de vuestro enemigo son una buena fortuna para vosotros, unid prontamente vuestra causa a la de los demás pueblos. Enviemos diputados a todas partes donde su presencia sea necesaria, marchemos nosotros mismos e inflamemos la Grecia. ¡Ah! Si Filipo encontrase contra nosotros una ocasión tan propicia; si la guerra se encendiese en nuestras fronteras, ¡qué ávidamente se precipitaría sobre Atenas! Y sin embargo, vosotros, a quienes la ocasión llama, ¡no os avergonzaréis de evitarle los males que os haría sufrir si estuviese en vuestro caso! Sobre todo, no pongáis en duda, ¡oh atenienses!, que ha llegado el día de escoger entre llevar la guerra al país enemigo o sufrirla en el vuestro. Si Olinto resiste, entonces podréis combatir; y mientras devastáis los dominios del bárbaro, vuestras tierras y vuestra patria estarán seguras. Pero si Filipo se apodera de la ciudad, ¿quién le detendrá en su marcha sobre Atenas? ¿Los tebanos? ¡Oh!, si este juicio no es muy severo, creo que ellos se lanzarían unidos a él contra vosotros. ¿Los focidenses? Sin vuestro socorro no pueden guardar su patria. ¿Qué otro pueblo, pues? Pero, se dirá, que Filipo no tiene este pensamiento. En este caso, ofrecería el absurdo de no ejecutar, en ocasión segura, una empresa que es el objeto actual de sus ambiciones, reveladas por su palabrería indiscreta. Entre tanto, cuán grande no es para vosotros la diferencia entre combatir dentro o fuera de vuestro territorio! Una sola prueba lo demuestra. Si os fuese necesario acampar fuera de los muros solamente un mes y hacer subsistir un ejército a costa de la Ática, aun en el caso de que estuviese libre de enemigos, las cargas pesarían sobre los cultivadores de vuestros campos excederían a los gastos de la guerra precedente. Pero si la guerra viene aquí por sí misma, ¿en cuánto calcularéis sus estragos? Añadid, para completarlos, el ultraje y el oprobio, azote el más cruel y temible, a lo menos para los hombres de honor.

Convencidos de estas verdades, socorramos a Olinto; llevemos la guerra a Macedonia; los ricos, para conservar con un ligero sacrificio el pacífico goce de los grandes bienes que poseen; los ciudadanos jóvenes, para hacer el aprendizaje de las armas en el país de Filipo, y preparar temibles defensores a la inviolabilidad de vuestro territorio; vuestros oradores, en fin, para aligerar el peso de su responsabilidad, pues según sea el resultado de los asuntos, así será vuestro juicio sobre su administración. ¡Ojalá esto pueda realizarse por el concurso de todos!


[1] El orador indicaría, sin duda, con el gesto y el ademán a los embajadores de Olinto.

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Demóstenes – SEGUNDA OLINTIANA

No puedo menos de sorprenderme, ¡oh atenienses!, cuando comparo nuestra situación con los discursos que aquí oigo. ¡Sólo se os habla de castigar a Filippo!, y yo os veo reducidos a la necesidad de discurrir primero el modo de poneros a cubierto de sus insultos. Así, pues, los que usan tal lenguaje, no hacen, en mi juicio, nada más que extraviarse apartando vuestra deliberación de su verdadero objeto. Ciertamente que Atenas ha podido otras veces tener su imperio al abrigo de todo peligro y castigar a Filippo: tengo la certidumbre de ello, porque no ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, y recuerdo la época en que se hallaba en situación de hacerlo así. Pero estoy convencido de que en la actualidad es bastante para nosotros el defender a nuestros aliados. Conseguido este primer objeto, podremos descubrir enseguida los medios de asegurar nuestra venganza; pues mientras que el principio no está sólidamente asegurado, es inútil, a lo que yo pienso, ocuparse del fin.

         Si alguna deliberación merece una atención invariable y profunda, y una prudencia consumada, es, atenienses, esta que nos ocupa. No porque crea muy difícil indagar lo más conveniente en esta ocasión, sino porque ignoro, ¡oh mis conciudadanos! la manera de presentarlo ante vosotros. Me he convencido por mí mismo y por los demás oradores, de que la fortuna os ha vuelto la espalda, por no haber querido cumplir con vuestros deberes, más frecuentemente que por no haberlos comprendido. Si algunas veces he hablado con atrevimiento, créanme que es digno de que me lo dispensen, de que únicamente consideren si es verdad lo que les digo, y si mi objeto no consiste en hacer vuestro porvenir más próspero. Han visto que las adulaciones de algunos oradores han abierto el abismo en que va a hundirse la República. Pero ante todo, es indispensable recordarnos algunos hechos anteriores.

         Recordarán, atenienses, que hace tres o cuatro años, se anunció que Filippo asediaba en Tracia el fuerte de Hereum: era por los meses de septiembre y octubre. Después de largos y borrascosos combates, decretasteis armar cuarenta trirremes, el embarque de los ciudadanos hasta la edad de 45 años, y una contribución de 60 talentos. Sin embargo de esto, transcurrió aquel año y llegaron los meses de agosto y septiembre del siguiente, en cuya época, con gran trabajo y después de la celebración de los misterios, hicisteis partir a Caridemo con 10 naves vacías y cinco talentos de plata. Esto consistió en que, apenas supisteis la enfermedad y la muerte de Filippo, (pues ambas noticias circularon) creísteis superfluo todo socorro y dejasteis las armas. Aquél era, sin embargo, el instante propicio; y si hubiésemos corrido al campo del combate con el ardor que anunciaba vuestro decreto, hoy ya no sentiríamos ningún cuidado por ese Filippo que entonces se salvó. Este suceso es, sin disputa, inolvidable; pero habiendo llegado el momento oportuno de otra guerra, sino os recuerdo aquella falta, es para que no volváis ahora a cometerla. ¿Cómo, pues, atenienses, procederemos en las circunstancias que la fortuna nos ofrece? ¡Oh, sino socorréis a Olinto con todas vuestras fuerzas, con todo vuestro poder, pensar que sólo habéis tomado las armas en servicio del Macedonio!

         Olinto había venido a ser una potencia, y por un efecto de su posición política, Filippo y ella se observaba con una recíproca desconfianza. La paz se negoció entre nosotros y los olintios. Era para el Macedonio un contratiempo y un disgusto cruel en que una ciudad, dispuesta a atacarle, se hubiese reconciliado con Atenas. Pensamos entonces que era indispensable armar a sus habitantes contra el Príncipe. Pues bien, lo que todos pedisteis a gritos, helo aquí realizado, sin que importe como. ¿Qué falta, pues, de hacer, ¡oh atenienses!, si no enviar vuestros socorros con valor y ardimiento? Sin hablar del oprobio que nos cubrirá si hacemos traición a semejantes intereses, no puedo entrever el porvenir sin sobresalto. Veo a los tebanos que nos acechan; a los focidenses empobrecidos y arruinados, y a Filippo, una vez destruida Olinto, libre de los obstáculos que le impidan arrojarse sobre el Ática. El ateniense que aguarde esto para cumplir con su deber, quiere llamar sobre su patria las calamidades de que sólo debía sentir un eco lejano; quiere verse precisado a mendigar protectores para sí mismo, cuando desde el presente podría ser el protector de muchos pueblos. ¡Oh! ¿Quién de nosotros ignora que este será nuestro destino si despreciamos hoy la fortuna?

         Sí, se dirá,  todos sabemos que son indispensables los socorros, y estos socorros serán decretados; pero, ¿y los medios de adquirirlos? Esto es lo que deseamos que nos indiques. No se sorprendan, ¡atenienses!, si emito un parecer extraño para mayor parte de vosotros: nombren revisores de las leyes: con esto no establecerán ninguna nueva, pues yo creo que tenéis demasiadas, pero las que hoy nos perjudiquen pueden derogarse. Nombraré sin rodeos las leyes teatrales y las leyes militares, que son las que en vanos espectáculos sacrifican el sueldo del ejército, a los ociosos que quedan en sus casas; las que asegura la impunidad al soldado refractario y desaniman, por esto sólo, al soldado fiel. Rompan esas ligaduras, para que la voz del bien público pueda levantarse sin miedo al castigo, y pidan un promotor para los decretos cuya utilidad sea por todos vosotros reconocida. Sin esto no busquéis un orador que por serviros se condene a perecer a vuestras manos; no lo encontraréis, porque lejos de procurar un beneficio a la patria, el autor de una proposición de esta índole, sólo conseguiría atraer la persecución sobre su cabeza y hacer más temible en lo sucesivo el papel, ya peligroso, del leal consejero del pueblo. ¿Deben encargarse de suspender estas leyes funestas,  ¡oh atenienses!, los mismos que las han introducido? No, no, no es justo que un privilegio, precio extraño de tantas heridas hechas a la patria, pertenezca a estos culpables legisladores, mientras que, una medida que podría curarlas, y llamará castigo sobre el ciudadano que os dirija palabras de salud. Pero, antes de acordar esta reforma, persuadíos bien de que ninguno entre vosotros es bastante poderoso para atacar con impunidad semejantes leyes, ni bastante insensato para arrojarse en un precipicio que sus ojos ven abierto bajo sus pies.

         Guardaos también, atenienses, de desconocer la verdad de que un decreto no es nada sin la resolución firme de cumplir con energía lo que dispone. Ciertamente que si los decretos tuviesen la virtud de encadenaros a vuestros deberes o de ejecutar lo que en ellos se prescribe, no los hubieseis prodigado tanto para ser tan poco, o mejor dicho, para no hacer nada, y Filippo no hubiera repetido sus ultrajes por espacio de tantos años; pues hace mucho tiempo que vuestros decretos le hubiesen aplicado su castigo pero, ¡cuán de otro modo ha sucedido! Posterior en el orden de los tiempos a las deliberaciones y a los acuerdos, la ejecución es en realidad la primera en el orden de la importancia y la eficacia. Ella sola nos falta; tratemos pues de adquirirla. Hay entre vosotros ciudadanos capaces de aconsejaros dignamente, y para juzgar de sus palabras, vosotros sois, ¡oh atenienses!, los más perspicaces de los hombres. Si sois cuerdos, también del poder de la acción se encuentra hoy en vuestras manos. ¡Oh! ¿Qué momento más favorable podréis esperar? si no es el presente, ¿cuándo haréis lo que os conviene? ¿Creéis acaso que el usurpador no es ya dueño de todos los baluartes de la República? dejarlo aún que subyugue a Olinto sería condenarnos a la infamia. Aquellos a quienes juramos salvar si él los atacaba alguna vez, ¿no han sido ya atacados? ¿No es el agresor nuestro enemigo? ¿No es nuestro expoliador? ¿No es un bárbaro? ¿Quién será capaz de decir todos los males que nos ha causado? ¡Oh dioses! ¡Después de habérselo cedido todo, nosotros, cómplices de sus triunfos, preguntaremos quién es la causa de nuestra ruina! Porque ser demasiado que nos guardaremos muy bien de confesar que somos los culpables. En el peligro del combate, ¿quién es el fugitivo encontré a su propia cobardía? acusa a su general y a su camarada; lo acusa todo menos a sí mismo, y sin embargo, la pérdida de la batalla se debe a todos los fugitivos juntos. Cada uno dice a los demás que podían haberse mantenido firmes, y si todos lo hubieran hecho se habría vencido. Así pues, ¿se presenta un dictamen poco acertado? que otro se levante a combatirlo sin inculpar al preopinante. ¿Son las opiniones más sabias y prudentes las que se exponen? Seguidlas, bajo la égida de vuestra buena fortuna. Pero no tienen, mediréis, nada de agradable. Eso no es culpa del orador. ¡Oh! ¡Es muy fácil, atenienses, presentar en pocas palabras todos los objetos de nuestros deseos! Pero escoger un partido en las deliberaciones públicas, he aquí lo que es más difícil. Cuando todo no puede obtenerse, prefiramos al menos lo que nos sirve a lo que nos agrada.

         Pero si alguno, diréis, sin tocar a nuestros fondos teatrales, encontrase para el ejército otros recursos, ¿no sería esto preferible? que se demuestre que esto puede ser, y me confieso vencido. Pero sería un prodigio que no se ha visto ni se verá jamás, el de un hombre que después de haber disipado en futilezas su fortuna, estuviese aún para los gastos necesarios, rico de unos bienes que dejó de poseer. Puesto los propios deseos dan vida a semejantes esperanzas: ¡tan cierto es que el hombre se engaña fácilmente a sí mismo! ¡Tan cierto es que se persuade pronto de lo que desea! Pero con frecuencia la realidad desmiente nuestras quimeras.

         Fijad, pues, los ojos, ¡oh atenienses!, en vuestros verdaderos recursos, y veréis cómo es posible marchar sin que falte el sueldo. Descuidar, por no tener dinero, los preparativos militares y sufrir voluntariamente las más crueles afrentas; corre a las armas para oponerse a los griegos de Megara y de Corinto, y abandonar después las ciudades de los helenos a las garras de un bárbaro, por no tener pan para el soldado, no son cosas de un pueblo prudente, ni de un pueblo magnánimo.

         Con estas tristes verdades, no buscó gratuitamente enemigos entre vosotros, no; yo no soy tan insensato ni tan desdichado que provoque un odio que sería inútil a mi patria. Pero pienso que el deber del buen ciudadano es hacer oír la palabra que salva y no la palabra que lisonjea. He aquí los principios por los cuales se condujeron un Arístides, un Nicias, un Pericles y aquel cuyo nombre llevo[1]. Tales eran también, vosotros lo sabéis lo mismo que yo, los oradores de nuestros antepasados, cuya conducta se alaba en esta tribuna, sin que nadie trate de imitarla. Pero desde que se han visto aparecer esos oradores que os preguntan: ¿cuáles son vuestros deseos; con qué proposición puedo complaceros?, desde entonces sucede que por su interés particular, por vuestro placer de un momento, apuran la copa de la fortuna pública; la desgracia acude, ellos prosperan, y consiguen engrandecerse a costa de vuestra honra. Pero comparad, en sus puntos principales, vuestra conducta con las de vuestros padres. Este paralelo será corto y comprensible para todos; porque sin recurrir a modelos extranjeros, los grandes recuerdos de Atenas bastarán para manifestar su fortuna. Pues bien, estos hombres que no eran adulados por sus oradores, y que no eran tan tiernamente queridos de esos como vosotros lo sois de los vuestros, gobernaron cuarenta y cinco años a Grecia voluntariamente sumisa; depositaron más de 10.000 talentos en la Ciudadela, y ejercieron sobre el rey de Macedonia el imperio que corresponde a los griegos sobre un bárbaro; vencedores en persona por mar y por tierra, erigieron numerosos y magníficos trofeos; y fueron, en fin, los únicos entre todos los mortales que dejaron en sus obras una gloria superior a los golpes de la envidia. Esto hicieron puestos a la cabeza de los helenos: pero vedlos además en su patria como hombres públicos y simples ciudadanos. Para el Estado construyeron tan hermosos edificios, adornaron con tanta magnificencia un gran número de templos, y consagraron en sus santuarios tan nobles ofrendas, que no han dejado nada en que pueda sobrepujarles la posteridad. Para sí mismos fueron tan moderados, tan amantes de las virtudes republicanas, en cualquiera de vosotros que conociese las casas de Arístides, de Milcíades o de sus ilustres contemporáneos, las encontraría tan modestas como todas las demás. No era por elevarse a la opulencia por lo que dirigían el Estado, sino para aumentar la grandeza de la patria. Leales con los pueblos de la Grecia, religiosos con los dioses, fieles al régimen de igualdad cívica,  se elevaron por una senda segura a la cima de la prosperidad.

         Ved cuál fue la suerte de vuestros padres bajo los jefes que acabo de nombrar. ¿Cual es la que debéis ahora a vuestros complacientes gobernantes? ¿Es acaso la misma? ¿Ha cambiado poco? ¡Cuántas cosas pueden decirse sobre esto! Pero yo me limitaré a una. Solos, sin rivales, estando Esparta abatida, Tebas ocupada en otra empresa, sin ningún poder capaz de disputarnos el primer puesto, pudiendo, en fin, pacíficos poseedores de nuestros dominios, ser los árbitros de las naciones, ¿qué es, sin embargo, lo que hemos hecho? Hemos perdido nuestras propias provincias y disipado sin ningún fruto más de 1500 talentos; la guerra nos había unido a nuestros aliados, y vuestros consejeros os han privado de ellos con la paz; y nosotros, nosotros mismos hemos aguerrido a nuestro temible adversario. Si alguien lo niega, y comparezca aquí y me diga de dónde ha sacado su fuerza Filipo, sino que del seno mismo de Atenas. Concedido, se dirá; pero si nos debilitamos en el exterior, la administración interior es más floreciente. ¿Qué podrá citarse en apoyo de esto? Almenas blanqueadas de nuevo, caminos reparados, fuentes reconstruidas y otras bagatelas. Dirigid, dirigid vuestras miradas a los administradores de esas futilezas; unos han pasado de la miseria a la opulencia; otros de la obscuridad al esplendor, y alguno ha llegado a fabricarse suntuosos palacios que insultan a los edificios del Estado. En fin, cuanto más ha descendido la fortuna pública, más se ha elevado la de ellos. ¿Cuál es, pues, la razón de estos contrastes? ¿Por qué todo prosperaba otras veces, mientras que todo peligra hoy? Esto consiste en que el pueblo, haciendo la guerra por sí mismo, era el señor de sus gobernantes, el soberano dispensador de todas las gracias; en que gustaba a los ciudadanos recibir del pueblo los honores, las magistraturas y toda clase de beneficios. ¡Cuánto han cambiado los tiempos! Las gracias están en manos de los que gobiernan; todo se hace por ellos, y vosotros, ¡pueblo! – enervados, mutilados en vuestras riquezas, sin aliados, permanecéis como inferiores o como sirvientes; ¡muy dichosos si estos dignos jefes os distribuyen los fondos del teatro, o si os arrojan una menguada ración de comida! ¡Y para colmo de bajeza, besáis la mano que os da, como por generosidad, lo que sólo a vosotros pertenece! Ellos os aprisionan en vuestros propios muros, os entretienen con promesas, os amansan y habitúan a su capricho. Pero jamás el entusiasmo juvenil, jamás las valerosas resoluciones se inflaman en hombres sometidos a costumbres viles y miserables, porque la vida es necesariamente la imagen del corazón. Y os digo, ¡por Ceres!, que no me sorprendería ver que la pintura de estos desórdenes atrajese vuestros golpes sobre mí más bien que sobre sus culpables autores. El hablar con franqueza no siempre ha sido posible ante vosotros, y nada me admira tanto como que ahora lo sufráis.

         Si al menos hoy, apartándoos de esas costumbres deshonrosas quisieseis empuñar las armas, llevarlas de una manera digna de vosotros, y emplear vuestros recursos interiores en reconquistar vuestras provincias, quizá, ciudadanos de Atenas, quizá conseguiríais una grande y decisiva ventaja. Rechazaríais esas miserables gratificaciones, débiles remedios que el médico administra al enfermo, igualmente ineficaces para volverle las fuerzas que para dejarle morir. De igual modo, los fondos que se os distribuyen, demasiado escasos para cubrir todas vuestras necesidades y demasiado abundantes para despreciarlos y dedicaros a útiles trabajos, sólo sirven para prolongar vuestra inacción. ¿Se pregunta que si quiero aplicarlos a los gastos de la guerra? Quiero, enseguida, una regla, ¡oh atenienses!, igual y común para todos vosotros. Quiero que todo ciudadano que reciba su parte de los fondos públicos, vuele adonde el servicio público le llame. Pero ¿y cuando estemos en paz? Entonces debe darse al sedentario lo bastante para librarle de las bajezas que impone la miseria. ¿Y si sobreviene una crisis como la de hoy? Soldado, responderé: tu deber es combatir por la patria, y estas mismas liberalidades será tu paga. ¡Pero mis años, dirá alguno, me dispensan del servicio! Pues bien, lo que recibes ilícitamente y sin fruto para el Estado, recíbelo legalmente a título de empleado en cualquier servicio de la administración. En una palabra, sin añadir ni quitar casi nada, destruyó los abusos y restablezco el orden, sometiendo a una medida uniforme a todos los que paga la República, lo mismo soldados y jueces, que ciudadanos empleados según su edad y las circunstancias. En cuanto a los holgazanes, nunca diré: «Distribuidles el salario de los servidores de la patria; y en la ociosidad y la miseria, limitémonos a preguntar qué jefes y qué soldados mercenarios han vencido»; porque esto es lo que se hace ahora. Lejos de mí el censurar a los que os satisfacen una parte de lo que merecéis; pero pido que vuestras obras os hagan dignos de las recompensas que dais a los demás; pido que no abandonéis, ¡oh atenienses!, ese puesto de virtud, noble herencia conquistada por la gloria y los peligros de vuestros antepasados.

         Tales son, en mi juicio, los consejos que os convienen. ¡Que vuestra decisión favorezca los intereses de cada ciudadano y los de la patria!


[1] Demóstenes, famoso capitán griego, que representó un papel principal en la guerra del Peloponeso.

Demóstenes – PRIMERA OLINTIANA

Atenienses:

Si los dioses os han dispensado mil veces su bondad, hoy más que nunca os la manifiestan. Que Filipo haya vuelto contra él las armas de un pueblo limítrofe, temible por su poder, y lo que es más importante aún, que está convencido de que en esta guerra toda reconciliación con el Monarca sería un perjurio y una ruina para la patria, son cosas que llevan el sello de una divina disposición. Desde este instante, ciudadanos de Atenas, guardémonos de mostrarnos menos favorables a nosotros mismos, que el concurso de los acontecimientos. Sería una vergüenza, sería una infamia que después de que los pueblos nos han visto abandonar ciudades y comarcas sometidas otras veces a nuestro dominio, nos viesen también rechazar a los aliados y perder las grandes ocasiones que nos proporciona la fortuna.

Enumerar las fuerzas de Filipo y sacar de aquí motivo para estimularos a cumplir vuestros deberes, es cosa que no puedo aprobar. ¿Sabéis por qué? Porque todo lo que se hable con semejante objeto es, a mi juicio, un elogio lisonjero de este hombre, y una condenación severa de vuestra conducta. Cuanto más se ponderen sus hazañas, más digno parecerá de admiración; y cuanto menor sea el partido que habéis sacado de vuestros asuntos, tanto más os condenáis a la vergüenza. Dejemos, pues, atenienses, estas vanas declamaciones. Interroguemos a la verdad, y ella responderá que Filipo debe a Atenas su engrandecimiento, y no a su propio genio. Así, pues, para hablar de sus ventajas, objeto de su gratitud hacia nuestros gobernantes, que más que sus amigos debieran ser los ejecutores de nuestra venganza, no ha llegado el momento oportuno todavía. Pero lo que no tiene relación con su fortuna, lo que será útil que todos conozcáis, conciudadanos, lo que ante todo juez imparcial lo cubrirá de oprobio, eso es cabalmente lo que voy a intentar manifestaros.

Tratar a Filipo de perjuro y de hombre de mala fe, sin exponer primero los hechos, es lanzar invectivas al aire. Pero para recorrer todas sus acciones y para confundirle con el unánime testimonio de ellas, pocas palabras se necesitan, y voy a pronunciarlas porque las creo útiles por dos razones: porque es necesario poner de manifiesto toda su perversidad, y porque las personas que se espantan de su poder y que lo creen invencible, sepan que ya ha apurado las fraudulentas maniobras a las cuales debe su grandeza y que su prosperidad toca a su término.

Yo también, atenienses, creería a Filipo destinado para inspirar el terror y la admiración, si le hubiese visto elevarse por medios legítimos. Pero con la vista fija en sus movimientos, le he visto, desde el instante en que algunos facciosos rechazaron de aquí a los olintios, venidos para tratar con nosotros, engañar nuestra simplicidad con los ofrecimientos de devolvernos a Anfípolis y de cumplir este convenio que fue un secreto para el público; más tarde le he visto también conciliarse la voluntad de Olinto, dándole a Potidea que acababa de usurpar con mengua de nosotros, que éramos sus antiguos compañeros de armas; y últimamente, ha seducido a los tesalios comprometiéndose a devolverles la ciudad de Magnesia, y encargándose de la guerra de Fócida. Todo, en fin, el que trataba con este infame, caía en sus lazos. El secreto de su engrandecimiento ha consistido siempre en atraer, con el cebo de falsas promesas, a los pueblos bastante ilusos para no conocerle y aprisionarlos después en sus redes. Pero, como cada uno de los que han contribuido a elevarle con sus esfuerzos piensa obtener por sus trabajos alguna gran recompensa, convencido de que sólo ha obrado por satisfacer su egoísmo, será al fin derribado por sus mismos auxiliares. Esta es, atenienses, la situación de Filipo. Nadie que suba a esta tribuna será capaz de negarlo. Que se os demuestre si no que los pueblos de que Filipo se ha burlado creerán aún en su palabra; que se os pruebe que los tesalios, tan indignamente  subyugados, no romperían con gozo sus cadenas.

         Quizá alguno de vosotros, viendo a Filipo en esta crisis, piense que mantendrá su  dominación por medio de la violencia, puesto que se ha apresurado a ocupar plazas, puestos y  posiciones militares; este es un error. Solamente cuando las armas están unidas por la justicia y por la utilidad común, consienten los coligados en participar de las fatigas, en sufrir y perseverar. Pero cuando hay uno de ellos, como sucede aquí, que por una insaciable ambición quiere someterlo todo a su poder, al primer revés que sufre, al menor pretexto, todas las cabezas se alzan sacudiéndose, y las cadenas quedan rotas. No, no puede fundarse un poder duradero sobre la iniquidad, el perjurio y la mentira: estos indignos medios se sostendrán, por acaso, una vez, un momento y hasta prometerán el porvenir más floreciente; pero el tiempo los detiene en sus furtivos progresos, y al fin se desploman y aplastan por sí mismos. Como en un edificio o en un buque las partes inferiores deben ser más sólidas, así la justicia y la verdad deben ser el fundamento de la política. Pero hasta el presente esta base ha faltado a todas las empresas de Filipo.

Es necesario, pues, socorrer a Olinto; y por mi parte aprobaré tanto más los medios que se propongan, cuanto sean más rápidos y eficaces. Es necesario, igualmente, enviar una embajada a Tesalia, para que entere a unos de vuestra resolución y despierte en otros el odio, ahora que han decretado reclamar a Pagases y hacer valer sus derechos sobre Magnesia. Pero pensad, atenienses, en que vuestros diputados lleven algo más que palabras; corred a la guerra con una diligencia digna de Atenas, para que también puedan presentarles vuestro ejemplo. Si palabra sin los hechos parece un vano ruido, nunca lo es tanto como cuando se pronuncia en nombre de nuestra República; y cuanto mayor es la maestría con que la manejamos, tanto más excita la desconfianza general. Mostremos, pues, una variación completa en nuestro celo por contribuir, por trabajar y en hacerlo todo por la patria, y aun es posible que se nos escuche.

Cumplid solamente los deberes que os imponen el honor y la necesidad, y entonces, atenienses, veréis cuán poco aumentan el poder de Filipo sus aliados; más diré aún, descubriréis su debilidad y los desórdenes interiores de su reino. Sin duda que el imperio Macedonio, puesto en la balanza como por suplemento, gravita sobre ella con algún peso. Así lo vemos en tiempo de Timoteo, cuando se unió a nosotros contra Olinto; así lo vemos más tarde cuando coligado con Olinto, en contra de Potidea, apareció como una potencia; y así acaba de sostener, contra una familia de tiranos, a la Tesalia agitada por la fiebre de las discordias civiles. Pero la Macedonia por sí misma, es débil y está devorada por males interiores; porque su déspota, a fuerza de guerras y de expediciones que, acaso en el concepto de algunos, lo hacen un grande hombre, ha quebrantado su propio imperio, ya vacilante. ¡Oh! No creáis, atenienses, que las mismas pasiones animan a Filipo y a sus súbditos. Él sólo ambiciona la gloria; a través de mil trabajos y peligros la busca con ardor, prefiriendo a la seguridad de la vida, el orgullo de haber realizado lo que ningún monarca macedonio se atrevió a intentar jamás. Pero sus vasallos no participan de este furor de reputación guerrera. Fatigados por las marchas y contramarchas de sus expediciones interminables, arrastran una insoportable cadena de dolores y de miserias, y no pueden ni cultivar sus campos, ni ocuparse de sus intereses domésticos, ni traficar con los despojos arrebatados por tan diversos medios, puesto que la guerra ha cerrado sus mercados marítimos. De este estado de cosas al descontento de la mayor parte de los macedonios contra su rey, no hay más que un paso.

         En cuanto a esos mercenarios de fama que le rodean, se dice que están sometidos a una disciplina admirable. Sin embargo, un macedonio mismo, incapaz de mentir, me aseguraba que ninguna ventaja tienen estos sobre los demás.«¿Hay alguno entre ellos que se distingue en una campaña o en un combate? Pues el envidioso Filipo se deshace de él para que todo se crea obra suyas; porque la más ardiente envidia corona los vicios de este hombre.» El mismo sujeto añadía, que cuando hay alguno que es amante de la temperancia y de la justicia, e incapaz de soportar sus desórdenes cotidianos, su embriaguez y sus infames diversiones, tiene que sufrir su desdén y que lo excluya de todo empleo. Así marcha rodeado de una escolta de bandidos, de aduladores y de miserables, bastante depravados para entregarse en sus orgías a escenas que yo me sonrojaría de nombrar ante vosotros. Testimonio de esta incontestable verdad, atenienses, son esos infames expulsados por vosotros, en acuerdo unánime, por haber favorecido la desvergüenza impúdica de los juglares; un Calais, un esclavo público y sus dignos compañeros; esos bufones, esos forjadores de unos chistes abominables que lanzan contra los familiares del Príncipe para divertirle; ¡tales son sus gustos predilectos; tal es la corte que asiduamente le rodea!

         Pero preguntaréis, ¿qué nos importan a nosotros esas repugnantes torpezas? Atenienses, esas torpezas son, para las personas previsoras, un claro testimonio del pensamiento de este hombre y del genio que le extravía. Sus prosperidades las ocultan hoy bajo su sombra, porque la victoria es a propósito para borrar y encubrir tales infamias; pero al menor revés, todas sus manchas se pondrán de manifiesto. Dentro de algún tiempo, ¡oh mis conciudadanos!, él ofrecerá al mundo esta lección, si tal es la voluntad de los dioses y la vuestra. Del mismo modo que en el cuerpo humano el origen de los sufrimientos pasados parece extinguirse tanto más, cuanto más se goza de la salud; pero que, sin embargo, de esto, cuando sobreviene una enfermedad se reproducen los achaques de todo género, de igual modo, mientras la guerra se mantiene en el exterior, los males que se ocultan en el seno de una República o de una Monarquía, se escapan a la vista del vulgo; pero tan pronto como se enciende en las fronteras, todo queda completamente descubierto.

         Si alguno de vosotros, atenienses, testigo de la buena suerte de Filipo, juzgase sus armas temibles, sin duda que discurriría con acierto, puesto que la fortuna es de un gran peso o, mejor dicho, puesto que lo es todo en las cosas humanas. Si me fuese dado escoger entre la fortuna de Filipo y la de Atenas, escogería la de nuestra patria, con tal que cumplierais algo de los deberes que os impone; porque tenéis más títulos que él a la protección de los inmortales. Pero, si no me engaño, estamos dormidos. ¡Y qué! El indolente que no puede ordenar a sus amigos que le ayuden, ¿exigirá esto de los dioses? Ciertamente no me extraña que Filipo, general y soldado, exponiendo su persona, animándolo todo con su presencia, no perdiendo una ocasión ni un instante, triunfe de hombres que no salen de dilaciones, de decretos y conjeturas. Grande, por el contrario, sería mi sorpresa, si nosotros, que no ejecutamos nada de lo que pide la guerra, venciésemos al que lo pone todo en movimiento. Pero lo que me confunde es que vosotros, atenienses, que en tiempos pasados os levantasteis contra Lacedemonia para defender los derechos de los helenos; vosotros, que tantas veces dueños de aumentar vuestra dominación y vuestros tesoros, no habéis querido hacerlo, y que para asegurar a las demás ciudades el goce de sus bienes legítimos prodigáis los vuestros y corréis los primeros a los peligros, hoy que se trata de vuestras propias posesiones, vaciláis en contribuir y tembláis de abandonar vuestros hogares. Salvadores de Grecia entera, libertadores de cada uno de sus pueblos en particular, perdéis vuestros dominios y no despertáis de vuestro letargo. Esto es lo que me asombra.

         Me admira también, atenienses, de que ninguno de vosotros quiera examinar en qué habéis empleado el tiempo desde que estáis en guerra con Filipo. Yo os lo diré: lo habéis perdido por completo en buscar efugios y pretextos dilatorios; en esperar que otros hagan lo que a vosotros corresponde; en denunciaros mutuamente; en condenaros; en resucitar vuestras desavenencias; en hacer, poco más o menos, lo que hacéis hoy mismo.¡Oh colmo de locura! Pues que, con esta conducta que ha arruinado a Atenas floreciente, ¿os prometéis levantar a Atenas abatida? Eso no lo aprueban ni la razón ni la naturaleza; pues la naturaleza ha querido que sea mucho más fácil conservar todos sus bienes que adquirirlos. Pero lo cierto es que la guerra no nos ha dejado nada que conservar, y que todo hay que reconquistarlo. Esta es ahora vuestra tarea.

         He aquí, pues, lo que os digo: ¡reunid vuestras fuerzas, partid en seguida, apresuraos! Que toda acusación se suspenda hasta que os hayáis elevado de nuevo por la victoria. Entonces, juzgando a cada uno según sus obras, recompensad a los ciudadanos dignos de elogio y castigad a los prevaricadores; pero quitadles también todo pretexto fundado en vosotros. Sería inicuo examinar inexorablemente la conducta de otro, cuando nosotros mismos hemos sido los primeros en faltar a nuestros deberes. Y después de todo, ¿qué motivo, atenienses, induce a vuestros generales a abandonar vuestra guerra y a buscar combates por su propia cuenta? Si conviene también en este asunto manifestar la verdad, yo diré que esto consiste en que, peleando por vosotros, el premio de la victoria es para vosotros solos. ¿Qué haríais si se reconquistase a Anfípolis? Al instante dispondríais de esta ciudad, y los peligros serían únicamente la recompensa de los capitanes. Pero procediendo como yo aconsejo, con menos peligros, jefes y soldados tendrían por botín a Lampsaco y Sigeo y los buques que apresasen. De otro modo, cada uno se encamina hacia donde su interés le llama. Sin embargo de esto, cuando vuestras miradas se fijan en el deplorable estado de vuestros asuntos públicos, acusáis y perseguís a los generales; ellos os exponen libremente su fatal situación y los declaráis exonerados. Después de esto, sólo se os ve desaveniros y conspirar porque prevalezca esta o la otra opinión, y entre tanto, ¡la patria está plagada de males!

         Otras veces, atenienses, contribuíais por clases, y hoy es por clases como gobernáis. Cada partido tiene por jefe a un orador, a las órdenes del cual hay un general con los trescientos y sus vociferaciones, y a los restantes se os distribuye bajo estas dos banderas. ¡Salgamos, salgamos pronto de esta anarquía! Volved en vosotros, y que todos participéis de la palabra, el consejo y la acción. Si dejáis que unos os gobiernen como déspotas; si otros son obligados a armar buques y a prodigar su fortuna y su sangre; y si otros, en fin, tienen el privilegio de lanzar decretos sobre los contribuyentes sin participar de sus sacrificios, nunca los recursos necesarios se obtendrán con bastante prontitud. La parte oprimida se arruinará inútilmente, y entonces, ¿sobre quién descargarán los golpes que debíais asestar a vuestros enemigos? ¡Sobre vuestros mismos conciudadanos!

         Resumiré, pidiendo que todos contribuyamos a los gastos públicos, en justa proporción de nuestras facultades; que todos tomemos las arma por turno hasta que no quede ninguno que no haya peleado por la patria; que todo ciudadano que se presente en la tribuna obtenga la palabra; que entre las diversas opiniones emitidas, se adopten las más acertadas, sin tener en cuenta las personas que las hayan presentado. Si obráis de este modo, aplaudiréis en el momento al orador, y sobre todo, os aplaudiréis vosotros mismos más tarde, por los beneficios proporcionados a la patria.

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